Hay Shin Yang había conocido a Flavio Osios una semana antes de encontrarse en aquella furgoneta; no imaginaba que su colaboración se volvería tan provechosa. El científico se encontró a un connacional que ya había visto en el pasado.
—Hay un señor que busca información sobre lo que pasa en el piso veintiocho de la Helmholtz. Paga bien —le dijo en coreano.
Hay Shin Yang se convenció rápidamente. Se reunió con Osios en un restaurante mugriento de la zona del puerto de Buenos Aires, un lugar totalmente revestido de madera, desde las paredes hasta el piso, con una gran cabeza de bisonte colgada arriba de la puerta. Se parecía más a un saloon que a un restaurante, pero le habían asegurado que la comida era excelente.
Con Osios se encontraba también el hombre que había invitado al científico coreano, el comandante Hawang.
Hay Shin Yang no se podía definir como un colaborador fiel de su jefe, y esta era la razón principal, pero no la única, para que acudiera a la cita.
Siempre su vida y su carrera habían estado muy unidas a las de Doo Woong Yoo, pero en los últimos tiempos su relación se había enfriado. Además de los frecuentes contrastes profesionales, la gota que colmó el vaso fue el acuerdo estipulado en el contrato con la Helmholtz: Doo Woong Yoo iba a quedarse con una cuota millonaria mientras que Hay Shin Yang recibiría solo las migajas.
Desde su llegada a Buenos Aires, Hay Shin Yang había reflexionado mucho, y decidió que ya no valía la pena invertir en la relación con su jefe.
Además, el experimento que desarrollaban para la Helmholtz no tenía nada de científico. En lugar de elaborar una investigación con métodos y procedimientos más eficaces, como debía de ser, sus estudios se utilizaban solo como medio para llegar a un objetivo discutible.
Para Hay Shin Yang la ciencia lo representaba todo, y de haberlo sabido no habría aceptado ese trabajo con tales condiciones, pero su ilustre colega no lo había escuchado.
—Es una oportunidad para probar el método —le dijo Yoo, tal vez ofuscado por el deseo de regresar a sus microscopios y sus estudios. No le importaba si el procedimiento no estaba probado por completo, y tampoco que, al introducir ADN en una célula ajena, se corría el riesgo de malformaciones.
Doo Woong Yoo no escuchó los consejos de su colega y, según Yang, cometió errores imperdonables en un científico. Yang habría sabido cómo resolver los problemas para llegar a un resultado más seguro, pero el doctor Yoo ya no hacía caso a sus teorías.
—Sé que recientemente entró en contacto con un objeto muy antiguo —inició Osios frente a un gigantesco bistec asado.
—Lo confirmo.
—¿Qué tipo de objeto?
—Mejor no demos vueltas alrededor del tema —declaró Hay Shin Yang—. Solo porque soy coreano no significa que no conozca el Santo Sudario; aunque no soy cristiano, el Sudario es un objeto muy famoso. Entré en contacto con él cuando extraje una muestra. Sé en qué condiciones se encuentra, y dónde lo custodian actualmente.
El comandante Hawang, que en su vida de hombre de negocios había visto todo tipo de cosas, creyó no haber oído bien. Osios no le había contado qué clase de objeto quería recuperar.
—Sé recompensar a las personas que me dan información importante —explicó Osios.
—Entonces llegaremos a un acuerdo. El comandante me dijo que quiere recuperar un objeto que le robaron. ¿Se trata precisamente del Sudario?
Osios no contestó, comió un trozo de carne y asintió con la cabeza; Hay Shin Yang no era nada tonto.
—¿Usted sabe qué tipo de estudios estamos desarrollando en la Helmholtz? —preguntó Yang.
—No creo saberlo —aclaró Osios.
—Podemos convenir algo: yo sé dónde se encuentra el Sudario, y conozco la casa de De la Cruz. Usted recupera el objeto que busca gracias a mi información, pero a cambio me ayuda a llevar a cabo otro proyecto.
—¿Es un proyecto que dejará dinero? —preguntó interesado Osios, mientras comía otro trozo de carne.
—Si el experimento sale bien, dejará mucho dinero —sonrió el coreano.
Dos días después, con la ayuda de Osios, que lo esperaba en el estacionamiento subterráneo, Hay Shin Yang abría la puerta del laboratorio de la Helmholtz en el piso veintiocho. Era de noche, y el doctor Yoo había dejado el edificio hacía dos horas.
Yang se acercó a la gran maquinaria conectada al microscopio electrónico, y se quitó el abrigo. Dejó en el piso la bolsa que llevaba y acercó los ojos al microscopio.
Las células seguían duplicándose sin interrupción en el proceso de mitosis. Todo hasta ese momento estaba funcionando, pero el problema vendría después: de seguir el proceso tradicional, como pretendía el doctor Yoo, estimulando con electroshocks las células introducidas en el óvulo, probablemente la implantación fracasaría.
Era necesario seguir un camino totalmente innovador, pero Doo Woong Yoo no quería hacerle caso.
Yang abrió la maquinaria, muy parecida a una gran incubadora, y se acercó al vidrio donde estaban guardadas las células microscópicas. Con una pequeña jeringa sin aguja tomó una muestra de materia celular y la introdujo en una probeta.
Tenía que ser muy prudente: debía evitar que Doo Woong Yoo se enterase de la toma, y asegurarse de que la materia celular no se dañara.
Metió la probeta en un espacio apropiado de su bolsa, una especie de caja que parecía una hielera portátil; luego cerró la maquinaria y cruzó la puerta.
Luego de cuatro días, Yang se encontraba sentado en la furgoneta negra, con la misma bolsa apoyada en las piernas. Flavio Osios viajaba en el asiento delantero.
También su socio improvisado custodiaba un objeto: un contenedor que parecía un huevo transparente, construido con un polímero plástico especial. En su interior, protegido de cualquier cambio de presión, se encontraba el Santo Sudario.
En ese momento Hay Shin Yang estaba muy satisfecho. Gracias a Osios se había apropiado de las preciosas células creadas en el laboratorio; se trataba de la parte más importante y compleja del experimento. Con aquellas células podía conseguir todos los resultados que deseaba.
Mientras la furgoneta se alejaba, por la ventana observó a Andreas Henkel, parado en medio del patio con las manos en la cabeza.
Yang sonrió para sí: habían dado en el blanco.