CAPÍTULO DÉCIMO NOVENO

Hasta muy tarde estuvieron hablando aquella noche Sansón y Antonia, sin otra cosa que reseñar, sino que a la hora de la cena, vino Cebadón y allí, delante del bachiller, pidió a Antonia que saliese a servírsela.

Miró Cebadón muy impertinente al bachiller, y sólo porque éste pensaba en otras cosas no lo tomó en cuenta.

Comprendió Antonia que su mozo sólo quería medir la fuerza de su poder y forzar su voluntad, y le dijo:

—Entra tú, Cebadón, y sírvete de lo que haya.

Masculló algo entre dientes el gañán, y viendo que el bachiller se enfrascaba en sus papeles, aún tuvo arrestos de mover en un susurro sus labios, sin apartar su mirada de la muchacha:

—Antes muerta que de otro.

Esa noche, ya a solas, pensó Antonia que no podía seguir de aquella manera y que necesitaba más que nunca a su Quiteria, o de no hallarla, saber a qué se atendría, y al día siguiente, ordenó a Cebadón que fuera a avisar al bachiller.

También hizo Antonia aquello de una manera calculada, pero el mozo lo entendió, y dándose la vuelta, dijo a su dueña:

—A ése, si quieres, le avisas tú.

Esperó Antonia que viniese uno de los zagales, y con ése mandó el aviso. No se atrevía a contar nada de lo que sucedía en aquella casa como no fuese a Quiteria.

Vino al rato Sansón, y le subió a la sala principal Antonia pasándolo por el patio, para que lo viera Cebadón, que lañaba en ese momento una tinaja, y no tanto para encelarle sino dándole a entender que tenía ya a alguien que velaba por ella.

—Fuisteis amigo de mi tío —empezó diciendo Antonia—, y acaso podías cumplirme esta merced tan grande. Ayer quedó dicho a medias, y querría saber si podíais salir a buscarme a Quiteria y traerla con vos si la encontráis. Decidme sin tapujos si podréis o no hacerlo, o fue sólo lo de ayer un hablar por hablar, porque soy capaz de salir yo misma y no parar hasta encontrarla y traerla conmigo, pues no puedo un día más vivir aquí sola, sin aconsejarme de ella, de lo que tengo mucha necesidad, y de presentarle mi arrepentimiento y de enmendar mi trato. ¿Cómo no lo vi antes? No os preocupéis del dinero del camino, que yo os proveeré de lo necesario, y mirad que tanto me va en ello como la vida.

—Extraña casa esta —respondió alegremente el bachiller, que parecía siempre bien dispuesto a cualquier aventura—. Se diría que he de pasarme la vida entera devolviéndole todos los que de ella quieren alejarse. Pero este negocio me place.

—Cuanto antes salgáis —siguió suplicando Antonia, sin hacer caso de las burlas del joven—, más posibilidades tendréis de encontrarla, o en caso de que se haya partido, de recoger noticias de su partida, sin esperar a que se evaporen en el aire como la memoria de un vagamundo. Y si disteis con mi tío, quizá con un poco de suerte, topéis con Quiteria.

—¿Y si cuando la encuentre no quiere volver? Porque a un loco es fácil engañarle, pero con un cuerdo, si no quiere torcer su voluntad, no servirán todas las razones del mundo.

—Quiteria volverá —arguyó con firmeza la joven—, si alguien le dice que soy yo quien se lo pide, y que no hay orden en mis palabras, sino un ruego nacido del deseo de volver a tenerla conmigo, porque ella es toda mi familia y yo soy toda su familia para ella, como se ha visto. Y contadle que ya se esfumaron de mi cabeza los humos de mi grandeza pasada, y que he dicho adiós a coches, verdugados y saboyanas, a perlas y perendengues, ella lo entenderá; y que ya sólo espero el día que vuelva conmigo a aconsejarme, y de estarme reposada en mi casa, y que de esperarla tanto vivo en un continuo sobresalto, oyendo a cada paso el ruido de la puerta que se abre con ella.

