HOTEL IBIS

Fabio reservó una pieza previendo que en la marcha hay “rico morfi”. Lo que pasa es que no le gusta llevar a desconocidos a su casa. Antes de subir al cuarto piso, pide al conserje que nos traigan unas schweppes heladas con el mejor vodka. Unos minutos después, ya está protestando al room service:

—¿Qué mierda pasa con mis cócteles?

Cuando llega la bebida, recién ahí se relaja y entra al baño.

—Denme un minuto.

Se abre la puerta del baño. Fabio se sube a la cama de dos plazas, de colchón duro y sábanas blancas muy limpias, y se arrodilla de espaldas a nosotros. Se levanta la bata blanca, se separa las nalgas, y las exhalaciones por la nariz se hacen cada vez más cortas y rápidas. Ante nuestra inmovilidad, Fabio se enoja, salta de la cama, se calza el colalés y dice:

—No aprendo más. Juro que es la última vez. Espérenme un segundo de nuevo.

Vuelve a encerrarse en el baño, esta vez por más tiempo que la vez anterior. Nos acomodamos en el sillón, atemorizados. De pronto, cae un objeto en el interior del baño y se oye un impacto seco. Nos sobresaltamos sólo para volver a calmarnos. El aire acondicionado, en función intermitente, nos da una pista falsa sobre la reaparición de Fabio. Hasta que se entreabre la puerta, y lo primero que vemos son sus tiradores, prendidos al vello.

—No soy un enfermo —se siente obligado a aclarar.

Después se ubica al lado de Gerardo, y le presiona el abdomen con las palmas abiertas, con mucha fuerza, como si quisiera detectar la huella de sus vísceras, como si quisiera hacer presente los órganos funcionando, su secreción, sus vapores y la textura oleaginosa para que el horror se haga aún más tangible.