Mi problema, cuando se trata de literatura, es el siguiente: todos hablamos entre nosotros y tenemos entendimientos comunes y decimos cualquier cosa que queramos, y hablamos de nuestros agujeros en el culo, y hablamos de nuestros pitos, y hablamos de con quién cogimos anoche, o de con quién vamos a coger mañana, o de qué clase de relación amorosa tenemos, o de cuando nos emborrachamos, o de cuando nos metimos una zanahoria por el culo en una habitación de un hotel alojamiento. Cualquiera les cuenta esas cosas a sus amigos.
Pero, ¿qué pasa si uno hace una distinción entre lo que les cuenta a sus amigos y lo que le cuenta a su musa? Bueno, se queda callado. Hay que quebrar esa distinción. Yo empecé a descubrir, en conversaciones con gente a la que conozco bien, cuyas almas respeto, que las cosas que decía en la realidad eran totalmente diferentes de las que están en mi “literatura”. Necesito comprometerme con la escritura, es decir, descubrirme de máscaras.
Ya no quiero escribir algo que suene a alguna cosa que haya leído antes. No tiene que haber diferencias entre lo que escribo y lo que verdaderamente conozco. La homosexualidad, la neurosis, la soledad, la chifladura o hasta la masculinidad tienen que estar.
—¿Estás planeando remitirte a nuestras insípidas vidas cotidianas? —intenta desmoralizarme Gerardo.
—No conozco grasa más dulce que la pegada a mis huesos, dijo el poeta. ¿O mi existencia no es un tema tan bueno como cualquiera?
—Le falta belleza y poesía, pá.
Falta la articulación rítmica de un sentimiento. El sentimiento, como impulso que surja desde adentro del texto, como impulso sexual, digamos. El sexo, menos como tema que como una potencia narrativa que se manifieste en la prosa. Un sentimiento que empiece en alguna parte del estómago y suba por el pecho y salga por los dedos y se revele como un arrullo o un gruñido o un suspiro.
—Es cuestión de que levantes la vista y veas una cantidad de ventanas con sus luces encendidas y digas, oh, ventanas, ¿pero qué clase de personas hay adentro? Después, la prosa se verá bien.
Pero si todo es tan poco espontáneo, no sé si tiene algún sentido.
Muy pocas veces escribo una línea que sé que tiene un sentido y me pongo a llorar: me doy cuenta de que entonces hice centro en una zona de absoluta verdad. Es cuando lo que escribo se hace universalmente aplicable o universalmente comprensible, capaz de sobrevivir al tiempo. Es lo más parecido, aunque breve y aislado, a lo que Gerardo definió como hacer sonar una alarma que despierte al lector.
Un espacio de luminosidad en la noche sin estrellas.
La ayuda para seguir escribiendo es pensar que nada de esto se publicará y que, por lo tanto, todo lo digo para mí mismo o para gente que no me juzgará desde un punto de vista crítico ya que tiene conocimiento empírico de mi total honestidad.
En un plazo de no más de veinte minutos el salón se llena. Llega Shazam, el artista de moda, junto con su madre, la sexóloga Susana Portago. Paulette, la RRPP que oficia de anfitriona, es amiga de toda la vida de Susana, a quien rinde honores de celebrity VIP. Susana pregunta si alguien tiene popper pero nadie tiene.
Paulette se compromete a conseguirle.
Shazam, premiado en la última ArteBa, me lleva a un cuartito en el fondo para mostrarme su última obra de arte, que se expondrá en la galería desde mañana. Enmarcada en oro, hay una Mona Lisa vestida de soldado. Cuando volvemos al ruido, me entretengo con Susana, que imprevistamente declara estar en el punto justo para “un polvito”. Le digo que se equivocó de salón y de ciudad, porque acá todo el mundo es gay, y ella me contesta que no le importa porque “los gays cogen re bien”.
—Te hacen sentir una diosa —asegura.
Después, Susana me pregunta si soy homosexual y le respondo:
—Bueno, digamos que estoy en la frontera.
La respuesta explota como una bomba y, en vez de sonreír, Susana me deja con la excusa de saludar a algún recién llegado. En el otro extremo del salón está el crítico Sebastián Amapola, delgadísimo. Ahora se parece más a cuando lo conocí. No contesta a mi saludo pero, en la mitad del vernissage, se pone las gafas y me dice que tardó en reconocerme. Después, me da el teléfono de su nuevo celular porque al anterior se lo robaron. Todas las chicas chic llevan gorros de piel de la última temporada de Rapsodia. En las paredes, hay cuadros bastante buenos, todos realistas, con imágenes de chicos musculosos. Los meseros tienen muy buena actitud y sirven el vino blanco hasta el borde de la copa. Pasada la medianoche, todo el mundo está agarrando sus abrigos, con urgencia por cambiarse de fiesta.
