Andreas Henkel despertó sobresaltado. Estaba solo, acostado en la cama de su pequeño apartamento cerca de la Porta di Santo Spirito, el lugar donde se quedaba en Roma.
Hacía cuarenta y ocho horas que había vuelto de Argentina con las manos vacías, y todavía no podía creer que perdiera el Santo Sudario por una cuestión de segundos.
Se quedó un momento viendo el techo enmohecido. El cuarto estaba en la penumbra, y apenas se oía el ruido del tráfico de afuera. ¿Cuánto había dormido? No sabía si era temprano por la mañana o media tarde.
Le hubiera gustado que la aventura argentina hubiese sido un sueño, pero desafortunadamente todo había ocurrido.
Cerró los ojos y trató de dormirse otra vez. Por lo general no respondía de esa manera a la derrota, pero el golpe que le había infligido Osios era de los peores en su vida profesional.
En aquel momento no le importaba mucho que por lo menos la segunda parte del plan pudiera resolverse con éxito.
Descubriré quién se esconde detrás de todo esto, y traeré de regreso el Sudario.
Se lo había prometido al Papa, pero había perdido por segunda vez el Sudario.
Hubiera debido imaginarlo. Por supuesto que Flavio Osios iba a responder de alguna forma a la traición de Weistaler.
Dio vueltas en la cama. El aire estaba caliente y húmedo, sudaba. Desde hacía dos días llevaba puesta la misma camisa y los mismos jeans; no se había cambiado desde el regreso a Italia.
Abrió los ojos hinchados y se fijó en los rayos de luz que atravesaban el cuarto: llegaban hasta el escritorio. De repente se quedó pasmado, como si una idea loca lo hubiera iluminado. Miró su pequeño escritorio veneciano, donde estaba una computadora portátil.
Desde hacía días se partía la cabeza tratando de resolver cómo podía recuperar el Sudario, y nunca había pensado en lo más sencillo. ¿Podría resultar tan fácil? Había ideado el plan para llegar a Buenos Aires, pero olvidó la variable Osios. Fue un imprevisto, algo raro para él, pero el daño ya estaba hecho…
Ahora la solución le parecía a la mano.
Se sentó en la cama, todavía incrédulo ante aquella intuición.
Se levantó y alcanzó el maletín traído de Argentina. El dinero estaba allí, intacto. Tenía que devolverlo lo antes posible al IOR; al menos había logrado salvar esos recursos de las manos de Osios y su emboscada.
¿Pero fue realmente una emboscada o una distracción?
El objetivo de Osios era el Sudario, no podía saber que Henkel y Stella iban en camino. Solo fue una coincidencia desafortunada para Henkel, pero le había resultado útil a Osios, que se aprovechó del tiroteo entre los hombres del Servicio Secreto Vaticano y los guardaespaldas de De la Cruz para robar el Santo Sudario.
Henkel no podía imaginar que Osios iba a robar el Sudario ese mismo día.
Encendió la laptop y la conectó a su teléfono. Trató de recordar el nombre del sitio de internet; primero probó con .com, luego con .net, pero no tuvo éxito. Por fin digitó el nombre del sitio con .eu al final, y la página se abrió.
Pensó bien en lo que iba a escribir, y completó la operación rápidamente. Quince minutos después salió y se dirigió hacia el apartamento de Stella Rosati.
—¿Todavía te interesa ayudarme con la investigación? —le preguntó por el interfono afuera de su portón.
—En realidad ya descubrí al asesino de Weistaler y resulta que es la misma persona que se robó el objeto que tú tratas de recuperar —dijo en tono alegre la fiscal—. Pero me conformo con la Helmholtz. Si subes, te ofrezco un café.
Henkel estaba parado frente al portón de madera maciza, justo debajo de la cocina de Stella. Rechazó la invitación.
—Baja si todavía quieres acabar la investigación, porque tengo una idea —remató.