Stefano Liguori estaba sentado tras un escritorio de metal. No quería desanimarse. En su carrera, primero como agente de la Policía de Estado y luego como inspector de la Comisaría encargada del Vaticano, tuvo que manejar varias situaciones complicadas; la que ahora tenía enfrente no era de las peores. La experiencia le había enseñado que con unas preguntas directas, precisas y detalladas, se conseguía más fácilmente el objetivo. Usó esta táctica también en ese momento.
—Tu colega te abandonó. Entonces, ¿qué quieres hacer? —gritó.
Ninguna respuesta.
—Él escapó y la policía te agarró. Debe de ser un fastidio.
Ninguna respuesta.
El cuarto estaba vacío excepto por dos sillas y una pequeña lámpara.
El hombre frente a él permanecía en silencio y con la cabeza baja. Llevaba unos jeans oscuros y una playera negra de manga corta, de la que salían unos bíceps musculosos y tatuados. Tenían allí unos cuarenta minutos pero Rojo 2, uno de los atacantes de Stella, aún no decía nada útil.
A pesar de las numerosas patadas recibidas de Henkel, que casi lo hicieron perder el sentido, ahora parecía estar en perfecta salud.
—¿Le suena el apellido Weistaler?
—¿Quién?
—¿Y el apellido Klessen? ¿Tobias Klessen?
—Nunca lo había oído.
—¿Hoy en la mañana estaba a bordo de un Fiat 500 negro?
—No.
—¿Qué hacía en la plaza Navona?
—Pasear.
—¿Cómo se hizo la herida que tiene en la frente?
—Me caí por las escaleras.
—Le voy a decir otro nombre: Stella Rosati.
—Nunca lo había oído.
—Clemente D’Oria.
—Tampoco.
—¿Esta arma es suya? —Liguori le enseñó la fotografía de la pistola encontrada cerca del hombre.
—Jamás la vi antes.
En ese punto, Liguori sonrió. Se quedó un segundo en silencio, luego prosiguió:
—Escuche, Shreder, su perseverancia es realmente admirable, pero mentir de esta manera no lo va a llevar a ningún lado que no sea la cárcel.
El hombre levantó la cabeza y miró a Liguori a la cara.
—Yo no me llamo Shreder.
—Qué raro, Shreder, porque los documentos que usted portaba dicen que así se llama.
El hombre no contestó.
—¿Sabe qué es aún más raro? —Liguori hizo una pausa—. Que lo vieron en la mañana a bordo de un Fiat 500, y precisamente usted está involucrado en una persecución que terminó en la plaza Navona.
—Si usted lo dice...
—Es muy raro que diga que se causó esa herida al caer porque lo vieron, hoy en la mañana, en una riña con un señor llamado Henkel; Andreas Henkel. Y tal vez ni siquiera lo conoce.
—En efecto, nunca escuché ese nombre.
—¿Sacconi? ¿Lo conoce?
—No.
—¿De Medici?
—Nunca había oído ese nombre.
—Otra cosa rara, porque según nosotros usted trabaja para Sacconi y De Medici.
—¡Estupideces! —gruñó Rojo 2.
—Me olvidé de decirle que sabemos que trabaja para Sacconi porque es lo que dice su identificación de la Gendarmería Vaticana; ya sabe, una tarjeta con su nombre y su foto pegada al lado. O tal vez ni siquiera conoce ese tipo de tarjetas…
Ninguna respuesta.
Liguori suspiró y luego trató de insistir, mintiendo.
—Acabo de hablar con el general Sacconi, al que dice no conocer, y me confirmó que usted trabaja para la Gendarmería Vaticana.
El hombre sonrió y dirigió una mirada fulminante hacia Liguori.
—¡Solo son estupideces!
En ese momento llamaron a la puerta, acababa de llegar un observador especial.
Liguori salió del cuarto.
Stella Rosati estaba frente a él, en la oscura antesala, con los brazos cruzados.
—¿Entonces?
—Es un agente de la Gendarmería Vaticana, aunque no quiso confirmarlo. Pero en realidad no quiso confirmar nada, ni siquiera la evidencia.
—¿Qué más te dijo?
—Absolutamente nada. Los pocos datos que recopilamos los extrajimos de la base de datos: se llama Peter Shreder, es austriaco, y hasta ahí. Su tarjeta de identificación nos dijo dónde trabaja.
Rosati enarcó las cejas y suspiró.
—¿Documentos?
—Sí, pasaporte austriaco a nombre de Shreder. Auténtico.
—¿Tú que opinas?
—Creo que aunque insistamos no va a decir nada.
—¡Stella! —la voz era la del agente Lo Schiavo, que subía las escaleras con un expediente en las manos; sudaba y estaba visiblemente fatigado por la carrera.
La fiscal Rosati y Liguori esperaron la llegada del colega.
—Tenemos una correspondencia —les dijo Lo Schiavo, algo molesto de ver a Stella y Liguori platicar a solas.
—¿De qué? —preguntó ella.
—La pistola que encontramos en la plaza Navona.
—¿No es de Shreder?
—Evidentemente no —contestó él.
—¿Entonces de quién es?
—Del amigo del que hablábamos anteriormente: Henkel, aunque aquí está reportado otro nombre. En la pistola encontramos sus huellas, y desafortunadamente para él, esas huellas están en la base de datos.
—¿Descubriste algo más sobre él?
—Entra y sale de Italia desde hace varios años. En 2001 lo pararon en la aduana de Denver con una valija diplomática; naturalmente, le tomaron unas fotos. Aquí está, probablemente es por esto que se encuentra en la base de datos de Europol.
Lo Schiavo abrió la carpeta y mostró la imagen de Henkel, recién recibida por fax. Estaba en blanco y negro y no era muy nítida, pero no cabía duda: tenía muchos años menos, pero se trataba de Henkel.
—¿Quién diablos es este hombre?
—Buena pregunta, en la mañana perdimos sus huellas, pero nos dejó un buen indicio.
—Una bonita pistola con unas impresiones. Pero, ¿adónde nos llevan?
—Aquí viene la sorpresa... —sonrió Lo Schiavo—. ¿Saben qué es lo raro?
—¡Adelante! —ordenó Stella, llevándose los brazos a la cintura.
—En la aduana de Denver detuvieron a nuestro amigo con una valija diplomática. ¿Saben con qué salvoconducto viajaba?
Stella sacudió la cabeza, casi molesta por el hecho de que Lo Schiavo siguiera saboreando la noticia.
—Cuéntalo de una vez —dijo Liguori.
—Ciudad del Vaticano.
—Interesante…
—Espera, porque hay algo más —continuó Lo Schiavo—. La pistola tiene una correspondencia. 5 de enero, Turín, Gendarmería Vaticana.
5 de enero. Turín.
Siempre la misma fecha.
—Gendarmería Vaticana. Y tú crees que ese tipo… —Stella señaló hacia el hombre sentado en la sala de interrogatorios, inmóvil detrás del espejo—. ¿Crees que ese tipo sea verdaderamente de la Gendarmería?
La conversación duró unos segundos más, los necesarios para ver el reporte sobre la correspondencia balística del arma. Al final Stella Rosati se decidió:
—Ahora creo que el general Sacconi se merece una visita nuestra.