30



Mientras Sacconi regresaba a su oficina luego de haber recibido la llamada que le había cambiado el humor por el resto del día, Flavio Osios estaba tendido en la cama king size de su cuarto de hotel en Seúl.

Afuera llovía a cántaros; la lluvia se estrellaba contra la ventana del hotel Hyirz hundida en la noche. Calle abajo, los riachuelos de agua habían formado verdaderos arroyos donde se reflejaban las luces de los faroles.

Aunque cuando llegó a Seúl no tenía ninguna información sobre la identidad de los dos coreanos, ahora empezaba a ver clara la cuestión.

El primero de los dos era un investigador de la Universidad de Seúl, un cuarentón interesado en la biología. No estaba casado ni comprometido y, lo más importante, había desaparecido de la faz de la tierra.

Sobre el segundo, por el contrario, aún tenía pocos elementos: el portero del hotel lo conocía de nombre, pero a pesar de que se hubiese consagrado con Osios a la búsqueda, después de más de una semana no había conseguido ningún resultado.

Ahora el Griego solo esperaba que sonase el teléfono para recibir noticias que, además, ya había pagado.

Mientras más permanecía en aquel lugar, más le parecía que se volvería loco. Incluso la semana en Corea tenía una duración distinta: mientras en todas partes del mundo es un ciclo de siete días, allí era un periodo de cinco días y el sexto, aunque no fuera domingo, se consideraba día festivo.

Le explicaron que esta tradición se debía a la periodicidad de los mercados, que se repetían cada cinco días. Se trataba de una tradición rara, además abandonada tiempo atrás por el gobierno, pero que en la práctica todavía perduraba. Para un occidental como él era algo inconcebible.

De repente sonó el teléfono en el buró.

Un año antes se encontraba también en un cuarto de hotel, y también a la espera de una llamada. Así había empezado el camino que primero lo llevó a la Sábana Santa y luego a Seúl.



Líbano, doce meses antes


El sol se filtraba por las persianas cerradas. La tarde estaba en su apogeo y el calor resultaba agobiante. Osios estaba acostado sobre una colcha sucia, empapada de sudor; inmóvil, miraba sin ver las grietas del techo y las aspas del ventilador que giraban lentamente.

En esa época Líbano era el lugar perfecto para su tipo de negocios, pero cada vez que lo visitaba le parecía más sucio, más inseguro y más peligroso.

Se hospedaba en un caserío en la zona sur de Beirut, un lugar ruinoso con calles, edificios y hasta el cielo de color arena.

Desde hacía días la situación entre Israel y Líbano era bastante tranquila: Hezbolá había modificado su estrategia y oficialmente, depuestas las armas, habían entrado como grupo político en el gobierno libanés.

Pero Osios sabía que incluso donde el fuego parece apagado hay rescoldos de crisis, y cuando se trataba de las fronteras de Israel, siempre había una guerra lista para estallar. Allí sus servicios eran siempre necesarios, siempre había una posibilidad de ganancia, y sabía que el dinero a disposición de las milicias de Hezbolá procedía de los petrodólares de Irán.

Sabía que ese era el lugar más seguro para vender su mercancía: era un hombre de negocios y el riesgo de viajar a Afganistán o a Pakistán era definitivamente más alto que las probabilidades de ganancia; tenía que considerar que había una particular demanda de los cohetes Katiuska que quería vender justo en la zona sur de Beirut y en el valle de la Becá.

Osios entornó los ojos, pero su entresueño se interrumpió después de unos minutos por la vibración del teléfono que tenía en un bolsillo de los jeans.

—¿Bueno? —dijo.

Su interlocutor habló lentamente en árabe para asegurarse de que el italiano lo entendiera. La conversación duró poco más de un minuto, y al final Osios apuntó algo en un papel.

Se levantó de la cama y se miró en el espejo: tenía la barba larga, los ojos hundidos y el pelo largo y despeinado. Trató de arreglarse para parecer presentable, pero el tiempo a su disposición era poco.

Después de cinco minutos dejó el cuarto.

Caminó por una anónima calle de Beirut debajo de su hotel, cuidándose de no llamar la atención. La acera estaba llena de escombros y el ruido de los coches y las motos era casi atronador. Vio enfrente un puesto donde se vendía carne, encima del cual había una serie interminable de cables de alta tensión. Al otro lado de la calle, bajo el balcón de una casa sin vidrios en las ventanas, estaban fijos una serie de letreros desteñidos: Hitachi, Sony y Pepsi.

Continuó en línea recta unos cien metros, y solo se encontró a una mujer: atravesaba la calle, tenía una bolsa negra en las manos y llevaba puesta una túnica azul y un velo sobre la cabeza. Osios la miró un segundo, luego se detuvo cuando llegó a un bar con una vistosa lona verde que cubría gran parte de la acera.

Tenía que esperar allí. Se sentó a una mesa y pidió de comer y de beber. Había llegado a su posición porque no tenía el aspecto de un entrometido, y daba la impresión de ser alguien capaz de resolver problemas. Para un comerciante de armas, esta era una excelente tarjeta de presentación.

Su espera fue relativamente breve. Estaba acostumbrado a acudir a ese tipo de citas. Antes de que el comprador se mostrase, frecuentemente lo hacían caminar arriba y abajo por la misma calle para observarlo, a veces le tocaba comer y cenar en el mismo lugar sin que nadie apareciera durante horas. Para ese tipo de personas era costumbre. Para quien compraba su mercancía era normal exigir que no hubiese riesgos en el negocio y que el vendedor fuese realmente quien afirmaba ser.

Aquel día Hassan, como dijo llamarse el hombre vestido con el clásico hábito blanco musulmán, se hizo esperar poco más de media hora.

—Mi coche está aquí afuera. Ven —ordenó en un inglés gramaticalmente correcto pero con la típica pronunciación árabe.

Osios se limpió las manos, lo siguió y subió al asiento trasero de un Mercedes blanco que seguramente había visto épocas mejores.