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El 24 de junio, un mes después de la muerte de Spada y de De la Cruz, el mensaje fue entregado en el Vaticano. Se encontraba en un sobre color arena, y cuando su destinatario lo abrió, le temblaban las manos. Se dirigió a su escritorio, un magnífico mueble de madera maciza colocado justo delante de una gran ventana, y sacó la carta con mucho cuidado. Ya había recibido muchos mensajes como este, pero si todo había salido según los planes, esta sería la última carta: se convertiría en el Último Mensajero, finalmente.

La sala en penumbra estaba iluminada solo por una pequeña lámpara colocada cerca de la chimenea. Se puso los lentes y leyó con calma el texto escrito a máquina. Movió un poco la carta hacia la luz que entraba por la ventana: «Experimento concluido con éxito. A la Mère Catherine. Mañana 12:00.»

Se sobresaltó al leer aquellas palabras que había esperado durante años; a duras penas contuvo las lágrimas.

El corazón empezó a latirle alborotado; lo había logrado. Todo había marchado de la mejor manera.

Ahora solo se necesitaba que la huésped terminase su embarazo, y entonces el mundo tendría a su nuevo Mesías. Por su parte, él obtendría lo que deseaba: poder, y sobre todo gloria.

La gente lo recordaría como el Último Mensajero, la persona encargada de divulgar la palabra de Dios entre los hombres.

Después de unos años podría escribir la historia del Salvador en un nuevo Evangelio.

En Roma el sol estaba poniéndose. Se acercó a la ventana y alejó una cortina para ver el cielo enrojecido por encima de la cúpula de San Pedro.

Su respiración era agitada a causa de la emoción; cerró los ojos y recordó aquella reunión en Nueva Jersey, poco después del 11 de septiembre de 2001. Le parecía que hubiese transcurrido una vida.

La vigilia de un nuevo amanecer había llegado. Al siguiente día un nuevo sol habría salido.