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Henkel conocía muy bien los software de espionaje, en su carrera los había usado mucho, y había programado personalmente uno para esta misión.

Llegó al apartamento de Weistaler al día siguiente de la plática con el Papa.

Mis predecesores libraron muchas batallas por reliquias de valor simbólico muy inferior al del Sudario. Mientras subía rápidamente las escaleras del Palacio de San Carlos, al interior de la Ciudad del Vaticano, en su mente resonaban las palabras del pontífice: Su hallazgo es de vital importancia para la cristiandad.

El principal sospechoso era Curt Weistaler, pero él no podía ser la mente detrás de todo. Aunque debía conocer muchos detalles… La mejor manera de conseguir información sobre él era utilizar las debilidades del suizo. Henkel no podía seguirlo abiertamente y arriesgarse a que lo vieran.

Weistaler siempre traía consigo su querido smartphone Next M1. Con ese aparato tomaba apuntes, hacía llamadas, se orientaba gracias a la antena GPS integrada. Henkel sabía que si lograba instalar un spyware en el smartphone de Weistaler, sería capaz de conseguir información relevante.



Henkel había entrado al apartamento de Weistaler dos horas antes; mientras el inquilino estaba fuera, instaló una microcámara inalámbrica del tamaño de la cabeza de un alfiler encima del arco del vestíbulo, y había salido. Luego se quedó en el interior de su coche durante casi dos horas hasta que Weistaler regresó a su apartamento.

Henkel esperó otros diez minutos, hasta que en la pantalla de su teléfono conectado a la microcámara apareció la imagen de Curt Weistaler con una bata en la mano.

En ese momento se lanzó hacia las escaleras.

Su respiración era agitada. Se volvió hacia atrás, para comprobar que nadie lo hubiese visto. Luego miró la gran puerta de madera de nogal y ensartó en la cerradura una llave extraña, del tamaño de un pasador y con la parte final recta.

La operación fue veloz y silenciosa: Henkel hizo girar la manija y la puerta se abrió sin dificultad. Entró al apartamento de Weistaler sin hacer ruido.

El Coronel Guapo todavía estaba en la regadera, Henkel lo oyó cantar. El agente secreto examinó el vestíbulo en busca de la ropa de Weistaler. En el sofá de terciopelo café no había nada, en la mesa solo vio unas llaves, en el respaldo de una silla encontró una camisa, pero no tenía nada. Nada de smartphone, ni había otras prendas.

Henkel recorrió el pequeño pasillo que llevaba al cuarto; cuando pasó frente al baño se ocultó pegándose al muro. Si Weistaler hubiese salido de la regadera en ese momento, lo habría visto.

Henkel rozó el muro con la espalda, casi sin respirar, y llegó al cuarto. Las ropas estaban tiradas en la cama matrimonial. Henkel palpó primero el suéter, y finalmente sintió la silueta rectangular del teléfono en los jeans.

Lo sacó, poniendo atención en no mover las demás prendas; conectó el teléfono de Weistaler al puerto universal de su teléfono y apretó la tecla «Enviar».

Los datos pasarían de una tarjeta de memoria a la otra en pocos segundos. El software que Henkel estaba metiendo en el aparato de Weistaler se ocultaría entre los archivos ya existentes, el suizo seguramente no lo encontraría.

Cuando la descarga estaba al cuarenta y cinco por ciento, hubo un imprevisto: el grifo de la regadera se cerró. En el apartamento hubo completo silencio.

Henkel se quedó sin respirar, inmóvil en el centro del cuarto, con los dos teléfonos en la mano. No oía ningún ruido. Curt había cerrado el agua, pero aún no salía de la regadera.

Henkel se movió detrás de la puerta; si Weistaler saliese del baño no lo vería, a no ser que entrara en el cuarto.

Pasaron diez segundos interminables. Luego veinte. Todavía silencio.

Luego el agua de la regadera volvió a fluir.

Henkel sonrió por haber librado el peligro. El Coronel Guapo tenía que haberse dado champú un largo rato.

La descarga estaba al ochenta y seis por ciento.

Henkel tuvo que esperar unos segundos más antes de desconectar los dos aparatos.

Solo debía aguardar a que el spyware recopilara los datos necesarios y se los enviara. Weistaler tenía que conectarse a internet y el programa de espionaje transmitiría toda la información.

Henkel dejó el Next M1 en su lugar, volvió a arreglar las prendas en la posición en que las encontró, y se dirigió hacia la salida con la misma cautela extrema que había utilizado antes.

Se necesitaba una breve conexión para enviar un pequeño flujo de datos, pero Henkel no sabía y no podía prever que aquellos primeros bytes nunca habrían de llegarle.