Iba el señor De Mal bendiciendo al cielo por haberle llevado a la casa de las Quijanas tan oportunamente, y se tentaba en la faltriquera la carta que se propuso quemar en cuanto llegara a la suya.
Pero no era el escribano hombre que dejara cabos sueltos ni al cielo la consecución de sus negocios. Cuantas casas, rebaños y tierras había atropado en aquel lugar y muchos confinantes los había acabalado gracias a la escrupulosa manera de llevar sus asuntos, y aquél no quedaría del todo resuelto hasta hallar los célebres papeles y probanzas de los que hablaba Antonia, que podían echar por tierra sus aspiraciones a la heredad de los Quijano.
Y pensando en ellos y en cómo los obtendría, quiso la suerte que avistara a Cebadón.
Venía éste por la calle de Tintoreros, fuera de sí. Caminaba deprisa dando golpes a las paredes con un lanzón y patadas a las piedras. Tanto le había descompuesto la noticia de la marcha de Antonia.
Y fue verle, y pensar el escribano que aquella mañana el cielo estaba siendo demasiado pródigo con él, poniéndole tan en fila los astros.
—¿Adónde vas azogado, doncel? ¿Qué te aflige? Ven acá, hijo.
Lo miró Cebadón de través, por no serle simpáticas aquellas ceremonias del escribano, a quien conocía bien de los años que sirvió en casa de don Quijote, y esquivándole para seguir su camino, le dijo:
—¿Y a vos qué os importa? ¿Acaso os sirvo, para tenerme esas confianzas? Idos en mala hora con vuestras zalemas y dejadme en paz, que me espera el hato.
Tras haber trabajado a las órdenes del hidalgo y su sobrina, y después que ésta lo despidiese por lo que ya se sabe, se había puesto Cebadón de pastor con un ganadero de aquel pueblo, y cuidaba una buena copia de vacas en la dehesa boyar.
Hizo, pues, amago Cebadón de esquivar al escribano, como el agua de un torrente con el tajamar que rompe su curso, pero el rocoso anciano se le puso delante con los brazos abiertos:
—¿Qué prisas tienes? Mira, Cebadón, que todo el pueblo está al cabo del desabrimiento con que te trató tu ama Antonia y los descalabros que llevaste del bachiller Carrasco. Yo sé bien que hay cosas que un hombre no ha de sufrir. Ven acá, simple, en mí tienes a un padre que te quiere bien y te dará a ganar cincuenta castellanos si me cumples cierto concierto que llevo en la cabeza.
—¿Y qué concierto es ese que valga tanto? —preguntó Cebadón levantando la barbilla y con mirada torva.
Le respondió el escribano que no era de los negocios que se pudiese tratar en medio de la calle, y pidió que le siguiera.
Viendo la casa donde vivía, era comprensible que el escribano hubiese puesto sus ojos en la de los Quijano. Si ésta era amplia, ventilada y luminosa, la suya era estrecha y ténebre. Si aquélla era de firme y noble cantería cortada a escuadra, la del escribano parecía sostenerse a duras penas entre las dos vecinas, las paredes se descarnaban de continuo y había tanta humedad en sus muros, que manaban a todas horas unos zumos negros de sepultura. La de los Quijano, aderezada en su punto, con la pulcritud y el decoro debidos a un linaje tan antiguo, dejaba en evidencia aquel mechinal de prestamista, sin brasero en el estrado ni una mala alcatifa junto al lecho donde poner los pies los días de invierno. Y aun se contaba que a la mujer que lo asistía desde hacía más de cuarenta años, Juana de Juanes, una vieja a la que todos conocían por el mote de la Fruncida, la había encontrado en una mancebía y era bruja, de la estirpe de la Albardera, la Vulpeja y la Gorrionera, y que se untaba y se juntaba dos veces al año con su cabrón. Pocos en el pueblo la habían visto, por no andar ella nunca sus calles, como no fuera de madrugada para asistir a la primera misa, o de noche, como se ha dicho, montada en una escoba.
Salió a abrirles. Era la Fruncida una mujer de cortísima estatura, rostro de garduña y aspecto ceniciento a quien las tocas negras daban un aire religioso, místico, tumefacto. También se decía de ella que era la única que conocía dónde emparedaba sus dineros el señor De Mal, caudales que el vulgo, tan puntual siempre llevando la cuenta de los ajenos, cifraba en más de tres millones de maravedíes. Nadie en aquel pueblo había visto jamás tal fabulosa cantidad, pero que el escribano debía de tenerla era cosa indudable, pues le permitía prestar a muchas gentes, entre ellas el conde, cuyas propiedades todos daban por hecho que acabarían algún día entre las garras de aquel viejo indino y rapaz.
