En Santa Mónica el día era gris.
Robert Maina acababa de acompañar a sus hijos a la escuela y se dirigía hacia su despacho por la carretera de cuatro carriles que bordea el océano.
Mientras estaba detenido en un semáforo, frente al muelle de madera del Fisherman’s Wharf, sonó su teléfono.
—Robert Maina —dijo.
—Buenos días, abogado Maina —su interlocutor hablaba bien inglés, pero con pronunciación extranjera—. Mi nombre es Fossati, Lorenzo Fossati, y le llamo de Roma.
Otra vez de Roma. Esa historia se estaba volviendo molesta.
Maina trató de ser lo más amable que pudo, pero sus palabras no sonaban para nada amigables.
—Ya hice lo que me pidieron.
Del otro lado del teléfono hubo un momento de desconcierto.
Maina apartó la mirada de la calle y giró la cabeza hacia la derecha: veía un gran estacionamiento rodeado de palmeras, y a lo lejos el océano azul. Un poco más allá, podía ver las montañas rusas del muelle.
—Ya envié ese fax —insistió.
Fossati no entendió de inmediato.
—Efectivamente, lo recibimos. Ahora quisiéramos alguna explicación: yo soy fiscal del Tribunal de Roma y estoy analizando su fax.
—Ustedes me lo pidieron y yo se los envié —dijo Maina con tono irritado.
Fossati se dio cuenta de que en aquella conversación había algo raro. ¿Alguna palabra que no entendió? Dudó que fuera una cuestión de idioma, su inglés era perfecto. ¿Pidieron a Maina que enviara el fax?
—¿Me está diciendo que no fue idea suya enviarnos los documentos?
Maina se echó a reír.
—¿Es una broma? Esos documentos valen oro. Ustedes me los pidieron y yo no tuve más opción que enviárselos, para no obstaculizar su investigación y que no me acusen de complicidad.
—Aquí hay un malentendido, abogado. Si alguien le pidió enviarlos, ese alguien no fuimos nosotros.
Maina jadeó, todavía no entendía el error que había cometido.
—Primero me llamaron, luego tuve una junta con un colega suyo, llamado Dante… No recuerdo el apellido. Me dijo que había una investigación abierta y me sugirió enviar esos documentos para no obstaculizarla.
—No voy a insistir; preguntaré a mis colegas. Pero me parece raro, porque estoy coordinando la investigación sobre Spada y yo recibí su fax…
Un ruido como de descarga eléctrica cortó la llamada, la conversación se interrumpió sin que Fossati oyera alguna respuesta.
Maina se quedó pasmado. Iban a pasar unos minutos antes de que entendiera realmente la importancia de aquella llamada y el gravísimo error que había cometido.
Llegó a su oficina, estacionó el coche en el lugar reservado y recogió el maletín del asiento posterior.
Solo dio dos pasos cuando una punzada aguda en la espalda lo inmovilizó.
Le habían disparado.
Se arrodilló, perdía sangre. No vio la moto que escapaba a gran velocidad hacia el muelle.