Desde hacía varios días, cuatro hombres de traje oscuro observaban cada movimiento y escuchaban cada conversación relacionada con Luciano Spada. Tenían su base en el Palacio de Justicia de Roma, un edificio monumental construido entre finales del siglo XIX y principios del XX, apodado por los romanos El Palazzaccio.
Era perfectamente normal que Luciano Spada se sintiese en peligro: quien manejaba tanto dinero con su desenvoltura no podía esperar que todo marchase siempre sobre ruedas. El anciano banquero todavía no sabía que un importante abogado californiano había tomado hacía poco una decisión que lo involucraba. Spada no podía ni remotamente imaginar que aquella mañana un fax enviado desde Santa Mónica había sido recibido en una oficina de Roma.
Stella Rosati también ignoraba totalmente el asunto, y a poco más de un kilómetro de distancia estaba en su oficina observando las aguas del Tíber bajo su ventana. Había regresado de Turín el mismo día, con muchas respuestas y muchas nuevas preguntas.
El responsable de la seguridad del Banco Nacional de Ivrea había sido muy gentil en entregarle dos impresiones: plasmaban las imágenes de los dos hombres filmados por las cámaras de vigilancia la noche del homicidio de Clemente D’Oria.
El primero había llegado a las veintitrés con una maleta y se había ido sin ella. El segundo era Curt Weistaler, probablemente el asesino del banquero; había llegado a la una de la mañana con una bolsa deportiva y se había ido después de media hora. Por fin, a las dos de la mañana, el primer hombre había regresado en helicóptero.
Stella observó una vez más las fotos en su escritorio: conocía a Weistaler, respecto al otro había entendido muy poco. Rochet le contó que el hombre le había mostrado una tarjeta con el símbolo del Vaticano. ¿Podía ser un agente de los Servicios Secretos Vaticanos? El asunto era tratar de averiguar si también el segundo hombre tenía alguna relación con el homicidio y, sobre todo, si podía ser el asesino de Weistaler.
Los Servicios Secretos Vaticanos matan al comandante de la Guardia Suiza. ¿Era realmente posible? Y además, ¿para qué?
La respuesta a aquellas preguntas debía estar en la maleta que el primer hombre llevaba en su primera visita, a las once de la noche. Un objeto tan importante como para molestar al presidente de un banco en plena noche; si descubriera lo que contenía, probablemente encontraría un motivo y tal vez a un asesino.
El sol se ponía detrás de la cúpula de San Pedro. Stella recogió las fotos y se acercó otra vez a la ventana. D’Oria debía haber sido asesinado por Curt Weistaler; el arma y los tiempos coincidían. El otro hombre se había ido la primera vez cuando D’Oria aún vivía, y regresó cuando ya estaba muerto.
Examinó las fotos de Henkel con mayor atención. En la primera se veía mal, pero se apreciaba que era un hombre delgado y que bajaba de una camioneta en el estacionamiento subterráneo del banco. Tenía en la mano una maleta de metal. Luego estaba la foto del elevador, donde los rasgos se reconocían mejor: cara anónima, pelo negro y corto. Al lado de la foto estaba su nombre: Andreas Henkel.
Por último estaba la foto en el techo del banco, tomada a las dos de la mañana. El hombre bajaba de un helicóptero, estrechaba la mano del responsable de la seguridad y le enseñaba su tarjeta.
¿Qué había pasado realmente aquella noche de enero?