No habían ni siquiera apuntado las claras del día en la noche sevillana, ni se oían aún las campanas de los conventos llamando a los oficios, cuando ya estaba en pie Sansón Carrasco.
—¿Adónde vais tan temprano, esposo? —preguntó Antonia.
—A Triana, a llevar las bestias al merchán que las compró. Seguid durmiendo.
Y eso, al menos, era verdad.
—Mirad, señor Carrasco, que todas esas intrigas se conciertan de un modo y acaban de otro —le dijo Sancho, que esperaba ya levantado.
—Iba a tener razón, Sancho, nuestro don Quijote, cuando te notaba de cobarde. Y este escribano de Satanás ha dado muchas muestras de querer ir, no ya a Génova, sino a la China. Todo acabará con buen suceso, porque no defendemos aquí el huevo, sino el fuero, no la hacienda, sino la honra. La fortuna es de los audaces.
Se asustó Sancho de la determinación de su amo y más de ver que el bachiller se colgaba del talabarte la espada.
—¿Y esa espada? —preguntó Sancho.
—Bien dijeron aquello de que el cobarde tiene el corazón en los pies y el osado en las manos. Y ésta es ocasión de espadas, y bien entiendo yo ahora que se diga que Sevilla es refugio y amparo de desesperados.
Llegaron cerca de Santa María de Pasión. Empezaban los cielos a rosarse y el aire a hilar sus sedas más finas. Aquí y allá el humo de las tahonas, y el olor de los primeros panes se trenzaba con el de la bosta caliente de las bestias que llevaban de la mano Sansón y Sancho, y el de la cera de dos cirios que guiaban a un sacerdote camino del lecho de un moribundo. Estaba la casa de camas donde paraba el señor De Mal frontera al convento de Santa María y muy cerca de la de don Luis de Valdivia. En la puerta de la iglesia se congregaba ya parte de la pobrería que acudía allí buscando la limosna de los madrugadores caritativos.
Uno de ellos era don Luis. Lo vieron salir de su casa. No sabían que rezara aquella misa tan temprana. Vestía ropa de casa e iba sin capa ni sombrero y no llevaba botas, sino unos borceguíes que hacían sus pasos más silenciosos que los de un gato. Al pasar junto a Sansón y Sancho los conoció, y con el júbilo de quien ha hallado tan de buena hora motivo de conversación, dijo:
—Y cuánto bueno por aquí y a estas horas, señores, y con nuevas bestias. ¿Os habéis hecho tratantes?
Echó Sancho una rodilla a tierra y le tomó la mano en señal de respeto:
—Sólo de providencial puede declararse la presencia de vuesa merced en esta hora.
—Deja, Sancho, que don Luis irá con prisa —dijo el bachiller.
—Puede esperar la misa, que después de ésta vienen otras. Decidme, señor Panza, de qué se trata.
—Que lo declare mi amo.
Permaneció indeciso el bachiller, sin saber qué decirle, cuando oyeron al lado que se abría la puerta, y apareció el señor De Mal. Vio luego a sus paisanos hablando con aquel hombre que supo por el porte que era principal, y al pasar a su lado, preguntó sin detenerse:
—¿Habéis dejado listo nuestro negocio con vuestro juez? Sabed que lo estoy esperando y no es cosa de hacerme esperar.
—¿De qué juez habló ese hombre? —preguntó curioso don Luis.
—Vamos, señor —dijo Sancho—, donde podamos hablar tranquilos. Y vuesa merced, bachiller, habrá visto que ya no hay tiempo de llevar adelante su propósito, y bien se esté san Pedro en Roma.
Ató Sancho las bestias a la entrada y les hizo pasar don Luis al zaguán de su casa, y ya a salvo de miradas y oídos indiscretos, contó Sansón en breves razones al juez cómo después de haberlo dejado a él hacía dos días, halló en su casa al señor De Mal y todo cuanto ya se sabe.
Lo oyó con la mayor atención don Luis, y, juicioso por una vez, le dijo:
—Traed acá esa letra al banquero genovés. El cielo, y sólo el cielo, ha podido ponerme esta mañana en vuestro camino.
Se la entregó Sansón un tanto avergonzado.
