Finales de mayo, una semana antes del viaje a Buenos Aires
«Deposita otra cuota», decía el mensaje que Luciano Spada había encontrado en su escritorio.
Hacía unos cuantos días que en la Helmholtz habían obtenido los primeros resultados positivos.
Spada no había ejecutado a tiempo aquella orden y su situación cambió de manera drástica. Alguien lo había traicionado: consiguió mover sus lingotes a otro banco sin problema, pero al entrar en Francia lo habían detenido. Ahora estaba allí, encerrado en una celda de dos metros por dos, acostado en un catre demasiado rígido para su espalda. Durante cuarenta y ocho horas nadie se asomó para visitarlo ni para interrogarlo ni para preguntar cómo estaba. Y no se sentía para nada bien.
Después de la detención lo habían llevado a Roma en un coche de la policía italiana. En la capital ocupaba un cuarto sencillo, con baño, en la Via della Lungara número 29, en Trastevere: la cárcel de Regina Coeli.
Spada se preguntaba si en el Vaticano ya sabían de su detención, y si los medios ya conocían la noticia.
Su único consuelo era que su tesoro personal estaba resguardado.
Cuando oyó unos pasos se sentó en el catre. No había dormido mucho: tenía los cabellos desgreñados, la barba larga y los ojos cansados y hundidos.
La puerta chirrió y entraron dos carceleros.
—Presidente, por favor, síganos —dijo uno.
Spada tuvo tiempo de ponerse un suéter, y luego los guardias lo escoltaron a través de la nave central de la cárcel: un pasillo con las paredes pintadas de verde, como si fuera un hospital, y con el techo redondeado con tragaluces esféricos.
Cuando Spada entró a la sala de interrogatorios, solo había un hombre a la espera. Era bastante joven y bien vestido, y tenía las manos cruzadas sobre la mesa.
—Buenos días, presidente. Soy el licenciado Lorenzo Fossati, el fiscal que coordina esta investigación.
Spada hubiese querido preguntar: «¿Cuál investigación?», pero no lo hizo.
Antes de decir cualquier cosa, esperaría a su abogado. Conocía muy bien la ley: si se trataba de un interrogatorio de garantía, tenía derecho a asistencia legal.
Miró el lugar. No se parecía en nada a esas salas de interrogatorios que se ven en las películas. Más bien le recordaba la estancia de una casa de los años cincuenta: faltaba el televisor en blanco y negro, pero había un pequeño sofá con tela floreada, papel pintado, una lámpara recubierta de papel Manila, y hasta una ventana con cortinas. Sin barrotes. No había un vidrio a través del cual los otros investigadores pudieran observar el interrogatorio, pero en las esquinas del cuarto había dos cámaras y en la mesa dos micrófonos grandes.
—Empezaré con lo más antiguo; si digo algo que conoce, páreme —aclaró Fossati, sacando un legajo de una carpeta—. ¿Conoce las operaciones Relámpago y Tempestad?
Spada sacudió la cabeza.
—Se trata de operaciones militares que llevó a cabo el ejército croata contra los serbios en mayo de 1995 —explicó Fossati—. No voy a extenderme. Cuando el ejército serbio de Slobodan Milosevic ocupó la Krajina, en Croacia, y las llanuras de Eslovenia, ambos territorios católicos, la milicia croata trató de reconquistar las regiones perdidas precisamente con las operaciones Relámpago y Tempestad.
—No entiendo qué tengo que ver con todo eso —observó Spada, sinceramente sorprendido por las palabras del fiscal.
—En aquel periodo empezó una de las limpiezas étnicas más crueles de la guerra en la antigua Yugoslavia. En 1995 el conflicto ya contaba unos años desde su inicio, y la católica Eslovenia, apoyada por Alemania, Austria y también por el Vaticano, había ganado su independencia. Para ser breves, cuando los croatas, también católicos, expulsaron a los serbios de esos territorios a finales de 1995, desaparecieron de las arcas de Milosevic casi seiscientos millones de francos suizos en lingotes de oro, dinero que probablemente sería destinado para financiar la guerra en Croacia.
—Creo que deberíamos esperar a mi abogado, licenciado Fossati.
—Como prefiera; los guardias pueden acompañarlo a su celda. Usted puede nombrar a un abogado defensor, o nosotros podemos designarle un abogado de oficio; pero como es fin de semana, no será algo rápido. Además, usted sabe que muchas veces los periodistas se enteran de información reservada justo de esta manera.
Spada entendió lo que quería el fiscal. La prensa no sabía nada de su detención. Tenía dos alternativas: escuchar a Fossati, esperando que la prensa no se enterara, o insistir sobre sus derechos. Decidió secundar al fiscal.
—O podría quedarme aquí, escuchándolo a usted.
—Exacto, y si escucha algo que conozca, me detiene —siguió Fossati—. Los croatas reconquistaron los territorios que hasta 1998 fueron administrados por las Naciones Unidas. Mucha gente en el Vaticano se alegró de esto, y no solo por razones religiosas. Durante esos tres años, de 1995 a 1998, mil ochocientos kilos de oro desaparecieron. Nuestros lingotes.
