Finales de 2001
Después de los acontecimientos del 11 de septiembre, Estados Unidos se volvió tierra fértil para sentimientos de odio religioso. Los fieles más extremistas consideraron el ataque a las Torres Gemelas como un atentado contra la cristiandad.
En aquel periodo, gracias a la iniciativa de unos ricos hombres de negocios de todo el mundo, nació un grupo que escogió como símbolo una cruz roja al interior de un escudo blanco, el mismo símbolo que utilizaban los cruzados.
Se llamaron Illuminati per voluntatem Dei, «Iluminados por la voluntad de Dios», y creían ser los únicos portadores del verdadero conocimiento. Estaban convencidos de que la Iglesia de Roma era demasiado frágil, y mostraría sus debilidades a los musulmanes. Escogieron el lema Deus vult, «Dios lo quiere», el mismo empleado en la primera cruzada, impulsada por Urbano II casi mil años antes.
En el mes de octubre de 2001 la noticia de la formación de esta congregación llegó al Vaticano. Lo que causó sensación fue que entre los miembros de aquella secta, además de masones, había también algunos religiosos.
Cuando enviaron a Andreas Henkel a Nueva Jersey, en noviembre, el agente secreto pudo leer el manifiesto de la congregación, titulado El malicidio.
El documento estaba escrito en un pergamino, y en lo alto reproducía el símbolo cruzado al interior de un escudo blanco.
El contenido, aparentemente sencillo, era inquietante. Solo había una manera de derrotar al mal y reafirmar los valores del cristianismo: transformar la lucha contra el terrorismo en una nueva cruzada.
Habían convocado a la junta en una mansión con cuarenta hectáreas de parque. Henkel llegó poco antes de la medianoche.
Había varios coches estacionados, y cuando su limusina se detuvo, un joven vestido de frac le abrió la puerta.
—Buenas noches —dijo.
El joven acompañó a Henkel al interior de la mansión: se trataba de una especie de reproducción de la Casa Blanca de Washington, con la fachada de mármol blanco, el tejado en declive y la escalinata llena de velas.
El interior era lujoso, decorado con estatuas imponentes, tapices y mármoles resplandecientes. En un primer momento, el agente tuvo la sensación de que lo habían catapultado a un baile del siglo XVIII: en una esquina del gran salón había un cuarteto de instrumentos de cuerda, y vio a numerosas damas de largos hábitos y peinados vistosos. No parecía la junta de una secta.
Cuando llegó el dueño de la casa, Henkel lo reconoció: era un petrolero sudamericano con muchos negocios en Estados Unidos. Se llamaba Ernesto de la Cruz y había perdido a su esposa en el atentado a las Torres Gemelas.
—Bienvenidos, amigos —dijo en perfecto inglés—. Si gustan seguirme a la otra sala, con todo gusto voy a ilustrarlos sobre nuestro proyecto.
Los invitados, con copas de champán en la mano y la boca llena, se trasladaron a una sala que parecía un anfiteatro. El escenario se encontraba en la parte baja y había varias filas de butacas dispuestas en círculo. Del pequeño atril, al centro del escenario, colgaba una gran bandera con el escudo cruzado.
Cuando todos se sentaron, el dueño de la casa empezó.
—Gracias por estar aquí, por haber leído y probablemente aprobado nuestro manifiesto. La cristiandad está en peligro. Nuestro futuro, así como lo imaginamos, está en peligro. La Iglesia de Roma, aunque yo personalmente la aprecie, no está haciendo lo suficiente para proteger los intereses de los cristianos en el mundo. Los infieles ya nos atacaron, y podrían volver a hacerlo pronto —De la Cruz recalcaba bien las palabras, las pronunciaba lentamente, y hacía referencia a todo lo que un buen cristiano hubiera considerado fundado.
»La Yihad, o sea la guerra de agresión y conquista hacia los que no son musulmanes, se dirige contra nosotros. Para nuestros enemigos este es el principio fundamental de su religión, el principio conocido como el Sexto Pilar del Islam. Este es el enemigo que debemos enfrentar, un enemigo que nos ataca en nuestra casa para someternos al dominio islámico.
Henkel escuchaba con atención. Había sido invitado como presidente de una sociedad rusa gracias a una donación de tres millones de dólares; la fachada era necesaria para que no se supiera que el Vaticano vigilaba a la nueva congregación de los Illuminati y los prelados involucrados en el proyecto.
Antes de participar en la reunión se había documentado sobre las obligaciones fundamentales para los musulmanes, los Pilares: el testimonio de la fe, la oración, la limosna, el ayuno y el peregrinaje. El Corán no mencionaba ningún Sexto Pilar.
