5 de enero, 1:07. Una hora después del incendio en la catedral de Turín
Hasta entonces todo había marchado bien. Incluso la nevada lo había ayudado.
Curt Weistaler miró el reloj, justo mientras la valla del banco se abría: el horario era perfecto.
Recorrió a baja velocidad la rampa y condujo su Audi dentro del sótano. Antes de apagar el motor y bajar del coche, se pasó una mano por el pelo y ajustó el cuello de su camisa, luego sonrió. Su plan había sido genial.
Luego de disfrutar por el retrovisor del espectáculo de la furgoneta que se volcaba y ardía en llamas, siguió hasta la primera salida de la carretera y, a la altura de Pont-Saint-Martin, regresó hacia Turín.
Si todo había marchado como debía, ahora también Henkel estaba a punto de darse cuenta de que lo había jodido.
Organizó el plan de manera perfecta: dos horas antes Henkel lo había precedido en aquel estacionamiento para depositar el Sudario en la bóveda de seguridad del Banco Nacional de Ivrea, un lugar considerado segurísimo. Y ahora era su turno.
Clemente D’Oria estaba al lado de su coche, con el pelo color nieve y la sonrisa obtusa impresa en la cara.
Nadie parecía confiar en Osios, y por ese motivo el Servicio Secreto Vaticano, coordinado precisamente por Henkel, exigió que el verdadero Sudario no corriese peligro. Debían sustituirlo por uno falso, y era lo que habían hecho.
En aquella partida, Weistaler desempeñó un papel determinante: había descubierto al grupo de terroristas que querían robar aquel símbolo de la cristiandad, para luego destruirlo frente a todo el mundo.
Siempre se había considerado un hombre de gran inteligencia, pero sabía que muchas veces su ingenio recibió ayuda de la suerte. Y también en aquella ocasión algunas coincidencias afortunadas, utilizadas con maestría, lo habían puesto en el carril correcto.
Desde joven supo jugar bien sus cartas. Era el hijo ilegítimo de un pastor luterano y creció con la familia de su madre; los abuelos maternos, dos reconocidos doctores de Berna, después de desheredar a su hija, lo habían cuidado y le permitieron recibir la mejor educación posible en la severa escuela monástica alemana de Treffpunkt en Hannover.
Allí Curt Weistaler aprendió el culto católico de la familia materna, estudiando todo lo que tenía que saber sobre las Sagradas Escrituras. Allí también empezó a interesarse en las armas, inicialmente para complacer los gustos de su abuelo, que apreciaba mucho las armas antiguas, pero enseguida su pasión se volvió real. Y allí empezó a darse cuenta de que sus preferencias sexuales eran diferentes a las de sus colegas estudiantes.
Durante toda su juventud siempre cuidó mucho de su cuerpo y su apariencia. Amaba su pelo rubio y sus ojos azules, los rasgos del rostro muy armoniosos, casi femeninos, el físico musculoso que ejercitaba con mucho deporte, un aspecto al que más tarde le debería el apodo de «Coronel Guapo».
Durante el servicio militar aprendió a saborear el gusto de ver sufrir a los demás, y aprendió también que se puede gozar al infligirse castigos para redimir los propios pecados.
Además se había convencido de que la religión católica debía ser la base de la vida de cada hombre. Para él se volvió de fundamental importancia inculcar la doctrina católica en las cabezas de sus coetáneos —que por el contrario parecían poco interesados—, si era necesario, incluso con la fuerza.
Algún tiempo después conoció a un cura argentino, Eduardo Rodrigo Jiménez, que con los años sería primero cardenal y luego secretario de Estado del Vaticano, y con su ayuda se había convertido en el hombre que era: el hombre que quería servir a Dios con sus principios.
Diez años después, en un bar de Roma, encontró a Osios.
Se trataba de una figura que difícilmente hubiera frecuentado en otras circunstancias: era un hombre demasiado apartado de Dios, soberbio, lujurioso y avariento. Pero Osios era el único capaz de encontrar lo que Weistaler deseaba: una pistola difícil de hallar, aquella que entregaban a los guardias del Papa, el cuerpo del que siempre quiso formar parte. Y aquel encuentro cambió su vida.
En aquel periodo, Osios tenía necesidad de aprender lo más posible sobre el catolicismo y sus misterios, y encontró en Weistaler un valioso apoyo. A Osios no le importaba nada de la religión, ni de la cristiana ni mucho menos la de Mahoma, pero estaba metido en un negocio que no podía perder.
La operación podría redituarle muchísimo dinero, pero requería conocimientos que él, por desgracia, no poseía. Entonces se acercó a Weistaler, ofreciéndole a cambio lo que el otro buscaba: una SIG Sauer 9 mm.
