—Este es el primer hombre, a las veintitrés y tres minutos.
La voz ronca comentaba la imagen de Henkel que aparecía en el monitor.
La sede central del Banco Nacional de Ivrea se encontraba apenas a las afueras de Turín.
Stella Rosati estaba de pie en la sala de vigilancia de la planta baja. Frente a ella se encontraba el responsable de la seguridad del banco: un cuarentón menudo y de tez oscura, ojos estrechos y unos pelos ralos que parecían pegados al cráneo uno por uno. El hombre se apoyaba en unas muletas y junto a él estaba sentada una vigilante privada que observaba una serie de pantallas LCD de circuito cerrado.
—Aquella fue una noche rara, recibimos varias visitas —aclaró el responsable—. Pero vamos en orden. Nevaba como Dios manda, y el tipo de las veintitrés había entrado directamente en el estacionamiento con una gran camioneta. Tenía una maleta de metal. El presidente lo esperaba allí mismo y lo acompañó directamente a la bóveda de seguridad.
—¿Es un procedimiento normal? —preguntó ella.
—Diría que no. Pero el visitante conocía al presidente, habían hablado por teléfono unos días antes.
—¿Lograron saber quién es? ¿Conocen su nombre? —preguntó ella.
—Esta es la sede principal del banco —explicó el hombre—. Como sabe, aquí no hay ventanillas sino solo oficinas. No hay obligación de firmar nada.
—Pero… —agregó ella.
—Pero tenemos la obligación de estar preparados para cualquier eventualidad —el hombre se movió, saltando sobre las muletas en dirección a otra pantalla y se afanó sobre el teclado—. Este es un software que crea una imagen tridimensional de cualquier persona que pasa el umbral del banco.
Stella observaba en silencio su cara —filmada a su ingreso unos minutos antes— que aparecía en la pantalla y después era reemplazada por una serie de retículas verdes que creaban una especie de red transparente con la forma de su cabeza.
—Este software se conecta con la base de datos de Europol, en Zúrich. Si la persona que acaba de entrar tiene su propia ficha, lo reconocemos por los rasgos de su rostro.
—¿Entonces? —siguió ella.
—El sistema es muy complejo, es difícil que se equivoque. Cada persona, en el rostro, tiene una serie de puntos que hacen su retícula tridimensional prácticamente única, algo así como las huellas digitales, pero aún más preciso.
En aquel momento, en un lado de la pantalla, junto a la imagen de la cabeza de Stella, que giraba alrededor de un eje invisible, aparecieron una serie de datos: en la parte superior una fotografía suya, debajo su nombre y apellido.
—Como puede ver, esta es usted —el responsable de la seguridad se acercó a la pantalla para poder leer mejor—. Stella Rosati, nacida en Roma el…
—Ya quedó claro, ¿señor…? —en ese momento se dio cuenta de que no conocía su nombre.
—Rochet, señora. Pietro Rochet —contestó él, sonriendo—. De todas maneras, para nosotros poco importa. Lo que cuenta es saber que quien entra aquí, en pocos segundos tiene un nombre y un apellido, siempre y cuando esté registrado en la base de datos.
—En fin, ¿saben quién es o no?
—Significa que si tiene su propio expediente, no importa si se trata de un agente de policía, un criminal, un secretario o un agente secreto: nosotros conocemos su nombre.
Stella se quedó pasmada: sabía que en Europol manejaban una base de datos enorme de legalidad dudosa bajo el aspecto de la privacidad, pero ella misma la había utilizado más de una vez. Estuvo a punto de requerir más explicaciones sobre la autorización que el banco tenía para consultarla, o sobre el motivo por el cual también sus datos aparecían en esta base. No lo hizo, no se trataba del lugar ni del momento adecuados.
—Su pregunta es si sabemos quién es este hombre, ¿correcto? —indagó Rochet, apoyándose fatigosamente sobre las muletas—. La respuesta es sí. Tuvimos manera de verlo dos veces durante aquella noche…
La vigilante regresó a la primera serie de pantallas y oprimió cuatro números en un teclado.
—Si usted está de acuerdo, pasaré a la segunda visita, a la una y siete minutos de la mañana —dijo Rochet, sin esperar la respuesta de Stella—. Este es el segundo hombre que llegó.
En la pantalla central, en alto, con las imágenes filmadas a la entrada del banco, apareció un nuevo rostro que Stella reconoció: Weistaler.
—¿Y él qué hace aquí? —preguntó.
—¿Lo conoce?
—Claro que sí. ¿La policía revisó estas imágenes? —preguntó la fiscal.
—Por supuesto —contestó el hombre—. En enero se quedaron aquí durante varios días, pero al parecer no pudieron hallar a ninguno de los dos.
Stella Rosati guardó silencio un momento. Sus reservas parecían desmoronarse: Weistaler había estado allí la noche del homicidio, y el director D’Oria había sido asesinado con su pistola.
Pero dos indicios no forman una prueba.
—¡Siga! —dijo Stella.
—Después regresa el primer hombre, a las dos y cuarenta.
Stella parecía impaciente. Todavía no lograba entender todos los aspectos del asunto, pero el hecho de haber visto a Weistaler le daba fundamento a su primera teoría. Tenía que descubrir más.
—Recapitulando, aquella noche recibieron tres visitas: primero un tipo con una camioneta a las veintitrés, luego Weistaler y después otra vez el primer tipo, ¿exacto?
—Exacto. Como le decía, el primero regresa a las dos y cuarenta de la madrugada en helicóptero.
—Hace poco me decía que saben el nombre de ese hombre. ¿Tiene su imagen de cuando llega a las veintitrés y también a las dos y cuarenta? —preguntó.
El responsable, que a duras penas saltaba una vez más sobre las muletas, le hizo una seña para que lo siguiera.
—Desafortunadamente tuve manera de volver a verlo —dijo.
Poco después, los dos se encontraban en un largo pasillo iluminado por luces blancas, por el cual, a través de una puerta corrediza, entraron en una oficina desnuda y desangelada. El hombre apoyó las muletas en el escritorio de metal y se dejó caer en el sillón.
Stella no abrió la boca. Lo miró a la cara: debía de ser bastante joven, pero su piel estaba terriblemente dañada. En el lado derecho del rostro le corría una profunda cicatriz y, cuando se dio cuenta de que ella lo miraba, se apuró a dar una explicación:
—Esto pasó en el mes de marzo. Un ladrón callejero.
—No quería incomodarlo —se justificó ella.
—No hay problema, licenciada. Estoy vivo de milagro, por supuesto el ladrón no ha sido arrestado. Ahora difícilmente dejo este edificio… Pero regresemos a nuestro tema.
—Cuénteme quién es ese hombre, ¿qué pasó aquella noche?
—Como le dije, nevaba. Era de noche y yo estaba mirando la tele en esta oficina. Todos los canales hablaban del incendio en la catedral de Turín y de un accidente de coche en la carretera.
—¿El accidente en que se destruyó el Santo Sudario?
Otras piezas que aparecían en su historia.
—Exacto, al parecer unos terroristas habían robado el Sudario de la catedral y se estrellaron en la carretera mientras trataban de huir.
—¡Siga! —dijo ella, casi como si se lo ordenara.
—Bueno, la noche ya era rara. Primero el tipo de las veintitrés, con su maleta, luego la historia del Santo Sudario. Y después llega un segundo hombre… a la una de la mañana.
—¿Usted estaba despierto a esa hora?
—Me despertó el presidente. Me habló por teléfono y me dijo que había un cliente esperando bajo la nieve. Me dijo que abriera la valla y el zaguán del estacionamiento subterráneo…