El vehículo de Andreas Henkel marchaba lentamente por la calle nevada: era una gran camioneta americana automática y con neumáticos para la nieve. Aunque había planeado bien aquella noche, el agente del Servicio Secreto Vaticano nunca hubiera imaginado que justo la noche crucial de la misión requeriría la tracción de las cuatro ruedas para moverse ágilmente por Turín, tan helada y desierta. Había tenido suerte, como siempre.
No obstante su indudable atractivo, Henkel no era un hombre guapo: su rostro poseía rasgos duros y angulados, su piel era pálida y áspera, los ojos, profundos y oscuros; llevaba corto el cabello negro y era de estatura media. Pero en general tenía un aspecto tranquilizador que le había permitido conseguir resultados halagadores, como él mismo gustaba definirlos, con muchas de las mujeres que se cruzaron en su camino, tanto en el trabajo como en su tiempo libre.
Poco después de las nueve de la noche el vehículo se detuvo en la Via San Domenico, muy cerca de la catedral de Turín, justo enfrente del museo del Santo Sudario.
Un cura envuelto en un largo abrigo negro lo esperaba tras una puerta de vidrio. Apenas apagó el motor, salió de la penumbra y, bajo la nieve que caía, se acercó a la camioneta; el hombre se quedó parado, con el paraguas abierto, al lado del vehículo. Henkel bajó el vidrio y lo midió con la mirada.
—¡Suba! —ordenó.
El cura no se movió ni un centímetro y recitó la frase que había preparado:
—Acaban de hacer la inspección.
—Me imagino que está todo bien —contestó Henkel sonriendo.
El religioso trató de demostrar más seguridad de la que sentía realmente.
—¿Estaremos haciendo lo correcto? —preguntó.
—Usted no estaría aquí si no lo creyera así.
El cura levantó una pequeña maleta de metal gris y la pasó a través de la ventana al agente del Vaticano. Henkel la sujetó con ambas manos y la puso en el asiento del pasajero, luego entregó al hombre un aparato negro un poco más grande que una moneda de un centavo.
—Ya sabe lo que tiene que hacer. ¡Tiene menos de una hora! —remató.
No esperó la respuesta. Cerró la ventana, metió primera y se dirigió otra vez hacia la plaza San Carlos.
El cura se quedó inmóvil observando el vehículo que se alejaba y después de lanzar un largo suspiro, con el transmisor GPS en la mano, caminó rápidamente hacia la catedral.