Prometió Sansón Carrasco a Antonia que se saldría en busca del ama en cuanto entregara a sus padres las cartas que traía de su tío el obispo de Sigüenza, y eso era algo que tenía que hacer cuanto antes, pese a quien pesare.

Pero Antonia sólo podía pensar con su deseo: «¡Ay, si se fijara en mí! —decía—, a mi lado, ¿para qué iba él a necesitar a su tío el obispo y a su padre, el energúmeno?».

Buscaba el bachiller ocasión propicia desde hacía dos días para darles aquella noticia a sus padres, pero todas le parecían malas y a todas les ponía un reparo. Se decía una y otra vez, «a diario pasan por este mismo trago otros muchos, y el mundo no se acaba por clérigo de menos. ¿Qué temo yo?».

Así que después de hablar con Antonia, se llegó a casa y sacando de su maleta la carta del señor obispo, esperó a que se terminara de almorzar. Y cuando le pareció, anunció la misiva, al tiempo que la deslizaba sobre los manteles. Pidió el padre sus anteojos, se los trajeron y principió su lectura recorriendo pausadamente la sala donde se comía. El silencio era grande, subrayado por los pasos del anciano, que retumbaban en el tillado de madera como graves sentencias.

La madre, a quien el hijo había confiado ya su decisión, miraba inquieta a uno y a otro, hijo y marido, esperando de éste el trueno. Y no por esperado asustó menos a la madre, que se estremeció toda ella al oír el primer grito.

—¡Cómo! ¿Y tú te dices hijo mío, ladrón? ¿Ahora sales con que Dios no te ha llamado por ese camino? ¿No podías haberlo sabido antes de que me gastara en ti cinco años de estudiantina, que has comido, vestido y librado en Salamanca la herencia tuya y de tres hermanos más?

Oyó el bachiller aquella descarga con los ojos clavados en el suelo, no porque sintiera lo más mínimo el fuego graneado, sino por parecer respetuoso con la ira paterna.

Contó el padre a su esposa, resumiendo la carta de su hermano, lo que en ella venía, a saber, que el hijo no sólo había tomado la determinación de abandonar los estudios eclesiásticos, que tan buen oficio le aseguraban a la sombra de su tío, sino que había viajado a Sigüenza con el único propósito de arrancar a su pariente aquella carta en la que rogaba a su cuñado y a su hermana le pagaran a su hijo los estudios que aún le quedaban por hacer para salir licenciado y poder emplearse como abogado o en cualquier otro oficio en los que eran menester los estudios de leyes, ya que el muchacho apuntaba maneras. Y viendo que la madre no decía nada, aún profirió atronadoras acusaciones.

—Y vuestra merced, señora, estaba al corriente de esta mudanza, y lo estaba mi señor cuñado. De modo que aquí yo soy el último en saberlo, como marido cornudo.

Pidió tímidamente la madre que no se le faltase al respeto, pero ciego de cólera, el buen viejo profirió toda clase de dicterios, mientras los criados corrían a ponerse a resguardo lejos de la sala, no fuese a alcanzarles a ellos alguna de aquellas temibles andanadas.

Duró la tormenta aún tres horas más, pero finalmente el padre acabó aviniéndose de mala gana al nuevo estado de cosas, y por las súplicas de la madre, que esgrimía la autoridad de su hermano el obispo, se concertó que el bachiller Carrasco saliera del pueblo y volviera a Salamanca, donde esperaba acabar sus estudios en dos años.

Así lo acordaron, pero antes pidió el bachiller licencia a su padre para cumplir la palabra dada y salir a buscar a Quiteria, tal y como había prometido a Antonia, lo cual era un deber de cristiano. El padre, derrotado por la camarilla que entre su mujer y su hijo parecían haber hecho, se inhibió de todo y encerrado en su estudio dijo que en aquella casa hiciera cada cual lo que quisiera, que no le hablaran de deberes cristianos si no querían verle de nuevo colérico, y que dejaran de molestarle.