—Sabed que por encarecimiento de mi buen amigo don Juan busqué vuestra historia en libro, y acabo de terminarla, y gracias a ella sé que sois más despierto que lerdo, y vos, Sancho, más bueno que simple, cuando no sois más necio que malo, y que en toda esta máquina que queríais armar hoy no hallo sino desesperación y fantasía, propia de quienes están más al tanto de las leyes que rigen las leyendas que de la vida común de los mortales. No es la vida una aventura, amigos, como se cuenta en las novelas, con ser la vuestra de las buenas, sino algo hecho de más viles lizos. Pero no temáis, bachiller, que no hay nada en la balanza de la justicia de los hombres que los hombres no puedan vencer para uno u otro platillo, y el inquisidor general es un santísimo varón, mi confesor y gran amigo de mis manteles. Hoy mismo lo tengo a comer en casa y hoy mismo le pondré al corriente de vuestro caso. Suenan ya las campanas de Pasión, señal de que la misa ha terminado y llaman a otra. Volvamos a la calle, y dejadme hablar a ese señor escribano, cuando pase.
Eso hicieron. Salieron, esperaron, y de allí a un rato vieron de vuelta al piadoso escribano, que, como la otra vez, se quitó el bonete para rendir saludo, pero sin determinación de detenerse.
—Alto ahí, señor De Mal —dijo don Luis, estorbándole el paso—. No vayáis tan deprisa. Estos señores me han referido vuestras inicuas pretensiones, y sabed que nada tendrán que hacer en esta ciudad vuestros propósitos mientras yo siga siendo don Luis de Valdivia, oidor en la Audiencia de Sevilla y presidente de su Cabildo, caballero de la Orden de Malta, maestre de la cofradía de Nuestra Señora de las Dueñas y muñidor en la de San Hermenegildo, así como visitador de la Academia del Buen Consejo y amigo de don Jerónimo Peral, inquisidor general. Ganas me dan de poneros en la cárcel un tiempo hasta aclarar la muerte de aquel criado vuestro llamado Cebadón, que me confundió el juicio, y que sólo pudo venir por vos. Fechas cantan y testigos me sobran, y bueno soy yo para aderezar un pleito en un pispás. Idos de Sevilla hoy, y olvidaré que habéis tratado de quedaros con la hacienda del más honrado y valiente caballero de la Mancha con vuestras malas artes. Mirad que no pase un día, porque mañana será tarde para dejar de entrar en la Real Cárcel.
Mudo quedó el señor De Mal con lo que oyó, y atónito y confundido.
—Ya veis, escribano —dijo Sancho—, que donde las dan las toman, y no está el horno para bollos ni para pedir peros al olmo, y que en todo más vale maña que fuerza y quien a buen árbol se arrima, y lo que sigue... Id con Dios, que escribano, puta y barbero pacen en un prado y van por un sendero.
Se rió de buena gana el juez; pero sería conocer muy poco al escribano pensar que no llevaba en la manga el as de los fulleros.
—¿Sí...? ¿Cómo...? ¿Ahora...? ¡Pues sabed que esto no habrá de quedar así, Carrascales! —gritó el escribano al tiempo que blandía el puño en alto y desaparecía por su forillo.
Pero aún se volvió para amenazar sin que se supiera a quién:
—¡Esto lo pagará vuesa merced muy caro! ¡No saben con quién se las están habiendo!
Puso el juez a beneficio de inventario esas palabras, harto de oírlas en la Audiencia a todos cuantos pierden un pleito, y tomando a sus amigos del brazo y olvidándose también de su misa y del negocio que lo había tenido entretenido ese tiempo, los pasó a la casa y ordenó a una criada les sacase algo con que entretenerles los estómagos, que llevaban vacíos desde la cena.
—Y luego iremos a ver a ese banquero, que os devuelva vuestro dinero, y podréis pasar a Triana, a llevar las bestias al merchán.
Le dieron las gracias el bachiller y el escudero de las providenciales mercedes que a manos llenas les hacía aquel hombre que no parecía el mismo que los había llevado a la cárcel, y que había solventado de forma tan sencilla aquel peliagudo negocio.
Vino al poco una criada con una salvilla llena de frutas de sartén, almendrados y piñonates, y un limeta de agua de anís, y don Luis, que mostró en todo ser el mayor gentilhombre que quepa imaginar, les dijo:
—Y ahora, bachiller, soy yo quien he de pediros humildemente una merced.
—Cuente con ella —se adelantó a prometer Sancho—, que el señor Sansón estará ganoso de ser agradecido, siendo como es el hombre más cumplido que nadie conozca.
—Es ello —empezó a decir don Luis, carraspeando—, que he leído vuestra historia, como acabo de deciros, y conmigo algunos otros de esa Academia del Buen Consejo, que ponderan mucho la discreción con que supo contárnosla Cervantes, y más viendo que no hay una sola vez que pudiendo hablar bien de Sevilla no lo haga. Conocéis ya, a lo que creo, al amigo de don Juan, don Santiago Cabeza de Vaca, el contador mayor de la Armada. Él es uno de los que os van poniendo en los altares. Todos andan revueltos sabiendo que estáis aquí. En esa Academia se celebra los primeros jueves de mes solemne sesión, y me han pedido os pida nos hagáis merced de ir a ella, pues os tienen reservada gran sorpresa.