El encuentro con Osios fue para Weistaler su «coincidencia afortunada». Pero si él estaba allí, en aquel momento, significaba que además de afortunado era también bueno.
Bajó del coche llevando una bolsa deportiva voluminosa y saludó a D’Oria con una sonrisa; el estacionamiento era gélido y estaba vacío a excepción de dos coches con el logo del banco, estacionados a su derecha.
Nunca había hablado con D’Oria, pero sabía que aquella llamada que el presidente debía haber recibido unos veinte minutos antes le abriría todas las puertas y las cámaras de seguridad. Y así fue.
Desafortunadamente para el presidente del Banco, aquella llamada también le costaría la vida.
—Le pido perdón por la hora —dijo Weistaler con expresión afable.
—No hay ningún problema. Por los amigos se hace esto y más.
—¡Muy amable!
Los dos recorrieron el mismo camino que el presidente y Henkel habían seguido dos horas antes. Apenas subieron al elevador, Weistaler no pudo dejar de imaginar qué tipo de sensación habría experimentado el más brillante agente del Servicio Secreto Vaticano mientras colocaba la preciosa maleta al interior de la bóveda de seguridad. Casi le parecía ver la escena en cámara lenta: la maleta, que Henkel había retirado aquella misma noche de las manos temblorosas de un joven sacerdote, acomodada dentro de la caja de seguridad y luego encerrada con precisión con la llave.
Weistaler y D’Oria salieron del elevador en un silencio casi irreal. El único ruido lo originaban los zapatos del suizo; D’Oria, al contrario, se movía sin producir ningún rumor.
Cuando detrás de la puerta corrediza apareció un empleado con la caja en la mano, el suizo se convenció de haber logrado su misión. Se sentó al interior de una cabina, protegido por unas cortinas más parecidas a las de una galería que a las de un banco. Después de colocarse los guantes, extrajo el contenido de la caja. El lino producía una sensación rara al tacto; parecía papel de copia, más que tejido, por su ligereza.
Era la primera vez que veía el Santo Sudario en vivo y, por cierto, era uno de los pocos afortunados que habían tenido ocasión de tocarlo.
Lo dobló en varias partes con extremo cuidado y lo puso en un contenedor transparente que llevaba: tenía forma de huevo y las dimensiones de un gran balón de rugby. Se trataba de una custodia de policarbonato capaz de eliminar el oxígeno después de su cierre, para evitar que patógenos externos pudiesen dañar su precioso contenido. Cerró el envoltorio y lo colocó en la bolsa deportiva.
Cuando abrió la cortina, Clemente D’Oria estaba inmóvil frente a él.
El rostro de Weistaler no dejó revelar sus verdaderas intenciones. Mientras daba las gracias sonriendo, sacó lentamente su SIG Sauer. La expresión del presidente se endureció. No entendió de inmediato lo que estaba por sucederle, pero en su mente un pequeño timbre de alarma había empezado a sonar. El suizo se acercó con extrema tranquilidad a su presa, apuntando la pistola a su frente.
—¿Qué pretende? —preguntó el anciano con voz temblorosa.
Antes de morir hubiera merecido por lo menos una explicación, pero Weistaler amaba ver sufrir a sus víctimas. Después, tal vez, se recogería en oración para pedir perdón por sus pecados.
No dijo nada. Disparó un solo tiro. La sangre cayó sobre una repisa y sobre el muro, dejando una gran mancha de color rojizo y forma circular.
D’Oria cayó al piso en silencio, como si fuera una pluma arrojada al suelo.
Cuarenta minutos después de que Curt Weistaler dejara el edificio, el helicóptero Breda Nardi NH500, en el cual viajaba Andreas Henkel, aterrizó en el techo del banco. Eran las dos con doce minutos.
El responsable de la seguridad había sido alertado vía telefónica por Henkel y lo esperaba con un paraguas en la mano junto al helipuerto. Hacía poco había empezado otra vez a nevar con insistencia, y el manto nevado ya superaba los treinta centímetros.
—¿Dónde está el licenciado D’Oria? —preguntó Henkel mostrando una tarjeta con el símbolo del Vaticano, casi gritando para no ser acallado por el poderoso motor del helicóptero.
—Está en la bóveda de seguridad. Aún no sale —fue la respuesta del hombre—. Venga, lo acompaño.
Cuando las puertas del elevador se abrieron, encontraron al presidente en el centro de la gran sala, bocarriba en el suelo en un lago de sangre.
En aquel momento, Henkel tuvo la certeza de que todo estaba perdido.