Seúl, mediados de mayo. El día siguiente al encuentro entre Osios y Edward
El comandante Hawang siempre fue un oportunista. Había nacido en Seúl cuarenta y tres años antes, en una familia acomodada, y siempre supo sacar provecho de sus relaciones, de sus amigos y de sus familiares. Cada uno, por su parte, podía ayudarlo a subir un escalón en la vida, y Hawang aspiraba a llegar muy alto.
Con el transcurso de los años, su filosofía de vida se había alejado de las enseñanzas confucianistas que recibió cuando era joven, pero tal vez le permitieron convertirse en el hombre que era. Su padre, un hombre muy influyente, era un estudioso de la tradición, no había olvidado su pasado y le habría gustado que su hijo hiciera lo mismo.
Desde niño, siguiendo la costumbre coreana, lo habían llevado a visitar las tumbas de sus antepasados. Dos veces al año acudían a los lugares de culto, y de adulto recordaba que lo obligaban a cumplir con esas visitas. Varias veces llegaron a pie, tras largas caminatas, al lejano pueblo de los abuelos del padre, que no aparecía en ningún mapa.
Cuando joven, Hawang pasó allí casi todos los meses de las vacaciones, en aislamiento y en meditación.
Demasiado aislamiento para un niño que, por el contrario, quería descubrir el mundo. Las tumbas eran cúmulos de tierra recubiertos de hierba y dominados por grandes lápidas donde estaban tallados en antiguo chino los nombres de los familiares muertos y los de los vivos que, un día, llegarían allí para el eterno descanso.
También el nombre de Jin Hawang aparecía en aquellas lápidas, pero cuando fue lo suficientemente mayor, decidió que no le importaban nada las tumbas, las tradiciones y los antepasados. Aquella vida no le pertenecía. El joven Jin tomó su camino, opuesto a las enseñanzas recibidas.
Entró en la academia de vuelo de Seúl a los veintitrés años gracias a la recomendación de un amigo de la familia, poco después consiguió la licencia de piloto y, gracias a otro apoyo, fue contratado en la compañía de charters más importante de Corea.
Luego, gracias a sus papás, conoció al administrador de una gran empresa de electrónica y se volvió su piloto personal. Aquel hombre, y sobre todo las personas que conoció durante ese periodo, cambiaron su vida.
A finales de los años noventa fundó su propia compañía de vuelos privados, con la ayuda de un socio que invirtió fondos de procedencia dudosa. Jin rentaba aviones cinco estrellas, de extra lujo, a ricos hombres de negocios, los mismos que frecuentaba en años pasados.
Su pequeña flota incluía dos magníficos y costosísimos Falcon 2000, equipados con todas las comodidades, y un Cessna Citation 500 para ocho personas, para los viajes más cortos.
El comandante Hawang se había vuelto un empresario muy conocido, pero no dejó su primer trabajo de piloto. Algunas veces, para clientes especiales, el administrador de la sociedad de renta volvía a la cabina y realizaba despegues, vuelos y aterrizajes.
Justo esto ocurrió ese día, a las siete de la noche de un martes de mediados de mayo. El Falcon empezó el descenso hacia el aeropuerto internacional Ezeiza de Buenos Aires. El comandante Hawang pilotaba de buen humor, el cheque recibido de Osios era por una cifra considerable y la cuestión se podía volver muy rentable.
Durante el vuelo de Corea a Argentina, Flavio Osios se había dormido varias veces, pero ahora estaba completamente despierto, sentado en el sillón de piel blanca de la lujosa cabina.
Hay Shin Yang y Doo Woong Yoo estaban cada vez más cerca.
Le quedaba claro que los dos científicos habían sido contratados por la empresa Helmholtz para continuar con sus estudios. Cuando los encontrara, entendería su relación con Weistaler.