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La formación de aviones MB339 atravesó el cielo ante la mirada atenta del público, y realizó la característica maniobra llamada «Alona». Desde las colas de los aviones, dispuestos en forma de golondrina, empezó a salir humo de colores: verde, blanco y rojo. El avión líder atravesó las estelas, subiendo en vertical.

Era la parte final del Air Show y Andreas Henkel estaba sentado en una pequeña tribuna cerca de la pista de aterrizaje del aeropuerto militar de Pratica di Mare, cerca de Roma.

La gente estaba inmóvil con la nariz hacia arriba mientras observaba las evoluciones de los aeroplanos de la Patrulla Acrobática Nacional, conocidos como las Flechas Tricolores.

El estruendo era atronador, y los aplausos del público muchas veces parecían mudos.

Henkel, con el maletín apretado entre las piernas, no podía gozar del espectáculo. Su mirada se movía todo el tiempo de derecha a izquierda, en busca del rostro familiar que esperaba.

Había demasiada gente: niños ruidosos, familias con bebés, adolescentes que se daban besos, ancianos…

En la parte baja de la tribuna, cerca de la valla que separaba al público de la pista de aterrizaje, no lograba reconocer con precisión las fisionomías de los espectadores: vio a dos señoras elegantes que caminaban, y a un hombre que hincaba los dientes en un pan.

Henkel se volvió por completo para observar a las personas sentadas en el graderío a su espalda. Allí tampoco lo vio.

Mientras escrutaba el lado opuesto de la pista, en la zona de las naves militares, sintió que el teléfono vibraba en su bolsillo.

—¿Dónde estás? Nosotros acabamos de llegar —era la voz de Stella.

Henkel miró el reloj, eran las seis de la tarde.

—Ya me avisaron. Felicidades por la detención de Jiménez.

—Gracias, luego platicaremos de eso. Por lo pronto, estamos aquí por otro motivo —dijo la mujer.

—¿Ya se encuentran en posición?

—Sí. Yo estoy por la entrada sur de la base, Lo Schiavo cerca de la valla oeste. Liguori se encuentra en la torre de control.

Henkel sonrió para sí. Siempre había trabajado solo, pero en esta circunstancia no le molestaba que Stella hubiese ofrecido su ayuda. Habían planeado todo antes de que la fiscal y sus agentes viajasen a París.

Ahora iba a empezar el baile.

—Yo me encuentro en la parte central del graderío, cerca de la reja —contestó Henkel.

Después de unos segundos de silencio, Stella dijo:

—Sí, ahora te veo.

—Creo que ya llegó nuestro amigo —confirmó al teléfono antes de colgar. Luego acercó a la boca el puño de la camisa e indicó por radio la posición—: En la plaza, cerca del F84. Gorra amarilla.

El radio chirrió y una voz le confirmó la recepción de la información. Henkel agarró el maletín y empezó a bajar por el graderío, caminando entre el público sentado.

En ese momento, un joven oficial de la marina se acercó a Stella Rosati y le pasó un auricular inalámbrico. Ella lo observó y sonrió.

—Gracias, Stefano —dijo al micrófono.

La respuesta llegó por radio:

—Es mi deber. Bueno… ahora lo veo. Marco, ¿estás allí?

Lo Schiavo se había posicionado lo más lejos posible de Liguori, justo al lado de la construcción metálica que marcaba el límite oeste de la base. Se encontraba cerca de la entrada y desde su posición podía ver con nitidez, gracias a los binoculares, al hombre con la gorra amarilla.

—Lo veo —susurró.

Entre tanto, Henkel atravesaba el patio de butacas que se encontraba al frente de la tribuna. En la mano derecha apretaba el maletín, el mismo que Spada había llevado a Argentina y que nunca entregó.

A grandes zancadas llegó hasta uno de los F14 estacionados en la explanada. La cabina estaba abierta, y una escalerita permitía al público subir y echar un ojo a la cabina del piloto.

—De la versión definitiva del F84G se produjeron más de tres mil unidades, capaces de utilizar bombas nucleares tácticas —la voz de un militar cerca del tercer avión se oía con nitidez.

Henkel se acercó más.

—La producción comenzó en noviembre de 1950 y los primeros ejemplares se entregaron a mediados de 1951. Apenas dos años después, catorce formaciones estaban equipadas con el F84G.

