Luciano Spada solía decir que para saber a ciencia cierta si un hombre había sido feliz durante su vida, había que esperar hasta su último día. Si alguien se lo hubiese preguntado a él esa mañana, seguramente habría conseguido una respuesta afirmativa.
A las ocho en punto, sin imaginar lo que el destino le deparaba, pasó la puerta de Sant’Anna caminando rápido; dejó atrás a los guardias suizos apostados delante de la entrada del torreón de Nicolás V, el imponente edificio circular que era sede del Banco Vaticano, y entró.
Spada era un hombre que pasaba su vida entre la casa y la oficina, y recorría aquel camino a pie todos los días, bajo cualquier condición climática. El IOR, su banca, era lo más importante para él.
—Buenos días, presidente —le dijo su asistente personal cuando llegó, mientras colgaba su gabardina en el perchero y le pasaba un periódico.
El asistente, de edad indefinida, esmirriado y con entradas en la frente, no esperó la respuesta. Preparó un café y puso en el escritorio del presidente una bandeja con azúcar y galletas; luego se dirigió hacia la puerta.
Cuando sonó el teléfono unos segundos después, el asistente ya había salido de la oficina.
Antes de contestar, el presidente del IOR observó una bolsa sellada sobre el teclado de la computadora que no había notado antes. Ya había pasado otras dos veces, e imaginaba lo que podía contener.
—¿Bueno? —dijo mientras abría la bolsa.
—Tienes un problema —empezó una voz tajante, con tono autoritario. Era una voz absolutamente conocida.
—Creo que marcó a la persona equivocada, Eminencia —contestó tímidamente Spada.
Del otro lado del teléfono hubo una carcajada, y luego otra frase tajante.
—El que está equivocado es usted, presidente.
Presidente. Nunca lo había llamado así. Spada dejó la bolsa en el escritorio para prestar más atención a su interlocutor.
—Deje el IOR fuera de sus negocios.
Spada empezó a sudar, aunque el aire en la oficina estuviera fresco. Se aflojó el nudo de la corbata y se apoyó en el respaldo del sillón.
—¿De qué negocios habla, cardenal?
—De negocios que usted conoce perfectamente. Spada, yo hago mi trabajo, que es presidir la Prefectura para los Asuntos Económicos, o sea, controlar su labor, y de verdad, hasta este punto usted fue irreprensible.
Spada pensó que por lo menos esto se le reconocía.
—Pero le hablo como amigo… Creo que usted tiene un problema con el asunto yugoslavo.
En un segundo, Spada sintió que su mundo se hundía. Jiménez sabía. ¿Cómo era posible?
—No sé a qué se refiere, cardenal.
Desde el otro lado de la línea se oyó otra gran carcajada.
—Luciano, ahora te voy a hablar como amigo.
Spada notó que Jiménez le hablaba de tú, remarcando lo de ser un «amigo».
—Sé que el juicio en América podría darte muchos problemas. Sé que tienen un expediente notable sobre ti, y sé que limpiaron la mayoría del dinero procedente de los lingotes.
Aquellas palabras golpearon a Spada como proyectiles de bazuca. Jiménez lo sabía todo.
—Si todavía hay una parte de oro por limpiar, te recomiendo moverla lo antes posible. No quiero que el asunto se vuelva un problema para el IOR.
Spada no contestó, su lucidez parecía definitivamente puesta en duda.
—Ya tuvimos muchos problemas y el Santo Padre no podría tolerar más escándalos.
—Yo soy una persona de confianza —balbuceó Spada, apoyando los codos en el escritorio y sosteniéndose la frente con la mano.
—Lo sé, y eres bueno en tu trabajo; justo por eso te estoy avisando. El americano acaba de recibir un expediente que reconstruye todo el asunto, y no quisiera que perdieras el control de la situación.
—¿Cómo lo sabe?
—¿Tienes confianza en los amigos?
—Sí, pero no se trata de eso…
—Ten confianza. Si por casualidad tienes que mover unos lingotes, muévelos. Haz todo lo posible para evitarle molestias al IOR, a mí, y a la Santa Sede.
Por casualidad.
—Está bien. Si lo tengo que hacer… —aquellas palabras sonaban como el reconocimiento de una culpa.
Apenas colgó el teléfono, Spada se dejó caer en el respaldo del sillón y cerró los ojos.
Debía mantener la calma, pero en aquel momento el corazón le latía con tanta fuerza que parecía a punto de estallar.
Tenía que pensar. Movió la cabeza y empezó a masajearse las sienes.
Después de una breve reflexión decidió que era mejor distraerse, tal vez así se calmaría y podría enfrentar el problema con mayor lucidez. Volvió a agarrar la bolsa que había abierto al principio de aquella llamada y sacó su contenido. Era exactamente lo que esperaba, una hoja con un mensaje inequívoco: «Sigue con otra cuota.»