—¿Por qué me cuenta estas historias?
—¿Conocía a Clemente D’Oria?
—Claro —contestó firme Spada.
—¿Sabe que en 1999 un reporte oficial de Estados Unidos afirmaba que la Santa Sede había almacenado y utilizado el oro de Milosevic?
—En 1999 no tenía ninguna relación con el Vaticano.
—Pero conocía a Clemente D’Oria.
—No entiendo su punto —dijo el presidente.
—Desde 2007 el Vaticano y el IOR fueron acusados, frente a un tribunal de California, de haber blanqueado ese oro por medio de la Reserva Federal de Nueva York. Según nuestra tesis acusatoria, usted hizo parte del trabajo cuando era presidente del Banco de Ivrea, que tenía relaciones con el Vaticano; después, el trabajo lo llevó adelante su amigo D’Oria. ¿Cómo fue que el Vaticano metió en sus arcas este oro? ¿Fue un intercambio por el apoyo a la independencia de Eslovenia?
—No tengo idea. Me parece pura fantasía.
—Déjeme llegar a mi punto. Sabemos que una pequeña parte del botín, si podemos llamarlo así, se la quedó usted.
Spada se acomodó en la silla, con una sonrisa nerviosa en la cara.
—Imaginemos que esta parte no nos interesa… —dijo el fiscal.
—¿Entonces qué les interesa? —preguntó Spada, con la mirada hacia la ventana.
Fossati no contestó, observó la videocámara colocada frente a él y esperó hasta que se abrió la puerta.
Entró a la sala Stella Rosati, vestida con un traje elegante y una camisa blanca.
—Le presento a mi colega, la licenciada Rosati.
Spada ni siquiera levantó la cabeza.
—No entiendo adónde quieren llegar.
—Para nosotros el asunto de los lingotes está bastante claro. Queremos saber si usted desea darnos… otro tipo de información.
—¿Sabe qué es esto? —preguntó Stella de pie al lado de Spada, mientras le mostraba una hoja blanca doblada en tres partes.
El presidente del IOR recogió la hoja y la leyó: Deposita otra cuota, decía el mensaje.
—Pero… —Spada trató de quejarse, pero Stella lo acalló.
—Le echamos un vistazo a sus cosas, con discreción.
—Esto se encontraba en mi oficina…
—¿Entonces es suya?
A Spada le preocupaba mucho más un posible registro de la Guardia di Finanza en su oficina, que aceptar que conocía esa carta.
Su cara en los periódicos, el IOR involucrado en un escándalo… Su carrera se habría acabado para siempre. Pero Spada no se daba cuenta de que, independientemente de la Guardia di Finanza, su carrera ya estaba acabada.
—¿Quiere hablar del tema? —preguntó otra vez Stella.
Luciano Spada conocía a Andreas Henkel, y por eso, mientras el presidente del IOR hablaba con Stella Rosati, el agente del Servicio Secreto Vaticano permaneció afuera de la sala, observando el interrogatorio en una pantalla de circuito cerrado.
Stella se había portado de manera inteligente: convenció a Spada de que Fossati le dejaría su oro a cambio de su ayuda en un asunto que no tenía que ver con los lingotes. Utilizaron el anzuelo del oro de Slobodan Milosevic para enrollarlo, y luego le ofrecieron un escape irrenunciable.
La mañana siguiente al interrogatorio, Luciano Spada subió las escaleras de su oficina y entró con la cabeza en alto. Era un día caluroso y el cielo de Roma estaba azul.
Spada había dormido en su apartamento, y pudo bañarse y rasurarse. Lucía mucho mejor que el día anterior.
No tuvo mucha opción, y a final de cuentas pensaba que no le habían pedido un gran favor.
Cuando entendió que el problema no eran los lingotes, y que si todo marchaba bien inculparían del robo del oro a D’Oria, no titubeó mucho antes de vaciar el costal.
¡Que se jodieran todos sus amigos de largos hábitos! ¿La policía quería al culpable tras la ronda de dinero? ¿Querían pruebas? No había problema.
Esa era una idiotez que había costado cien millones de euros, y finalmente alguien la descubrió. Él se había vuelto el arma secreta de los fiscales, y a cambio de su ayuda en las investigaciones conservaría su trabajo y su parte de los lingotes. Como le aseguraron, el registro de la oficina había pasado desapercibido y nadie se había enterado de su detención. Nadie vio desaparecer una carta de su escritorio. Naturalmente, la prensa no sabía nada de todo esto.
Spada saludó con una seña de la mano a su secretario y entró en la oficina.
—¿Tuvo unas buenas vacaciones? —preguntó el empleado.
—Otras han sido mejores —contestó irónicamente el presidente.
Spada se encerró en su oficina y sacó la carta del bolsillo de su chaqueta. Volvió a poner el sobre en el escritorio. Solo tenía que contar una parte de la verdad: la Guardia di Finanza lo estaba vigilando, y no era prudente realizar otro depósito informático. Era preferible llevar el dinero personalmente.
Solo tenía que hacer un viaje de unas horas, y luego regresaría a su vida.
Tomó el teléfono y se apoyó en el respaldo de la silla.