LA MARSHALL

Gerardo es la única materia viviente con la que me relaciono intensamente desde hace meses; en su compañía, mi mente se fue reduciendo, más que nunca, a la autocompasión y la victimización. Escribir lo que siento es difícil porque tiendo a caer en manierismos de falsa poesía en prosa. Siento una pletórica bondad que no se traduce en acciones piadosas. Por una parte me reprocho ser insensible, no poder sentir tanto como parecen sentir los otros, pero por otra parte esta objetividad emotiva me ha permitido, a lo largo de mi vida, moverme libremente en cruzadas simultáneas y sucesivas.

—Con esto te quiero decir —mi brazo va a los hombros de Gerardo— que no armes un escándalo si no te llamo tan seguido como antes. Mi desatención no te está dirigida.

—Vos estás mucho más apartado de mí de lo que yo estoy de vos.

—¿Sabés qué pasa? Tengo escritos, a lo largo de mi vida, doscientos artículos que, en un momento dado, creí que eran maravillosos y ahora me interesan nada más que para limpiarme el culo. Soy un adulto con la mente de un niño. Tengo miedo y siempre me sentí indigno y voy a estar solo hasta que me muera porque siento que mi vida es estéril, que no he florecido, que soy un inútil en todos los aspectos de mi vida y que no tengo nada ni voy a tener lo que siempre deseé.

—¡Basta! Esta noche estoy de joda. Te voy a decir exactamente lo que vamos a hacer. No vamos a pensar solamente en vos, vos, vos… Salgamos de este departamento y vayamos a bailar el tango.

—¿No te das cuenta de que no puedo dominarme, de que no puedo adaptarme?

—Vos no tenés problemas, te los inventás; podés ser feliz y cogerte a quien quieras. Todo va a encajar, vas a ver. Calmate, hombre; intentá acercarte a los flacos sin ninguna exigencia compulsiva. Serenate, tratá de ser paciente, aceptá lo que te proponen.

Tengo los labios cascados, como si me hubieran pegado una piña en la boca, y un dolor de cabeza terrible. Esquivamos turistas brasileños, del brazo, caminando por el salón que da a la calle Maipú. Una botella de champán preside la mesa de… Tito (se llama). Impermeable pegadito al cuerpo. Moja la medialuna en el café con leche y se la lleva a la boca; primero absorbe el juguito, después muerde la medialuna. Nos cabecea.

Le da una pitada al cigarrillo y escupe.

—Me gustaría estar presente cuando se lo cojan a tu amigo —a mi oído—. ¿Vos pensás que él puede llegar a aceptar? ¿No me dás una pastillita de rivo que estoy muy zarpado?

Le doy y se lo mete en el bolsillo sin consumirlo.

—Chau, flaquito —se levanta con dificultad—. Dentro de muy poquito nos vemos de nuevo —y baja las escaleras, renqueando.