Andreas Henkel y Stella Rosati lograron entrar a la casa diez minutos después de la explosión del helicóptero.
Los hombres del Servicio Secreto Vaticano respondieron al ataque de los tres francotiradores con el apoyo de los guardaespaldas de De la Cruz, que mataron a dos de los atacantes.
El tercer francotirador, apostado en el primer piso de la casa, al sentirse atrapado dejó su posición y se movió hacia la salida.
Stella y Henkel sabían que era necesario detener a De la Cruz. Cuando pasaron el umbral de la casa se encontraron en un gran vestíbulo con dos puertas a la izquierda y un largo pasillo a la derecha. Se quedaron inmóviles por un segundo. Luego, entre los disparos procedentes del jardín, oyeron un ruido sordo: un balazo procedente del interior de la casa.
Stella se movió primero:
—Vino de allí —dijo, indicando el pasillo.
Cuando la puerta corrediza se abrió y los dos entraron en la Sala Roja, se encontraron frente a una escena que parecía un cuadro del siglo XVI: una inmensa sala maravillosamente pintada al fresco y revestida de mármol rosa, y al centro dos hombres, uno tirado en el piso, herido y con una mano tendida, y otro de pie con un revólver negro.
La puerta corrediza se cerró automáticamente detrás de Henkel. En ese momento Flavio Osios, el hombre de pie a unos treinta metros de ellos, se dio cuenta de que no estaba solo.
Se volvió hacia Stella y Henkel, y fijó la mirada en los ojos del agente. Se quedó inmóvil por un segundo, y luego decidió no disparar; recogió una especie de gran huevo de plástico, colocado sobre la mesa, y escapó por una salida secundaria.
—¡No! —gritó De la Cruz, tumbado en el piso.
En un primer momento Henkel no pudo moverse, incrédulo: el que escapaba era Flavio Osios. Después, el instinto del agente tomó la delantera, y echó a correr tras el fugitivo, atravesando la inmensa sala en total silencio.
Stella se acercó a De la Cruz, tendido al pie de la mesa donde se había realizado la primera muestra privada.
Por la mañana habían colocado otra vez el Sudario en aquella mesa para halagar a Luciano Spada, que quería verlo; colgaron de las paredes dos magníficos paños rojos bordados en oro, y unas lámparas dirigían su luz hacia el techo pintado al fresco.
El Santo Sudario hubiera debido permanecer custodiado dos pisos bajo tierra, al abrigo de la luz y de posibles agentes patógenos, donde había estado los últimos cinco meses, pero Spada insistió en verlo.
—No deje que esto cambie nuestros planes —murmuró De la Cruz, dirigiéndose a Stella con la voz quebrada por el dolor.
Tenía una mano llena de sangre, y con la otra taponaba una herida en el cuello.
—Robaron el Sudario, pero el Mesías regresará.
Stella se quitó la chamarra y la puso bajo la cabeza de De la Cruz, que se acostó por completo.
—El cristianismo renacerá y los infieles serán derrotados.
—No haga esfuerzos, perdió mucha sangre —dijo Stella.
—Una nueva historia del cristianismo será… será como… —De la Cruz tosió y brotó sangre de su boca—. Lo haré por ti, Rosario.
Después de aquellas últimas palabras, De la Cruz hizo un gran esfuerzo para sonreír. Luego, pensando en que finalmente volvería a abrazar a su querida Rosario, se dejó llevar por el frío.
Stella sacudió la cabeza y se levantó. Estaba sola en la sala, Henkel seguía persiguiendo al ladrón del Sudario, Flavio Osios.
La Sala Roja se encontraba en el lado oeste de la mansión de Ernesto de la Cruz, opuesto al punto donde había explotado el helicóptero.
Se había construido como un anexo, unido a la casa por medio de un largo pasillo.
Se podía llegar a aquella sala de exhibición privada desde el interior de la casa o por una puerta que comunicaba con el jardín.
Generalmente esa entrada estaba cerrada, la usaban solo para el ingreso de materiales; por allí habían entrado los muebles, las estatuas y los paños que decoraban la sala. En el jardín había una pequeña rampa y, tras un pequeño acceso, se entraba en la Sala Roja pasando por una puerta corrediza igual a la que comunicaba con la casa.
Flavio Osios se había lanzado a través de esa puerta con gran ímpetu. Ahora corría por el pequeño patio oeste de la mansión para alcanzar a la furgoneta negra, que había derribado la reja.
Henkel, al salir al patio, se había tardado unos segundos en localizar a su presa por culpa del sol en los ojos. Ahora corría detrás de Osios con un ritmo de maratonista, pero lo separaba cierta distancia.
La furgoneta negra trató de acercarse a la posición de Osios. Cuando lo alcanzó, la puerta se abrió y Osios entregó el huevo transparente al hombre que lo esperaba al interior del vehículo; luego subió a bordo.
Henkel, a unos veinte metros de distancia, observó lo que pasaba. La furgoneta aceleró y se dirigió hacia la salida.
Osios tenía la respiración jadeante por el esfuerzo, pero se volvió hacia Henkel y le sonrió desde la ventana; luego se volvió hacia el hombre sentado a su lado, un asiático que estrechaba entre sus manos un contenedor que parecía una hielera.
—¡Felicidades! —dijo Hay Shin Yang, tendiéndole la mano.