Cuando se vieron solos en el zaquizamí donde tenía su bufete, se acomodó el señor De Mal en el único sillón que había en toda la casa, tras de la mesa. Era una silla de brazos, firme, de inquisidor. La mesa, de las de sólidos fiadores de hierro, estaba tan cargada de legajos, libros y papeles como un carro de heno con sus adrales. En medio de ellos, naufragaba una escudilla con restos de un potaje inmundo y un mendrugo negro a bordo. Rozó el escribano al sentarse uno de aquellos papelotes y se vinieron al suelo una porción de ellos, lo que le arrancó furiosa maldición. Mientras los recogía, se le fueron los ojos a Cebadón a todas partes. Había allí en armarios y lejas libros, asientos, escrituras de venta y compra, ejecutorias, pergaminos, testamentos, documentos judiciarios, sellos de lacre y de plomo, y mil pliegos más con sus balduques o sin ellos, todos o la mayor parte bajo una espesa capa de polvo y en tal cantidad, desorden y abandono que asombraba. Había al fondo una pequeña arca de caudales, con sus armadas tablas y robustos herrajes y cerraduras, más acaso para distraer la atención que para recordar la grande, pues no cabía pensar que en aquélla cupiera el oro y la plata que se le suponían.
—Sabes bien cuántos socorros llevé estos últimos años a tu amo don Quijote —empezó diciendo el escribano, cuando hubo restituido los papeles caídos al desorden de la mesa—, y te digo que esos préstamos me han dejado a mí esquilmado. Prometió pagármelos puntualmente, pero primero la locura de aquel fantasioso y ahora su muerte se llevaron por delante sus buenos propósitos y con ellos mis esperanzas de cobrarlos. Atiende a esto que te digo, que es cosa que me importa mucho. Antonia, con su partida, te ha robado la dicha y a mí ciertos pliegos que me dejan burlado. Ésos probarían lo que es mío. A lo que pienso, los lleva consigo. Averigua por qué camino se han ido Antonia y los demás, vete tras ellos y consigue esos papeles, y verás entonces veinticinco escudos de a ocho como éstos.
Se levantó, abrió la caja de los caudales y sacó de sus profundidades una bolsa, hizo un hueco en la mesa y volcó en ella un puñado de monedas. Eran verdaderos castellanos del rey Juan que Cebadón no conocía sino por rumores, quiere decirse que no había visto jamás un cuño parecido. Acto seguido puso el escribano su dedo índice sobre ellos, un dedo torcido y seco, como un sarmiento negro, y empezó a contarlos uno a uno, separándolos de blancas y de cobres. Llegado a un punto, guardó los que sobraban en su bolsa y con la mano, suavemente, empujó hasta él los veinticinco que quedaron:
—Tómalos, son tuyos.
Cebadón no se movió.
—Anda, hijo, que nadie tuvo tanto por tan poco, y serías bien necio si me los despreciaras.
—Es mucha merced la que me hace —dijo al fin Cebadón—, pero ni ese recado vale estos castellanos, ni creo que los paga por ser suyos. Avise a la Hermandad, y ellos le traerán esos papeles, y presa a Antonia. O me cuenta todo, o de mí no espere nada vuesa merced.
—Ya veo que eres un mozo discreto. A ti no te puedo engañar. Así es. Como tú, caí yo en las redes de esa pérfida Antonia, me prometió, me distrajo y me enredó, y cuando me vio con el juicio perdido, me asestó el golpe mortal. «Dadme una prueba de vuestro amor», me dijo, «y seré vuestra legítima esposa, como queréis». Pasé unos días pensando cómo contentar a la dueña de mi corazón, y mis buenos propósitos y el más alto pensamiento de hacerla mi esposa me llevaron hace dos días a firmarle unos papeles en los que declaraba saldada toda la gran cantidad de dineros que su tío me adeudaba, y con aquel contrato le devolví las probanzas de don Quijote. Toda su deuda quedaba saldada por mi gesto gallardo. ¡Qué neciamente obré, hijo mío! Al recibir los papeles me dio palabra de su dote, que no sería otra que su mucho amor y la voluntad de servirme en todo aquello que yo mandara, porque nada le queda que no sea mío..., y ya habéis visto. La pájara ha dejado el nido, y más que por esos papeles que Dios confunda, siento que me ha puesto al pie del sepulcro, y en situación de quebrar e ir yo mismo a la cárcel, si no satisfago a tiempo a cuantos hombres principales me han valido, que en este gran teatro que es nuestra república no puede moverse una sola piedra sin que se venga abajo su fábrica completa. ¡Qué telarañas pone el amor en nuestros ojos! Ahora lo veo, y llévela el diablo. Que mi corazón haya muerto de esa puñalada ya no tiene remedio, pero ¿entiendes por qué me importa tanto volver a tener esos papeles? Bien sé que tú la amabas, pero has visto cómo ni tu gallardía ni mi buen deseo de darle estado y levantarla de su estrecheza han movido a esa ingrata sino a burlarse de los dos.