—Ah, don Luis —exclamó Sancho—. Y si ha obrado hoy un gran milagro, podrá obrar otro aún, convenciendo al bachiller de lo que ni yo ni don Juan ni Angulo el Malo le convencimos, que es que sin pasar a las Indias podríamos ganarnos nosotros muy bien la vida en estos reinos con sólo ir desmigando nuestras aventuras donde nos lo pidieren, ya que no hay lugar donde no se encuentre un puñado de gentes discretas y liberales, partidarios confesos de don Quijote, que no quieran recompensarnos y hacernos merced por ello y honrarnos.
—Así lo creo yo, Sancho —admitió don Luis—. Y de ello me encargaría yo en esta parte de Andalucía. Y haré cuanto está en mi mano para que no paséis a las Indias, si me lo pedís, pues el pasar allí será un baldón para esta España; se dirá que os fuisteis de ella porque os trató no como a hijos esclarecidos, sino como a hijastros. Y he de confesaros, porque es hecho que ennoblece a todos, que no pocos de nuestros académicos piensan lo mismo, siquiera por abrigar la esperanza, como la abrigo yo, de aparecer un día en la tercera parte de la historia, pues nunca hubo dos sin tres.
—Delo por hecho, ni lo dude —dijo Sancho—. Y sepa que si en mi mano está el verme con el nuevo historiador a cuyo cargo está el contar esto que viene sucediéndonos, le encareceré lo indecible para que vuestra merced no deje de comparecer en ella puntualmente con sus virtudes y las mercedes que nos hizo con todas las letras de su nombre, don Luis de Valdivia, y como vos, cuantos vayan a favorecernos. Y si no fuese el historiador, porque estos historiadores no siempre dan la cara, cuidaremos que sea el impresor quien los ponga, que es muy grande amigo nuestro. Ni uno solo de cuantos nos favorezcan dejará de comparecer en esa crónica, y con sus nombres, y no como hizo antes el señor Cervantes o Cide Hamete, que el uno por el otro, la casa sin barrer, y se dejaron en el tintero muchos nombres, como los del ama y la sobrina, o el de mi rucio, y otros los cambiaron o fingieron, que en esto no se puede andar ligero.
Estaba Sansón Carrasco ausente de aquella conversación, como si no creyese que todo lo del señor De Mal hubiese quedado resuelto tan fácilmente, o porque estaba en su condición el desazonarse por poco.
—¿Qué os aflige, bachiller? —preguntó el juez—. ¿No sois de esa misma opinión?
—Yo no sé sino que ya todo lo de don Quijote terminó. Allá lo enterramos y estará clamando en su sepultura que lo dejemos en paz. A nosotros corresponde nueva vida, y ninguna mejor si puede hacerse en el Nuevo Mundo. Sancho, olvida toda quimera, y quédate acá siendo apóstol de don Quijote y de ti mismo, como antes fuiste escudero, y lleva noticia de vuestra vida pasada a quienes ya no darían un ardite por la presente. Yo tengo por delante la mía, y no me resigno a pensar que sólo por haber conocido a don Quijote no habré de conocer nada mejor. Nada te liga a mí, y no quiero arrastrarte a las Indias engañado. A tiempo estamos. Vende la burra de Quiteria y la mula, quédate el dinero que te den por ellas, y corre tras los comediantes que se llevaron a Rocinante y tu rucio, y súmate a su compañía, y prueba la vida del cómico de la legua, que si en la del escudero andante anduviste renco, no te la auguro mejor con los farsantes. Nada nos debes a mí ni a Antonia, eres libre de hacer cuanto te plazca. Creí haberte persuadido ya de que quien cambia el lugar cambia el destino, y es bueno para el necesitado mudar de aires. Ea, sea como quieres. Yo te prometí hacerte rico en las Indias, con dineros contantes y sonantes, no ínsulas ni gobiernos que no están en ninguna parte sino en la cabeza de los locos o en el negro corazón de quienes quisieron ultrajaros con sus burlas. Pensaba que vendrías con nosotros, más como hermano que como criado, pero tienes derecho como criado a buscar hermanos que puede que un día se muestren como caínes.
—No cargue vuesa merced por ese flanco, bachiller —dijo Sancho a punto de soltar el moco—, que se vendrán abajo los baluartes de su criado, y con ellos mi fortaleza. No lo decía yo por tan poco, sino porque sabéis que me espanta poner un pie en la mar, y si estuviese en mi mano conocer a una de esas brujas que untándose van en volandas con su cabrón, yo mismo le pediría que me pasara a Tierra Firme caballero en una escoba.