—Muchos creen que los cristianos iniciaron las hostilidades contra los musulmanes, pero olvidan que fueron los segundos quienes ocuparon los lugares donde nació el cristianismo. Cuando en el Concilio de Clermont se decidió un peregrinaje a Tierra Santa, nadie habló de cruzada. Las armas se volvieron necesarias para defender a los peregrinos, y no se utilizaron con fines agresivos, como se dijo en años posteriores; solo un siglo después de este primer peregrinaje, en 1135, la cristiandad usó las armas con finalidad preventiva. Pero esto pasó a causa de la caída de Edesa —prosiguió De la Cruz.
Henkel conocía bastante bien la historia de las Cruzadas como para saber que la interpretación propuesta por el orador era muy personal y no correspondía a la realidad. Le parecía que De la Cruz manipulaba convenientemente referencias históricas y de la cultura islámica para respaldar sus débiles argumentos, pero el anfitrión había usado una expresión que pronto se pondría de moda entre los republicanos de Estados Unidos: guerra preventiva.
—¿No ven una analogía entre el ataque a las Torres Gemelas y la caída de Edesa? ¿No reconocen en ambos casos un ataque a la cristiandad? Fue justo en el periodo de la caída de Edesa que se acuñaron las palabras cruzada y malicidio. Y hoy tenemos que volver a pronunciarlas; tenemos que volver a luchar por todos los medios necesarios para defender a la cristiandad. Empezaremos otra vez las Cruzadas. —en aquel punto, Ernesto de la Cruz se detuvo: su pausa teatral dio ocasión al público de reflexionar, entre los aplausos, sobre las palabras escuchadas, y la oportunidad de observarlo mejor. Quien lo conocía sabía que era un hombre sin escrúpulos, duro y seguro de sí mismo. Pero también era un hombre de muchos recursos, gran experto en la historia cristiana y, recientemente, muy apasionado en el estudio de la religión. Seguramente, quien lo conociera bien habría dicho que era un ferviente republicano.
—Fue San Bernardo de Claraval quien elaboró la teoría del malicidio. Si se mata un musulmán, se mata a alguien malo; no se mata un hombre, sino el mal que está intrínsecamente en él. Este es nuestro objetivo. El terrorismo islámico es una peste de escala mundial, un parásito que debemos aplastar por todos los medios a nuestro alcance… La pregunta es: ¿hasta dónde podemos llegar para destruirlo? No debemos responder a la violencia con violencia. A veces la guerra preventiva es necesaria, pero estamos aquí para exigirnos a nosotros mismos algo más.
Henkel se acomodó en la butaca, listo para escuchar el final de lo que parecía un discurso político más que un mensaje religioso.
—¿Saben por qué elegimos el nombre de Illuminati? —siguió el petrolero—. En el Medievo consideraban herético a quien trataba de hacer progresar al género humano difundiendo el conocimiento. La Iglesia aniquiló a los Illuminati para esconder su propia debilidad, y por miedo al progreso. La misma debilidad y torpeza que nos ponen en peligro hoy, día tras día.
Henkel no entendía adónde quería llegar De la Cruz, pensaba que el argentino mezclaba conceptos extremadamente dispares: por ejemplo, la palabra Illuminati evocaba viejos dualismos entre ciencia y religión. El nombre de «Iluminados por la voluntad de Dios», por el contrario, iba en dirección opuesta, casi combinando fe y ciencia. Henkel volvió concentrarse en el discurso del orador.
—También nuestra tarea es hacer progresar al género humano… y lo haremos. Lo haremos de una manera nueva, que tal vez el mismo Galileo apreciaría. Pondremos el progreso al servicio de la voluntad de Dios.
De la Cruz hizo una pausa. Se veía sudoroso y cansado, pero debía de haber llegado casi al final del discurso. Tomó agua de un vaso y continuó.
—Nosotros conocemos el camino, el camino que Dios nos indicó. Pero de todas maneras necesitamos un nuevo guía. Necesitamos a alguien que sea tan autorizado, que nadie pueda atreverse a contradecirlo. Necesitamos un nuevo Salvador.
Henkel estaba perplejo, aquellas palabras rayaban en la blasfemia. Sabía que habían invitado a la reunión a unos cardenales, y reconoció a algunos de ellos en la platea. Henkel observó al público, para ver si alguien se mostraba incómodo frente a esas afirmaciones, pero nadie abrió la boca.
—Debemos hacer todo lo posible para tener a un nuevo Mesías, que reafirmará para siempre al cristianismo. Nosotros, con nuestra congregación, regresaremos la luz a la cristiandad.
Todos los presentes estallaron en sonoros aplausos; también Henkel, para no provocar sospechas, aplaudió de manera convencida.
—Necesitamos un nuevo Mesías y seremos escuchados. No habrá límites para alcanzar este fin superior, usaremos todos los conocimientos científicos que poseemos.
Un nuevo aplauso llenó el auditorio.
—La voluntad de Dios es clara. Haremos todo para secundarla.
De la Cruz levantó la mano derecha y pronunció las últimas palabras:
—Con la ayuda de la ciencia, haremos la voluntad de Dios. El Salvador regresará. Deus vult.
El público respondió con la misma frase:
—El Salvador regresará. Deus vult.