Gerardo está muy borracho.
El viento helado hizo bajar la temperatura exterior a unos diez grados. Pero él se queda parado junto a la puerta en mangas de camisa, reclamando un beso a todo el que pasa por la calle Paraná. Con el exabrupto, atrae a su alrededor a todo tipo de bichos raros y famosillos.
—Estás haciendo el ridículo —intervengo—. Iluminate, rescatate.
Gerardo convoca a Shazam, que se estaba retirando del lugar.
—Bombón —le dice—, yo podría ser tu padre. ¿Te parece que estoy haciendo el ridículo?
Shazam espera ser reconocido como “un poeta de la imagen”. Tiene varios puntos a su favor: más allá de la posición social de Susana, su madre, y de que es hábil para relacionarse, logró ocupar el rol de protegido de la pareja de cineastas de Juan Moreno y Mario Mencken, tipos que sentencian quién es quién en el mapa de lo que hay que ver, leer, escuchar…
Cuando Gerardo le pide un beso a Shazam, el Brando demacrado ni siquiera se toma el tiempo de rechazar sus insinuaciones y se sube a un taxi. Gerardo lo juzga como “un heterosexual tapado” que debe hacerse pasar por homosexual para conseguir los favores de Moreno y Mencken.
Entonces, Gerardo va y le pide un beso al poeta y crítico de danza Edouard Vanit, que suele estar presente en todas las inauguraciones y recitales de septiembre a marzo, cuando no está residiendo en Helsinski. Los rasgos más atractivos de Edouard son su labio superior, que dibuja una curva socarrona, su perfil romano y sus enormes y líquidos ojos, parecidos a los de Sofía Coppola.
Después de un rato, el flirteo entre Gerardo y Edouard es el comentario obligado entre los pocos que todavía no partieron. Gerardo, minutos después, viene y me dice que puedo decirle “mantenido” porque Vanit le invitó ya tres copas del champán más caro.
Susana Portago deja ver la hilacha y se queja a Paulette:
—¿Cómo se atreven esos dos a tocarse en un lugar en el que la gente busca arte?
Edouard, que la escucha, pasa por al lado y le pega una nalgada.
—Salí, loca de mierda —le bate Susana un carterazo, y sale de escena.
El gran acontecimiento de la noche se produce cuando una mujer muy gorda, queriendo abrirse paso hacia la barra auspiciada por Baccardi, tropieza y se cae redonda al piso. Paulette parece realmente preocupada, y confiesa que lo único que le importa es evitar que, debido al incidente, la institución no se coma una demanda por Daños. Pero la gorda ahuyenta esos fantasmas levantándose como si no le hubiera pasado nada, con sus cincuenta años muy bien llevados y la alegría intacta.
Gerardo y Edouard están cada vez más efusivos y el coqueteo deja paso a un manoseo y chupones muy poco elegantes en público. Gerardo se enoja muchísimo por lo que considera una “mirada inquisidora” de mi parte y se encierran en el cuartito del fondo. Me quedo conversando con un doctorando de la Universidad Di Tella que, en contexto de tanta pose y esnobismo, me resulta muy sensato. Es un militante de la comida saludable que ingiere sólo pollo de granja orgánica y verduras frescas, y eso que a él le encanta la comida china súper aceitosa, de la que se priva.
Me invita a su auto, estacionado enfrente del CCEBA, previo mostrarme una foto de quien allí espera: un rottweiler que lleva puesta, en el retrato, una gorra de chofer con las iniciales UTDT. La noche opera como un disolvente moral que desentierra las pesadillas y las absuelve mediante una sucesión de sonrisas y miradas. Un sujeto arremete contra la puerta del cuartito y logra violentarla; está evidentemente alterado por el escándalo que implican los gemidos que salen de adentro.
—Exhibicionista de cuarta, hay telos para esto —dice, cierra fuerte y se va.
Gerardo sale del cuarto avergonzado: llegó a su máximo grado de exposición, máximo grado de veracidad. Me moviliza pensar en su valiente actitud mientras se arma la inevitable cadena de chismes que lo toma por objeto. Estoy sumergido en un estado de gran excitación, optimismo que manifiesta un notable desprejuicio respecto del qué dirán.
Así que empiezo a moverme y a agitarme y a bailar pero me envuelve un sentimiento escalofriante, como si de pronto estuviera desvariando o invocando al Diablo, así que me asusto mucho e interrumpo inmediatamente el movimiento. Vamos caracol, escalá el monte de tus lágrimas, aunque sea lenta, lentamente.