El bachiller, que únicamente quería poner tierra y tiempo de por medio, dispuso de Rocinante, ya que su propio caballo se encontraba entonces saliendo de un cólico esparaván que lo había tenido una semana coceando en la caballeriza, y al día siguiente de que se lo pidiera Antonia, a quien comunicó los extremos de la conversación habida con su padre, se salió del pueblo a la búsqueda de Quiteria, con dineros y repostería que le proveyó la sobrina y otros que le dio su madre.

Quedó Antonia en su casa muy triste y muy alegre. Alegre, sabiendo que Sansón ahorcaba la sotana, y triste, pensando que se iría a Salamanca, donde sin duda encontraría a quien desposar, alguna doncella de buena familia, acostumbrada a la vida de la ciudad, con hermosos trajes, carruajes y sirvientas como los tuvo su madre. Sansón, sin embargo, se fue con el ánimo ligero que cabe suponer, porque nada le ponía de mejor humor que dejar su casa y aquel pueblo.

Como no sabía por dónde empezar a buscar, hizo el bachiller en su salida lo mismo que don Quijote en la suya, que fue dejarle las riendas sueltas al rocín, para que éste decidiera por qué punto cardinal empezaría, y como entonces, Rocinante, tan humano, volvió a encaminar sus pasos según costumbre a la misma querencia, y siguiendo ese camino, arribó el bachiller a la venta a la que llegaron don Quijote y Sancho después de la aventura con el vizcaíno, que tan malamente trató al caballero.

Y como lector de la primera parte de la historia escrita por Cide Hamete y Cervantes, reconoció al punto Sansón Carrasco aquella venta, aunque no hubiera hecho falta tampoco haber leído ese libro, porque en el mismo portalón el ventero, un hombre de grandes recursos y muy vivo para sus negocios, había hecho colgar un papelón en el que todos podían leer en letras bien grandes y coloradas: «Aquí posó el verdadero don Quijote de la Mancha».

Se quedó más que admirado el bachiller, y se propuso enterarse de qué quería decir con todo aquello y qué propósito seguía el ventero anunciándolo de ese modo.

Mandó Sansón Carrasco que desensillaran y asistieran a su caballo y envió a llamar al ventero, a quien preguntó por el sentido de aquel extraño aviso puesto en la puerta.

—¿Es vuestro ese rocín? ¿Es vuesa merced de la secta? —preguntó el ventero examinando a Rocinante—. ¿No he visto yo antes ese caballo?

—No sé de qué me habláis —respondió el bachiller.

—Desde hace meses, habréis de saber que esto empieza a convertirse en un jubileo de quienes se dicen seguidores de don Quijote. Vienen de todas partes en peregrinación buscando el lugar de donde salió el hidalgo, y como los historiadores no lo declaran, dan más y más vueltas, sin saber a dónde dirigir los pasos... Y mientras lo averiguan, aquí suelen quedarse, y buen gasto me hacen. Eso explica lo del cartón de la entrada. Y porque me aseguráis que no sabéis nada de esa cofradía, de lo contrario os aseguraría que el rocín que traéis, y no lo toméis a mal, es de todos los Rocinantes que han pasado por aquí, el que más se le parece.

Y seguía el ventero estudiando a Rocinante y haciendo muecas de desconfianza.

—¿Seguro que vos no venís buscando a don Quijote?

Antes de responder, se le pasaron por la cabeza a Sansón Carrasco los perjuicios que podrían sobrevenirle si le contestaba la verdad a aquel hombre, a saber, que no sólo era de la secta, sino que había sido muy amigo del caballero, y quien lo había vencido en las playas de Barcelona. Y eso, sabido por el ventero, le daría pie a preguntarle el nombre del lugar del que eran, y tendría que declarárselo, con lo cual vería lleno su pueblo de impertinentes y otros más locos que don Quijote, que lo tomarían como a los Santos Lugares, en busca de reliquias.

