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En el mismo momento en que Stella Rosati subía a un tren en la estación de Roma Termini, al otro lado del mundo, en California, era noche cerrada.

Robert Maina había formado parte del equipo de remo de la Universidad de Harvard, donde se graduó veinte años antes. Podía presumir de haber conseguido todo lo que quería de la vida: llevaba quince años casado con Samantha, era padre de dos maravillosos hijos y vivía en una linda casa en una de las zonas más exclusivas de Santa Mónica. También su profesión de abogado le había dado siempre bastantes satisfacciones y dinero para gastar.

Pero aquella noche sus sueños no eran tranquilos. Maina seguía revolviéndose en la cama con una sola idea en la cabeza: los lingotes del Vaticano. Cuando el reloj sobre su buró marcó las tres en punto, ya no pudo aguantar y se levantó de golpe. Samantha, acostada a su lado, murmuró algo entre sueños, luego se volvió al otro lado y siguió durmiendo.

Maina, descalzo y con su pijama de seda, atravesó el piso gélido del pasillo y alcanzó el despacho, al otro lado de la casa; encendió una lámpara de mesa y ocupó el sitio detrás de su escritorio de cristal. A su espalda, un amplio ventanal daba a la piscina iluminada por luces azules; más allá del jardín, el silencio de la noche.

Puso la mano en el mouse y la computadora se activó. Tecleó su contraseña y esperó.

Ningún correo electrónico.

No sabía qué pensar.

Durante su carrera siempre recorrió los caminos más sencillos y seguros, y la que inicialmente se mostraba como una opción fácil y rentable, ahora le parecía menos cómoda y sobre todo menos segura.

La historia de los lingotes del Vaticano se la contó por primera vez, un año antes, una mujer que se presentó en su oficina con un expediente voluminoso, compuesto por fotografías, testimonios, fotocopias y todo lo necesario para volverlo creíble. Después de haberse documentado suficientemente, decidió aceptar el encargo: en un juicio colectivo como aquel, por lo común, se podía ganar mucho dinero y notoriedad.

Escogieron al abogado preciso. Solo necesitaba actuar de la manera más adecuada a la situación, y esto era justamente lo que él sabía hacer mejor, adaptar la estrategia al caso concreto.

Algunos días después, sin que lograse adivinar su procedencia, recibió una ayuda posterior, un correo con varias decenas de hojas escaneadas. Después de mandarlas a traducir, se dio cuenta de que aquellos documentos eran su salvoconducto hacia la victoria en el juicio. Proveían datos, testimonios, documentos autógrafos, todo menos una verdadera confesión.

Leyó por enésima vez el correo. El remitente había resultado imposible de rastrear, pero en el texto un nombre se repetía varias veces: Luciano Spada.

Sabía exactamente quién era, y esto lo ponía muy inquieto. Se masajeó las sienes tratando de reflexionar: debía saber si era realmente oportuno seguir investigando sobre el Vaticano, o si por el contrario valía la pena volver a pensar en la llamada recibida de Roma.

Se quedó en la misma posición durante casi una hora, con los ojos fijos en la pantalla de la computadora y el dedo tamborileando sobre el escritorio. Luego, a las cuatro de la mañana, se decidió: se levantó y se acercó a su caja fuerte, colocada detrás de una reproducción de Miró, y sacó el expediente completo. Además de las ayudas anónimas recibidas por correo electrónico, aquel expediente le había costado varios meses de esfuerzos, cientos y cientos de dólares para corromper a los investigadores, y muchas horas de trabajo. Contenía todos los documentos ya presentados ante el tribunal de Santa Mónica y una serie de otros escritos que hubieran hecho feliz a cualquier persona que tuviera alguna cuenta pendiente con el Banco Vaticano.

Los ordenó uno por uno en el fax y marcó el número.