Allá se quedó Cebadón sin saber qué hacer, un sí es no es atontado ante la visión del oro y ganoso también él de vengarse.
—Decídete pronto, hijo —le apremió el escribano—, que no tengo toda la mañana. Te tenía por hombre resuelto y bravo, pero veo que sólo servirás para cuidar vacas, cavar viñas y morir aspado y mísero —dijo secamente el escribano, al tiempo que se dispuso a guardar los castellanos de la mesa.
—¡Alto ahí, don cuervo! —gritó Cebadón, y descargó tal golpe con el lanzón sobre el monte de legajos, que la nube de polvo los borró por un momento a los dos.
Recibió el usurero con el garrotazo un susto de muerte y un grandísimo sofoco de verse motejado de aquel modo, y se quedó encogido sin decir nada.
—¡Deje ese dinero donde está! ¿Me ha tomado por simple, piensa que he nacido ayer?
Las voces se oían en toda la casa y la Fruncida irrumpió sobresaltada en el aposento, declarando acaso la celeridad con que llegó el que estuviera escuchando detrás de la puerta.
El escribano lanzó su ira contra la dueña:
—¡Largo de aquí!
Obedeció la vieja, y Cebadón, levantando de la mesa el lanzón, dijo tranquilamente:
—Si queréis volver a ver esos papeles, sacad la bolsa y juntad los escudos que han quedado allí con éstos. Y a la vuelta quiero dos veces lo que sumen. Si, como creo, está en tales pliegos la hacienda de los Quijano, ésta vale cien veces lo que me dais. Y a todo esto, ¿cómo sabe vuesa merced que los papeles van con ella, y no los ha dejado aquí o a otro, al señor cura, por ejemplo, que tan buen amigo fue de don Quijote?
—Ahí tenéis los veinticinco escudos. Tomadlos o dejadlos, y si los dejáis, idos en mala hora, que otro mejor los tomará.
No quería entrar el señor De Mal en más confidencias con Cebadón, dudó éste unos instantes y se puso en pie el escribano, dando por acabado el concierto. Finalmente lo pensó mejor el mozo y alargó la mano para tomarlos, pero la del escribano cayó sobre ella como antes había caído el chuzo sobre los papeles.
—¡Alto ahí, don necio, digo yo ahora! —exclamó el escribano. Y tomando una cruz que estaba en aquel gólgota de escrituras y legajos, añadió—: Habéis de jurar sobre esta cruz.
Era una cruz de palosanto y cristo de marfil, que daba gloria verla, pago del conde por un préstamo incumplido.
—Yo juro lo que voacé mande —dijo el mozo con desprecio.
—Nadie sabrá tampoco lo que hoy se ha hablado en este aposento —añadió el señor De Mal.
Juró el mozo guardar silencio, levantó el escribano su mano de la del mozo, tomó éste las monedas, y el escribano, con más reposo, volvió a su tono melifluo:
—Hijo, te dije que en mí tendrías a un padre. Un padre severo, pero amantísimo. Toma los otros veinticinco. Y da por ganados otros cincuenta. Cumple tu parte, sé discreto, ten la lengua y apunta el seso, aléjate del vino y sepulta los pensamientos, no andes con mujeres malas y deja de rondar las buenas hasta no acabar con tu negocio, y con estos consejos verás medrar tu hacienda. Y mira no muestres esos escudos, que hace cien años no se han visto en estos reinos y levantarán la curiosidad de todos y querrán saber cómo un boyero como tú tiene trato con ellos. Y mira no te tiente el diablo y quieras desaparecer con ellos antes de volverme lo que es mío, porque te encontraré debajo de las piedras, aunque haya de ir a la China a buscarte, y no dejaré de ti a los jueces ni la sombra.