—De veras, no sé de qué secta me habláis —respondió el bachiller— ni quién es ese tal don Quijote ni lo he oído nombrar en todos los días de mi vida, aunque también soy manchego. Yo vengo buscando por estos caminos a cierta persona que me importa, y no sé nada de don quijotes ni demás sectas y herejes.

—Pues es una lástima —replicó el ventero—. Yo lo conocí y puedo aseguraros que era uno de los hombres más locos que he visto nunca y más graciosos, aunque en esa materia nada como abrir una venta al lado de un camino para que os lleguen cada día no uno, sino diez quijotes, a cada cual más extravagantes y disparatados, y si yo me pusiera a ello, compondría cien novelas que dejarían en ripio a esas que dicen que circulan ya con sus historias y en las que al parecer salgo yo también.

—¿No la habéis leído ni habéis tenido curiosidad en hacerlo?

—Ah no, señor. No sé leer, y aunque supiera no creo que lo hiciera, que según tengo entendido, ese hombre se volvió loco justamente leyendo novelas como la suya.

—¿Y dónde se ha visto, señor ventero, que un loco sea una novedad para armar tanto revuelo? Tontos y locos hay en cada pueblo de España, por pequeño que sea, media docena, y no hay más que darle un cuartín a un muchacho para que éste os los vaya mostrando uno a uno, y si le dais medio real, os los podrá descalabrar allí mismo de una buena pedrada, mientras le dice, ¡cantazo al tonto!, ¡cantazo al loco!

—De esa misma opinión soy yo. Y si por locos fuera, en estas tierras hay tantos, que no se podrían juntar en un solo día. Aunque creo que no me habéis entendido, porque yo —dijo el ventero— hablaba de loco, pero no de tonto, porque, según en qué, razonaba don Quijote mejor que yo y acaso mejor que vuestra merced, dicho sea sin ánimo de ofenderle.

Pero como el bachiller Sansón Carrasco no tenía ganas de hablar más de ese asunto, preguntó si querría darle un aposento para pasar esa noche.

—Sí querría, pero no lo tengo. A cuento de don Quijote andan sueltos por los caminos gentes sonámbulas, en su busca, unos, creo yo, para burlarse a su costa, y otros, para sumarse a su hermandad y establecer en la Mancha nueva orden de caballeros, y me han ocupado la casa. Podréis ver esta noche, si os quedáis, lo menos veinte personas cenando...

—Luego quiere decir que al menos podréis darme de cenar —dijo el bachiller.

—Tampoco —le aclaró el hostalero—, pero si traéis algo de comida, por muy poco coste la señora ventera, mi mujer, os lo aviará de mil amores, y podéis luego de cenar quedaros en el pajar, a donde llevaré un camastro en el que podéis dormir lo mismo que en un palacio. Tendréis que compartir esos confortes con una cuadrilla de vendimiadores que van de paso hacia su tierra, después de haber estado trabajando estos meses de atrás por estos contornos, pero a todos los conozco, y son buenas gentes.

—Lo último me conviene, y en ese pajar dormiré, porque ya no son horas de salir por el camino buscando donde pasar la noche, pero lo primero va a tener peor remedio, pues al mediodía di cuenta de la merienda que traía conmigo.

—No habrá nada que no pueda arreglarse en esta venta, señor, y por muy poco dinero os venderán aquí al lado, a media legua, en la tienda de un consuegro mío, con qué cenaros. Dadme dinero, y yo enviaré por lo que más gustéis.

Se concertaron el bachiller Carrasco y el ventero para la cena, y después de eso, el ventero se marchó y quedó el bachiller sentado en un rincón de la cocina que servía al tiempo de hostería y sala.

La venta era un ágora. Había en esa sala lo menos siete caballeros, unos con sus criados y otros solos, y todos ellos discutían acaloradamente a propósito de don Quijote, de cuya vida parecían conocer pelos y señales, más y mejor que el propio don Quijote, Cide Hamete y Cervantes juntos.