—Te ves interesado —observó Henkel, dirigiéndose al hombre con la gorra amarilla parado delante de él.

—¿Sabes por qué te cité aquí? —contestó Flavio Osios, volviéndose hacia Henkel.

—¿Porque te encantan las exhibiciones de las Flechas Tricolores?

—Porque este es un avión muy raro. Lo utilizaron entre 1955 y 1956 los Tigres Blancos, los predecesores de las Flechas Tricolores.

—Interesante.

Osios se movió e hizo señas a Henkel para que lo siguiera; llegaron al centro de la explanada, a una zona donde no había mucha gente.

—Si nos quedamos aquí, tus amigos nos verán mejor —aclaró Osios—. ¿Dónde están los Hijos de la Serpiente, en la torre de control?

Henkel no contestó. Osios no era nada tonto, sabía que aquella podía ser una trampa. Pero valía la pena hacerle caso.

Osios braceó sonriendo en dirección a la torre de control.

—Ya deja las payasadas, estamos aquí para cerrar un negocio —dijo Henkel.

—Buena idea la de firmar el anuncio con el nombre de Hijos de la Serpiente, solo yo podía entender la fineza; y naturalmente, solo tú podías acordarte de la historia de Alí y de una anécdota que creo haberte contado solo una vez. Mis felicitaciones.

Henkel no contestó, asintió con la cabeza y trató de averiguar si Osios estaba realmente solo.

—¿Tienes el dinero? —preguntó el Griego a quemarropa.

Al final, a Osios solo le interesaba el dinero. Estaba allí porque el anuncio en beatlesmania.eu decía «pago en efectivo».

Osios tenía razón, la idea de usar el seudónimo «Hijos de la Serpiente» era genial, y solo el Griego hubiera podido interpretar el anuncio correctamente.

—Sí, lo tengo —fue la respuesta de Henkel—. Cinco millones de euros en efectivo.

—Es barato, Andreas —comentó Osios.

—Pues yo digo que es demasiado caro, para ser algo que ya era propiedad de la Iglesia… O más bien de los Hijos de la Serpiente, como dice tu amigo.

Osios sonrió por el chiste y sacudió la cabeza.

—Deberías darme las gracias… Yo hice tu trabajo, recuperé el Sudario, ¿y así me lo agradeces?

—Tú nos lo devuelves porque si tus amigos libaneses supieran que el Sudario no se destruyó, te lo harían pagar caro.

—No sé de qué hablas. Además, creo que antes o después se sabrá la verdad, ¿no? —preguntó Osios.

—¿Dónde está el Sudario? —abrevió Henkel.

—En el hangar 4, en un cofre de metal.

—No es por molestarte… pero antes de entregarte el dinero quiero comprobarlo.

Al auricular de Henkel llegó la voz de Stella:

—Voy para el hangar 4. Tú quédate con Osios.

—Tú tampoco te molestarás si yo reviso el dinero, ¿verdad? —preguntó Osios.

Henkel abrió el maletín.

—Cinco millones de euros, cien fajos de cien billetes de quinientos euros —dijo Osios, sacó un fajo cualquiera y verificó que los billetes fueran todos iguales, de color morado.

Insistente, revisó después otro fajo, y otro más; Henkel mantenía el maletín entreabierto y Osios sacaba fajos al azar.

Cuando el Griego se convenció de que estaban bien, empezó a contarlos.

—Efectivamente, el cofre está aquí. Tiene una cerradura electrónica —dijo Stella por radio.

—¿Cuál es la combinación de la cerradura? —preguntó Henkel mientras Osios seguía afanándose con las manos en el maletín.

—1532. Un número cualquiera —sonrió Osios.

—El año del primer incendio que afectó el Sudario —contestó Henkel.

—Se abrió —dijo Stella por radio—. Ya. El Sudario está aquí.

—Ahora vamos a esperar unos minutos, ¿verdad? Seguramente alguien de los tuyos verificará el estado de la mercancía —musitó Osios.

Henkel observó por un segundo la pista de aterrizaje. La exhibición de las Flechas Tricolores había terminado: el último avión, de color azul y con la bandera italiana en la divisa, estaba aterrizando. Los otros ya habían llegado a los hangares en la parte sur de la pista.

