En la última escala de una noche que me dejará secuelas, me reencuentro con Edu en un after-hour de la zona. Se hace el que no me reconoce y sigue coqueteando con una travesti de larga cabellera enrulada. Hablan y ríen en volumen muy alto, proximidad de las bocas que solamente puede estar anticipando el beso.
—Hola. ¿Te acordás de mí?
—Dame diez pesitos para la birra, pá —me dice Edu. La travesti ríe nerviosamente.
Está amaneciendo y se filtra luz por todas partes.
Edu quiere bailar cumbia.
—Vení, levantate —me dice.
Lo intentamos en el pasillo que da a la única barra, con tanta mala suerte que patea por accidente unas botellas apoyadas en el suelo y cae sobre los vidrios rotos. La pierna derecha le está sangrando. Lo ayudo a levantarse, salimos, y con dificultad caminamos hasta la plaza Borges.
No sé cómo llegamos, qué hicimos, qué nos dijimos. La situación hace que todo fluya, espontáneo y sincero. Aunque sea mentira es real. Actúo instintivamente, intuitivamente. Terminamos en las hamacas, haciéndonos muecas de zombis y tratando de asustarnos mutuamente, poniendo los ojos en blanco. Me miente: sería catatónico; se detiene, camina unos pasos, se tira boca arriba sobre la arena, tieso, con los brazos rígidos.
Tiene que hacerse una limpieza enseguida en esa herida, no cuesta nada hacerlo; veo demasiada tierra, demasiada arena, tanto microbio y, la verdad, es que no advierto ninguna picardía infantil, sino sólo el peligro de una infección próxima. Por eso, mi rostro se desfigura de la ansiedad, cuando le pido al taxista:
—Llévenos a un hospital público.
Atraigo su cuerpo lastimado contra el mío; extiendo sus brazos y lo siento caliente; beso sus mejillas y lo oigo respirar nerviosamente. Lo despido en la puerta del Clínicas con una sonrisa triste, y me comprometo a esperarlo hasta que salga, tomando una Coca en el bar de la esquina de Uriburu.
Me gustaría, lo repito una y otra vez, en la medida de lo posible, no hacer nada, absolutamente nada, vegetar casi. No es vegetar en su sentido habitual, pero significa inactividad, despreocupación por lo que la gente cree que es importante. No hay nada que yo quiera realmente lograr, nada tiene para mí un valor real. A pesar de eso, me encuentro todos los días haciendo esas tareas de mierda que el resto de la gente me impone.
Quiero vivir el día con un estilo que me guste y no tengo estilo. Estoy maldito, quizás bendito, no sé, con una mente constantemente activa. Las ruedas nunca se detienen. La orina se acumula en la vejiga, las costillas se contraen. La vieja duda de siempre deja paso a la certeza de que no siento nada.
Lo abandono, caminando rápido por Córdoba, al amanecer, sudando entre los bloques de cemento, las ratas y las sombras.