Líbano, doce meses antes
El ruido del cohete Katiuska saturó el aire con su fragor casi musical. Durante la Segunda Guerra Mundial, aquel silbido fue apodado por los soldados alemanes «el órgano de Stalin». El cohete se alzó en el cielo, dejando la estela blanca del combustible que lo alimentaba y luego, una vez alcanzada la cumbre de su trayectoria, empezó el descenso.
Se encontraban en una zona desértica, en la región meridional de Líbano. Frente a ellos había un pequeño lago artificial, luego solo matorrales verdes y varias palmeras.
Osios y otros cuatro hombres permanecían inmóviles junto al Mercedes blanco en el que habían llegado. Se encontraban a unos veinte metros del vehículo lanzacohetes donde estaban colocados otros once misiles de ochenta y dos milímetros; de allí había partido el Katiuska que ahora descendía más allá del lago.
Diez segundos después, una explosión amarilla, seguida por un hongo de humo negro, iluminó el cielo a tres kilómetros de distancia de donde estaban.
El más bajo de los cinco árabes tenía en la mano unos binoculares y observaba la escena: el cohete había sobrevolado ágilmente el espejo de agua y llegado a su destino, estrellándose contra unos barriles de queroseno.
—Bien —declaró el hombre, que llevaba una túnica blanca y el característico gorro musulmán.
Osios sonrió y asintió con la cabeza.
—Usted tiene treinta y seis partidas de 82 mm y doce de 132 mm, ¿correcto?
—Correcto, senior Alí —contestó.
Naturalmente Alí no era su verdadero nombre, así como Hassan no era el verdadero nombre de quien lo había acompañado a aquel polígono de tiro improvisado.
Osios lo imaginaba, y también prefería no saber quiénes eran las personas a las que vendía su mercancía. Lo importante era que llegara el dinero, y siempre había llegado.
—Yo diría que los vamos a comprar todos, senior Flavio —dijo Alí.
Osios sonrió otra vez: aquella venta le redituaría mucho dinero.
—Pero quisiera pedirle otro favor.
Alí se acercó a Osios.
—Vamos a caminar un poco.
Los dos se alejaron de los demás, que entre tanto desmontaban uno por uno los Katiuska del lanzacohetes. Caminaron por la orilla del lago.
Osios no entendía de qué le quería hablar Alí, a fin de cuentas sus cohetes les funcionaban perfectamente a las baterías que Hezbolá preparaba en la frontera con Israel, y él se los vendía a un precio definitivamente competitivo.
Cuando los dos se habían alejado lo suficiente para no ser escuchados por los guardias del cuerpo de Alí, el libanés empezó a hablar:
—Usted creció en Italia, ¿verdad?
Osios no contestó de inmediato, luego tosió para aclararse la voz.
—Sí.
—Bien —fue la respuesta de Alí, que continuó andando sin decir nada.
—Esta es una guerra santa, ¿lo sabe?
El traficante no estaba muy interesado en los aspectos ideológicos de aquel conflicto: para él todos los compradores eran iguales. Pero sabía bastantes cosas como para entender que Alí se refería a algo diferente a los enfrentamientos que Líbano tenía o tuvo con Israel. Aquella era una guerra por el agua y las tierras, no tenía nada de guerra santa.
—Me refiero a lo que ustedes los infieles definen como guerra contra el terrorismo.
La cuestión era definitivamente más amplia de lo que esperaba.
—Señor Alí, yo nunca me preocupé por la política. Hago bien mi trabajo pero solo es por dinero, nunca por ideales.
—En eso somos diferentes, señor Flavio; pero yo respeto su honestidad —confirmó Alí—. Aunque usted tiene que entender que para nosotros esto es algo más que una lucha por el petróleo de Irak y de Irán. Esta es una guerra contra los cruzados.
Osios no contestó. Frente a ellos se recortaba una serie interminable de zarzas y arbustos resecos que se perdía más allá del horizonte del desierto. Medio escondida en la arena, una pequeña serpiente negra, inmóvil, parecía mirarlos torvamente.
—¿La ve?
—¿La serpiente? —preguntó el comerciante de armas.
Alí asintió.
—Los cristianos son como esa serpiente. La historia se está repitiendo, ¿sabe? ¿Conoce la antigua historia de la serpiente?
Lo primero que llegó a la memoria de Osios fueron Adán y Eva, pero prefirió hacer un gesto de que no la conocía. Entre tanto, la serpiente metió la cabeza bajo la arena y desapareció entre los arbustos.
—La serpiente es la más astuta entre los animales, como cuenta su libro sagrado. Al principio de los tiempos, prometía paraísos imaginarios en lugar del verdadero paraíso y aparentemente no pedía nada a cambio.
Parecía justo la historia de Adán y Eva.
—No puede haber resultados sin fatiga, no se puede prometer la vida eterna sin pedir nada a cambio. Por esto la serpiente representa el mal. Los cruzados cristianos eran la serpiente, porque como ella eran falsos y tramposos. Los tiempos no cambiaron, y ahora estamos a merced de los dignos herederos de esa serpiente: los Hijos de la Serpiente de hoy son peores que sus progenitores, son ellos quienes dieron a Israel forma de Estado. Son ellos, los herederos de la Serpiente, quienes mancillan nuestra tierra y roban nuestro petróleo.
Según la premisa de Alí, no quería abarcar el tema del petróleo, pero ya lo había mencionado dos veces.
Los dos se habían detenido y Alí empezó a gesticular.
—Los Hijos de la Serpiente, los cruzados invasores del nuevo milenio, tienen la presunción de decir qué está bien y qué está mal. Lo que podemos hacer o no hacer. Lo que tenemos que comer y beber. Los herederos de la Serpiente nos están engañando una vez más.
Osios hubiera querido interrumpirlo, pero no lo hizo.
—Llegó el momento de dar una señal fuerte a los cruzados cristianos. Tenemos que acabar con los Hijos de la Serpiente, y lo haremos. Caminarán sobre el vientre y comerán polvo hasta el fin de los tiempos, porque siempre habrá hombres y mujeres rectos que aplastarán con su talón la cabeza de la serpiente cristiana.
En aquel momento Osios, con un leve titubeo, trató de emitir su opinión:
—Escuche, Alí…
—Espere. Déjeme acabar. No le estoy pidiendo volverse mártir para la Yihad.
Flavio se mordió la lengua para no rebatir y siguió escuchando.
—Nosotros no somos como aquellos que matan personas inocentes, aunque infieles, dentro de un rascacielos. El Corán condena esas cosas, ¿lo sabe?
Osios no contestó y prefirió escuchar.
Aquella junta improvisada continuó todavía unos minutos, pero cuando Osios se dio cuenta de que Alí preparaba un atentado terrorista como nunca se había visto, empezó a escucharlo con mayor atención.
El negocio podría resultar interesante.
La manera en que Alí se dirigía a los occidentales era definitivamente demasiado retórica para los gustos de Osios, que amaba lo esencial. El Griego no podía imaginar que justo el apodo de Hijos de la Serpiente le habría de cambiar la vida: lo recordaría apenas unos cuantos meses después, en una plática con un hombre llamado Andreas Henkel.
—¿Usted qué sabe del Santo Sudario, señor Flavio? —le preguntó Alí.