El presidente de la Cámara de Diputados se levantó de su sillón y los funcionarios de la institución lo acompañaron hacia la salida. La sesión de aquella mañana había terminado. En los bancos de Montecitorio reservados a la mayoría, muchos diputados se quedaron sentados a confabular, entre ellos Carlo Maria Rosati.
—Al final, ¿sobre la enmienda a la ley financiera estamos todos de acuerdo? —preguntó a sus colegas mientras activaba el timbre de su teléfono.
Era un hombre de pelo apenas entrecano, ojos marrones cubiertos por unos lentes sutiles, de físico seco. Era miembro del Parlamento italiano desde hacía cuatro legislaturas, fue subsecretario de Justicia tres veces y en el gobierno anterior ocupaba el puesto de secretario de Políticas Agrícolas.
La agricultura nunca le interesó más que la ópera lírica o el baloncesto, cosas que en su vida no tenían la mínima importancia. Fue hábil en convencer al entonces primer ministro, con quien todavía llevaba buenas relaciones, de que en el ámbito del desarrollo agrícola se necesitaba nombrar a una persona que pudiese formarse una opinión sin ideas preconcebidas: justo lo mismo que pensaba el jefe de Gobierno.
Rosati sabía escuchar a los demás, lograba averiguar lo que querían escuchar, y la mayoría de las veces lo decía. No te eligen cuatro veces consecutivas diputado por el partido de mayoría relativa sin una buena dosis de inteligencia política.
Carlo Maria Rosati tenía esta cualidad, aunque la escondiera muy bien: era perfectamente capaz de velar su inteligencia tras una imagen benévola que no atemorizaba a los colegas del partido y le daba, incluso frente a los adversarios políticos, una fama de persona leal, competente y con capacidad para seguir órdenes.
La experiencia política le había enseñado que quien se muestra demasiado inteligente difícilmente avanza en los palacios del poder. Quien se encuentra en una posición de mando en un preciso momento no quiere rodearse de personas más listas y con más consenso que él mismo; estas podrían birlarle el puesto apenas tuvieran oportunidad.
Entonces, mejor parecer lo que no eres: benévolo y respetuoso de los mandos.
—Creo que llegamos a un acuerdo sobre el texto presentado; me parece superfluo seguir discutiendo —aclaró un diputado de traje a rayas, unos veinte años mayor que Rosati.
—Hablemos de algo más serio: ¿vamos a comer? —preguntó otro.
El timbrazo de un teléfono interrumpió la conversación, justo cuando los tres diputados salían de sus asientos.
—¿Cómo? —dijo Rosati.
Al otro lado del teléfono escuchó la voz de su secretario personal.
—Diputado, su hija tuvo un problema.
—¿Qué tipo de problema?
—Tuvo un pequeño accidente hoy en la mañana, pero está bien.
—¿Qué pasó? —preguntó Rosati con extrema calma, casi como si se tratara de algún asunto común.
—Se encuentra bien, no se preocupe. Pero parece que trataron de lastimarla.
—¿Siempre por la misma razón? Por su…
El interlocutor esperó un segundo antes de contestar, luego confirmó.
—De ser así, esa tonta no me deja alternativa —susurró Rosati, sacudiendo la cabeza.
—¿Qué quiere que haga, diputado?
—¿Todavía tiene contactos con esa agencia?
—Ya entendí, diputado, ¡no diga más por teléfono!
Rosati sonrió mientras empezaba a bajar las escaleras del Palacio de Montecitorio, sede de la Cámara.
—Bueno, habla con ellos y asegúrate de que hagan su trabajo bien y con discreción.
—Delo por hecho.