Antes de responder a Osios, el agente secreto vio que la gente que ocupaba las tribunas ya se había ido, y ahora inundaba la explanada.

—¡Regresemos a las gradas! —ordenó Henkel.

Al mismo tiempo, de la base en el extremo opuesto del aeropuerto militar, salió un auto eléctrico, parecido a los usados en los campos de golf; lo manejaba un hombre muy delgado, vestido de negro. En pocos minutos llegó al hangar 4: se trataba de uno de los miembros de la Comisión para la Conservación del Santo Sudario.

Osios y Henkel alcanzaron las gradas, y poco después Stella se comunicó con Henkel.

—Confirmado. Es el auténtico Sudario —dijo con tono emocionado.

—Ahora podemos decir que nuestro asunto está arreglado —confirmó Henkel a Osios.

—¿Me dejas ir? ¿Ni siquiera tratas de detenerme?

—Negocios son negocios. Cumpliste con tu palabra —Henkel le entregó el maletín a Osios, que lo tomó sin ningún titubeo y se encaminó hacia la muchedumbre.

Cuando Osios estuvo bastante lejos como para no oír a Henkel, el agente secreto habló a su aparato.

—Contacto visual. No lo pierdan de vista ni un segundo.

De la torre de control, la voz de Liguori llegó al auricular de Henkel:

—No te preocupes, lo veo bien. Y la señal del chip es clara.

El público se había acercado a la exposición de aviones, y Osios se había mezclado con la multitud.

Desde el lugar donde estaba, Henkel todavía lograba ver a la gorra amarilla desplazándose. Lo vio caminar hacia la salida, y luego pasar detrás de un avión; pero un segundo después, en lugar de verlo salir por el lado opuesto, la gorra amarilla no reapareció.

—Ya no lo veo.

—Ni yo. Pero la señal sigue fuerte y clara —dijo Liguori.

Henkel empezó a correr hacia la explanada.

—Ahora la señal se mueve más rápido, tal vez Osios subió a uno de los coches eléctricos.

Había gente por todas partes; apenas se podía caminar, y resultaba muy difícil localizar a las personas.

—Lo veo en la computadora gracias al chip, se desplaza hacia las oficinas. Sigo sin contacto visual.

No muy lejos, en la pista del aeropuerto, un pequeño avión blanco calentaba los motores, y el estruendo se confundía con el griterío de la multitud que salía.

—Lo veo en la computadora, tranquilo; no tenemos contacto visual, pero aparece en la pantalla. Los coches ya van para allá.

—Stella, ¿todo bien? —preguntó Henkel.

—Sí, Andreas, aquí todo bien. Tus amigos del Vaticano dicen que el Sudario se encuentra en excelente estado de conservación. No sufrió daños, excepto por la pequeña toma de tejido en la zona del costado.

Henkel trató otra vez de ver algo en la explanada, se levantó sobre las puntas de los pies pero no pudo ver nada más que la muchedumbre ruidosa y colorida.

En la pista de aterrizaje el avión se movía lentamente, con las luces intermitentes encendidas; luego el motor aumentó su potencia, y el avión empezó la fase de despegue.

—La señal todavía es clara. Bajó la velocidad, tal vez volvió a caminar —explicó la voz de Liguori.

Al acercarse el avión, Henkel tuvo problemas de recepción con su radio.

En ese momento, Henkel vio un gran coche negro cerca de la valla que separaba la tribuna de la pista de aterrizaje. Se detuvo, y Lo Schiavo braceó para que Henkel lo viera.

El agente del Servicio Secreto Vaticano corrió hacia una pequeña puerta en la cerca metálica, que un empleado le abrió; luego caminó sobre el pasto que llevaba a la pista.

—Se dirige hacia los hangares. Los coches ya van para allá, nosotros pasamos por la pista —dijo la voz de Liguori.

Henkel subió al coche y Lo Schiavo arrancó a toda velocidad por la pista de despegue.

El pequeño avión avanzaba en sentido contrario al del coche, al centro del carril. Cuando los dos vehículos se encontraron en el mismo punto, el avión se levantó de la pista.

El ruido de los motores afectó la comunicación por radio entre Henkel y Liguori.

—Se detuvo. Está en el hangar —dijo una voz apenas la comunicación regresó.