Andreas Henkel recorría con paso rápido la plaza del Santo Oficio, el patio opuesto al de San Dámaso, donde aquella mañana debía haberse celebrado la ceremonia del juramento de los nuevos reclutas. No pudo ignorar el enorme despliegue de fuerzas al interior de la Ciudad del Vaticano.
No se trataba solo de la Gendarmería Vaticana, que a pesar de su limitado número de efectivos se consideraba a la altura de las mejores fuerzas policiacas europeas, sino de los numerosos carabineros y policías italianos en alerta por la plaza de San Pedro y la Via Paolo VI.
No era tan insólito, pero un número tan alto de militares cerca de la Casa de Dios insinuaba que el impacto suscitado por los asesinatos era grande, sobre todo a la luz de lo que él sabía sobre el asunto, y que las autoridades italianas seguramente ignoraban.
Por un segundo, antes de alcanzar el apartamento de Weistaler, trató de pensar una vez más en todos los elementos que conocía. Recordó aquella fatídica noche de enero en la que todo empezó.
Noche entre el 4 y 5 de enero
No dejó de nevar ni un instante y, mientras regresaba de la bóveda de seguridad del Banco Nacional de Ivrea, el puntito rojo sobre la pantalla de su computadora seguía emitiendo un bip-bip tranquilizador. El GPS había sido colocado en el forro del Santo Sudario y su posición era continuamente monitoreada por los satélites. Ahora se ubicaba, dentro de una furgoneta, en la carretera Turín-Aosta, a unos setenta kilómetros de donde él se encontraba.
Luego sonó su teléfono y la primera mala noticia de la noche lo obligó a dirigirse hacia la plaza San Juan, donde la catedral de Turín estaba en llamas.
Apenas alcanzó su destino, vio que los camiones de los bomberos avanzaban a duras penas sobre el asfalto blanqueado por la nieve, y a varios hombres que corrían hacia las puertas de la catedral.
Las flamas eran rojas y altísimas, parecía que alcanzaban el techo. Junto con los copos de nieve le pareció ver caer lascas de cenizas, típicas de una erupción volcánica.
Un segundo antes de bajar del coche para acercarse al incendio, la segunda mala noticia arruinó los planes de Henkel: el puntito intermitente en su computadora de repente dejó de centellear.
Henkel esperó un segundo.
Sabía que el GPS no funciona en los túneles, pero en ese camino no había ninguno. Esperó unos instantes, y cuando no vio reaparecer la luz roja intermitente, relacionó todo: incendio y GPS.
Weistaler lo había jodido.
Cuando el pequeño helicóptero de cuatro plazas aterrizó junto a la carretera sobre el pasto blanco por la nevada, el espectáculo había terminado hacía una hora.
Era más de la una de la mañana y los bomberos habían removido la furgoneta volcada remolcándola hacia un área de estacionamiento.
Henkel alcanzó a dos bomberos uniformados, apenas detrás de la barrera metálica.
—Lo estábamos esperando. Es un milagro que nadie resultara herido —declaró uno de los dos, levantando la voz para superar el ruido del poderoso motor del helicóptero y las cinco palas articuladas que todavía seguían rotando.
—¿La furgoneta se destruyó completamente?
—Completamente. Una chatarra tostada. Me reportaron que la mercancía que llevaba era de su propiedad —dijo el otro.
—¿Están seguros de que a bordo no había nadie? —preguntó Henkel, sin contestar a la pregunta del bombero.
—Sin ofender, sabemos hacer nuestro trabajo. Apagamos el incendio y retiramos el vehículo del centro de la carretera. Cuando llegamos, no había nadie a bordo.
El otro hombre intervino, prácticamente en apoyo de su colega.
—Fue un desastre. Quienquiera que manejase, huyó rápido como el viento.
—¿Se puede ver el vehículo? —preguntó Henkel, cerrando los labios.
—Por supuesto. Sígame.
Los tres se movieron y caminaron sobre el pasto que bordeaba la carretera, hundiendo las botas en los treinta centímetros de cubierta blanca que se habían depositado desde que comenzara a nevar.
En aquel momento parecía que el clima quisiese conceder una tregua, pero el aire era gélido y, a poco más de unos cien metros de donde se encontraban, el paisaje se desvanecía en una extensión de niebla gris.
Encontraron la furgoneta sobre una grúa. Henkel saltó el murito de cemento que separaba el área de estacionamiento de la llanura circundante y trepó con agilidad sobre la grúa. La furgoneta estaba carbonizada, encorvada, y emitía un olor desagradable a metal y neumáticos quemados; las piezas que se habían enfriado primero estaban recubiertas de una sutil capa de nieve, así como gran parte de la grúa, estacionada allí desde hacía más de una hora antes de que él llegara.
—¿Estaba volcada?
—Sí, completamente con la panza hacia arriba —bromeó uno de los bomberos, gesticulando con las manos.
—Entonces, cualquier persona que hubiese estado conduciendo no habría tenido problema para salir después del accidente.
—Si hubiese estado vivo, y tuviera los reflejos listos antes de que el incendio se propagase, probablemente sí. Habría podido salir por la ventana o por el parabrisas.
Henkel sabía que Osios manejaría la furgoneta, y Weistaler el coche. En cuanto a reflejos, estaba seguro de que el Griego los tenía de sobra.
—¿Ninguna noticia sobre el Audi?
—No por aquí. La policía lanzó una búsqueda, pero parece que nadie lo vio.
Detrás de la grúa, tres hombres de la Sociedad de Carreteras removían una maleta de metal de forma extraña: un rectángulo bajo, de unos setenta centímetros de ancho. Estaba toda carbonizada.
—¿Es eso lo que busca? —preguntó uno de los bomberos.
En ese momento Henkel pensó que alucinaba. No prestaba atención al bombero sino a la parte delantera de la furgoneta, iluminada por el reflejo de las luces de un coche que transitaba por la carretera nevada. Todavía trepado en la grúa, cuidando de no caerse, alcanzó la parte que quería ver. Pasó la mano cerca de la ventana del conductor para asegurarse: había dos agujeros de proyectil.
—¿Qué son estos?
Uno de los bomberos se acercó y por el ímpetu casi tropezó en la nieve.
—¡No los vimos! ¿Son lo que parecen?
Henkel no contestó, bajó de la grúa y recogió la maleta de metal, y luego se movió rápido hacia el helicóptero que lo esperaba con el motor encendido.
Desde hacía días tenía la sensación de haber subestimado la situación. En toda la historia había algo que no encajaba, algo que no lo convencía desde el principio. Ahora, desgraciadamente, todo le quedaba claro. Weistaler había logrado lo que quería: distraerlo de su verdadero objetivo.
Cargó la maleta en el asiento posterior del pequeño helicóptero y subió al lado del piloto. Se colocó los auriculares y ordenó volar en dirección a la ciudad.
—Rápido. Tal vez todavía estemos a tiempo.