AVENIDA DE MAYO Y 9 DE JULIO

Un domingo de otoño, paso la mañana yendo y viniendo en el subte, desde Primera Junta a Plaza de Mayo, yendo y viniendo, cabeceando encima de hombros ajenos. Cuando despierto, miro hacia arriba y el sol no está ahí. Solamente hay un techo de vagón de subte. Y, en el vagón, todo está roto, apestado, tirado, derramado, con olor a vómito, increíblemente macabro; no hay nada delicado aquí. Todo es feo y está muerto. En el baño de la estación Lima, tomo un poco de agua de la canilla. Encuentro dos billetes de dos pesos dentro del mingitorio, mojados, arruinados; los pongo bajo el secador de manos, e igualmente quedan húmedos. Los guardo en la billetera.

Permanezco una hora sentado en el banco del andén, preguntándome si debería volver a vivir con mis padres, y la sola idea me incita al llanto. Salgo a la Avenida de Mayo, entro en cualquier lado, y es un viejo telo terriblemente destartalado. Me siento en una salita de espera y nadie se mete conmigo; cada tanto hago como que hablo por el celular, como que espero a alguien que está por llegar.

Desde una habitación se escucha: “Dame toda tu lechita papito hermoso mi macho”. Toda la mañana, el abrir y el cerrar de puertas. Después salgo, y sobre la 9 de Julio, me detengo en una plazoleta para ver cómo los pibes juegan un picadito.

Ahí está Edu, pequeño chamán con un pie en la calle y otro en la vía láctea. Prolijo en sus modales, mira cómo miro cómo juegan. Su sonrisa se impone a cualquier otra cosa que pudiera estar sintiendo o experimentando en este momento. Empiezo a caminar despacio. Cada veinte metros me doy vuelta y lo veo hacerse el concentrado ante las paredes con stencils de los rostros de Obama, Bush y Bin Laden con orejitas del ratón Mickey. Hasta que tomo coraje, retrocedo y le pregunto:

—¿Qué mirás?

Después, acepta tomar una cerveza en casa.

En el living, prefiere el suelo; empieza a retorcer los cigarrillos, a “liarlos”, dice. Es extraño, un poco esnob.

—¿Quién sos? —me pregunta.

—Bueno, la verdad es que me es difícil definirme —le contesto—. A veces siento que un genio, otras veces puedo sentirme un subnormal, y eso la mayor parte del tiempo.

Compartimos el deseo de querer morir, renunciar a todo y olvidarlo todo. Extrañaba esta intimidad entre dos jóvenes en el piso, los ojos contra los ojos del otro, rodilla que se aprieta contra un muslo tembloroso, comunicación silenciosa. Él habla con las vocales arrastradas y deformadas, al estilo que se suele llamar afeminado, de modo que cuando uno lo escucha, en principio, resulta un poco chocante pero después se empieza a tomarle cariño, y Edu recobra su encanto.

Mi departamento no tiene vista a nada decente y entra un esmog y un polvillo tremebundos que producen estornudos, enrojecimiento de nariz y labios secos de manera constante. Le pido disculpas por eso. Él también está inseguro, en este caso de su imagen, por eso se recorre con la mirada ante el espejo. Quedate tranquilo —le digo—, estás lindo.

Me objeta haber mirado a otros flacos en el camino. Le pido perdón, nuevamente, por eso. Habla poco y en voz baja; yo sigo demasiado callado, escuchando, estudiándolo con la vanidad de la droga dejándome lanzar alguna observación perfecta, así lo creo. Aunque siento una fortísima atracción hacia él, realmente no quiero meterme demasiado porque si voy a tener algo con alguien quiero que esta vez sea algo permanente y serio por mucho tiempo y, con una persona diez años menor que yo, no creo que se pueda proyectar una relación a largo plazo.

La noche está tan linda que podría tirar tranquilamente por la ventana todos mis esquematismos previos, aunque cuando el misterio empiece a disiparse regresarán los mundos antiguos de la cordura, el sentido común, y entonces empezaré a repetir como un eterno loro programado al sacrificio: mi carrera es más importante que Edu. O, bueno, mejor eso lo veremos cuando llegue el momento.

Me despierto en medio de la noche gritando por las pesadillas de la cerveza. Me arruiné de nuevo. Abrimos tres botellas: Edu me fue llevando, entre risas, a tomar sin límite. Duerme con los labios entreabiertos, la almohada blanca incrustada en su pelo negro, su cuerpo todavía vestido con camiseta, bermudas, sandalias sobre las sábanas revueltas por la excitación que produce la pasión. Intuyo la sangre corriéndole por las venas, atravesándole las muñecas. Está apretando los dientes. Su respiración es como la de un dios moribundo; me dispara un hilo de recuerdos; rostros acusadores de viejos amantes desechados, compañeros de colegio que me miran como a un perro.

Intento levantarme aunque se me hayan dormido las piernas. Tengo las venas de las manos hinchadas. Vuelvo a ponerme la camisa húmeda, en realidad empapada, de la noche anterior. No me siento dueño de mi vida. Empiezo a vestirme; él sigue tirado como una momia sobre la sábana pero ahora me mira con sus ojos negros y serios, con la seriedad de su cara acentuada por la nariz levemente mongoloide, como la de un boxeador y los párpados todavía hinchados por el sueño. Quiero estar solo, ser el dueño absoluto del lugar. Después, Edu se me aparece en la cocina convocado por el ruido de la cafetera y sus ganas de mear. ¿Dónde está el baño?, me pregunta, cuando es obvio que queda en el otro extremo del departamento. Abre mucho los ojos, sonríe.

Me siento intolerablemente triste, como si estuviera a punto de morir. Lloro por dentro porque al mismo tiempo quiero deshacerme de Edu y no estoy seguro de querer desprenderme de él, sintiendo el horror del final del hechizo. Estoy solo en el mundo, algo se rompió dentro de mí; hace media hora que estoy sentado mirando la pared del patio interno donde algún vecino escribió con marcador: “Montoneros la lucha sigue”; intuyo estrellas que no veo en lo alto y me invade el humo de la quema de carbón impregnándolo todo, esta triste madrugada de otoño. Tomo unos sorbos más de cerveza, luego enciendo la tele. Pienso que voy a volverme loco, la apago. Se me antoja un vaso de leche tibia con Nesquik pero termino friendo dos huevos y tostando rebanadas de pan negro.

Empieza a anunciarse el día por el único lugar en el que hace acto de presencia en mi casa, el ventanuco del baño. Tiro los envases vacíos de cerveza a la basura.

—¿Qué puedo hacer para ayudarte? —me pregunta Edu, percibiendo en mí una extrema frialdad. Bebo y lo contemplo. Le agarro la cabeza porque parece estar llorando. Poso mis labios sobre los suyos. Se me empieza a poner dura.

—No, no —me alejo.

Agarro la última botella y tomo un buen trago.

—Mejor salgamos de acá —le digo.