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El vuelo de Lufthansa procedente de Fráncfort aterrizó en el aeropuerto de Fiumicino en Roma poco después de la tres de la tarde, en perfecto horario.

De los ciento diecisiete pasajeros, solo unos cuantos eran de nacionalidades distintas a la alemana y la italiana. Uno de ellos era Andreas Henkel, quien exhibió un pasaporte colombiano falso.

Su cara era tan anónima que todos tenían la impresión de haberlo visto en algún momento: podía tranquilamente encarnar a un sudamericano o hasta a un noruego. Además, sabía pasar desapercibido, y para un servicio secreto que oficialmente no existía, esta era una cualidad determinante.

Al salir de la terminal romana subió a un taxi.

La noticia que había recibido aquella mañana era la peor que podía esperar: Weistaler había sido asesinado.

No le causaba pena el destino que el suizo se había ganado merecidamente, pero el Coronel Guapo era el único que le habría podido permitir cumplir con su misión.

Cuando vivía no lo había ayudado mucho: no sabía nada o era muy bueno para no revelar nada de lo que sabía.

Y ahora estaba muerto.

—Plaza de San Pedro, por favor —ordenó al taxista.