Oyó Cebadón aquello como quien oye llover, y ya sólo quiso saber cuándo tenía que empezar y acabar aquella empresa.
—El acabarla no está en manos sino de Dios —le dijo el señor De Mal, que era un hombre que confiaba mucho en la Providencia—, pero el empezarla está sólo en las tuyas. Cuanto antes vayas en pos de ellos, más cerca los encontrarás y antes podrás desembarazarte de tu deber. Vete a ver a tu amo, despídete de él, vuelve acá, toma de mi caballeriza el ruano y corre tras esa perdida, halla los papeles, vuélvemelos y llévate los escudos que aquí te están ya esperando, y aún los doblaré si todo lo haces discretamente y no serán cincuenta, sino cien y para que veas la buena voluntad que te tengo, aquí te doy treinta reales más. Con éstos engrasarás goznes, ablandarás voluntades y comprarás silencios.
Cebadón le aseguró que de allí a dos días estaría de vuelta con los papeles, o no estaría. Quiso decir, y lo dijo, que si no los traía era porque había quedado muerto en el intento, y que él era un hombre de honor, y que quien lo pusiera en duda habría de vérselas con él, y que iba resuelto a volverle por las buenas o por las malas los papeles, y los traería acaso mejor por las malas. Pues si el escribano quería vengar la burla de los papeles, a él le cumplía más vengar la burla de sus amores, y que ya lo había dicho una vez y mil veces a Antonia, y él era hombre de palabra: «O mía, o de nadie».
—Como mejor veas, hijo mío —alentó el señor De Mal— . No me meto en tus cuitas, pues la honra de un hombre vale más que todos los escudos. Ahora, mira no vayas por quedar honrado a dejarme a mí sin honra, que la mía está escrita en esas cédulas. También soy de tu opinión; y mejor de nadie, si no puede ser de ninguno a los que dio su palabra de ser su esposa, si como dices, también a ti la dio.
Terminadas las capitulaciones, partió Cebadón.
Llamó luego el escribano a su dueña, que acudió renqueante.
—¿Dónde estabas?
—¿Dónde iba a estar? Vuesa merced sabe hacer las cosas mejor que yo, pero no ha sido, a mi modo de ver, un buen acuerdo, y quiera Dios que no nos traiga un nublado.
Declaraba de ese modo la Fruncida que había estado oyendo tras la puerta, por lo que el escribano se ahorró los entremeses:
—No temas, Fruncida. Si, como presumo, ese trueno no hace nada a derecho y se va de la lengua, diremos que vino a esta casa a pedir prestados a cuenta de su jornal los dineros que se llevó a la fuerza. Y ahora mírame aquí en el cuello, que parece que con todo esto se me ha agarrotado y no puedo moverlo.
Miró la Fruncida donde le decía el escribano, y con dos pasavolantes, pues también tenía fama de haber sido saludadora, le dejó el pescuezo como nuevo.
—Ay, mi buena Juana, qué manos te dio Dios.
A solas de nuevo, se sacó el señor De Mal de la faltriquera la carta de Antonia para quemarla; y lo hubiera hecho, de no haber cruzado su cabeza un raro pensamiento. La abrió, examinó la rúbrica de Antonia, tomó papel de un rimero, mojó la péñola en el tintero, y con su bonita letra procesal, adornada de toda clase de pendolismos, acabó en menos que se cuenta aquí tres pintiparadas cédulas. En una se decía que Alonso Quijano reconocía préstamos del señor De Mal por valor de quinientos ducados, y firma al canto; en otra subió de punto, y puso mil; y en la tercera, Antonia Melgar reconocía a Alonso de Mal deudas de su difunto tío don Quijote por un monto de dos mil, e imitó la firma de la sobrina tan primorosamente como imitaba la del tío.
Todo se lo vio hacer la Fruncida, a quien le tendió aquellos papeles:
—Ponlos donde tú ya sabes con los otros, que si no sirven los verdaderos, servirán éstos, y quema esta otra carta.
Se fue la Fruncida con los papeles, y si aquellas paredes hubieran podido hablar, habrían jurado por lo más sagrado que también el escribano dijo entre dientes la famosa palabra:
—Y ahora, paciencia.