—Cuenta con que la escoba de las brujas —dijo entonces Sansón— no es más que aquel caballo Clavileño al que os hicieron subir los duques. Ya te lo he dicho muchas veces: no mires que haya agua en el camino, que cuando Dios quiere, tan presto se muere uno en la tierra como en el agua. Y tampoco se te ponga delante decir que las gentes se ahogan en el mar, pues a eso hay que decir que la muerte se presenta cuando Dios lo tiene a bien, y los que se quedan en tierra tampoco viven para siempre.
Quedó melancólico Sancho, pero no conforme, y dijo que si ellos eran capaces de vencer el miedo, él procuraría vencerlo como pudiera.
Lamentó don Luis no persuadirles de que se sujetaran en Sevilla, pero como tenía las entrañas de mantequillas, prometió ayudarles a pasar a las Indias lo mejor que se pudiese, y de allí los llevó al banquero, a quien hizo devolver sin intereses el dinero al bachiller, y quedó de allí a dos días, que era el primer jueves del mes, el de la sesión del Buen Consejo, si bien no lograron arrancar a don Luis una palabra sobre el grandísimo misterio que les tenían reservado.
Luego el bachiller volvió a casa de mejor ánimo, deseoso de contárselo todo a su Antonia, y Sancho se fue a Triana a dejar las bestias.
Buscando al merchán anduvo éste toda aquella parte de Sevilla que le pareció otra ciudad, con sus hornos, sus molinos de harina y aceite, sus lagares, sus tahonas, sus molinos de pólvora, los toneleros con las duelas en la puerta y las bizcocheras de la flota, los fabricantes de jarcias, sus casas llanas, donde vivían aquellas tres mil mujeres que daban a toda Sevilla un tono de alegría perpetua que no tenía ninguna otra ciudad del orbe, entre ellas aquellas dos adonde tenía que haberse corrido Cebadón la noche del asalto, si la bellaquería de Rufino el Mudo y el Pejele no lo hubiera estorbado.
El merchán era de los bellacos. Teniendo las bestias delante, empezó a verles tachas que la víspera no vio, sólo para rebajar el precio, y allá tuvo Sancho que tomar lo que le dio, que fueron ochenta ducados por las dos, y no cien, como había dicho, y vio Sancho que aquélla era una ciudad en la que nadie guardaba su palabra mucho tiempo.
Ya a solas, bajó Sancho al río, y allí, entre unos alisos, donde no era visto, se sentó y quitó de la cañaheja que le servía de báculo la contera de corcho que llevaba. Tomó la idea de aquel extraño caso que juzgó en la ínsula, y llevaba en su bordón, por guardarlos, todos los dineros que llegaban a sus manos, los que le dieron don Gonzalo y don Melchor y los que vinieron de Almanzor, y a ellos sumó aquellos que le dio Sansón a cuenta de su salario. Y, guardados, se volvió a casa más resuelto y contento que nunca, haciendo cálculos para sí:
—Malo será que el señor Crispín Machado, sabiéndome amigo de don Cristóbal, no quiera dejarme a buen precio dos o tres esclavos que venderé allá, que todo gran negocio empieza por poco.
Pues, en efecto, ya Sancho Panza había determinado hacerse negrero, dando al traste con sus buenos propósitos de ser sólo un mandado.
Por su parte, el señor De Mal, en cuanto llegó a su casa de camas, sacó su escribanía de viaje, tomó pliego nuevo, cortó la pluma como quien afila daga, y escribió:
De don Alonso de Mal, escribano y albacea de don Quijote, a sus señores los duques.
Muy magníficas señorías:
Cuando llegaron sus criados a nuestra aldea recabando precisas noticias del bachiller Sansón Carrasco, que como licenciado Medina tanto les afrenta en ese mal libro que vio la luz en Cadalso de los Vidrios, ya él y la pájara de su esposa, acompañados por el necio de Sancho Panza y el ama, habían aborrecido el nido. Nadie supo dónde paraban, y si lo sabía alguno, lo tenía en secreto, y por eso nada pudimos decir entonces. Sepan ahora que se hallan de cierto en Sevilla, y esperan pasar a las Indias en corto plazo. Razones que explicaré en otra me han traído a ellos con órdenes de la Santa Hermandad, pero muy poderosos valedores los protegen, y nada se ha podido. Dense prisa, o también se irán de ésta. Yo vuelvo a mi aldea harto burlado, agraviado y afrentado como v.s.
Muy magníficos señores, besa en Sevilla las manos a v.s. su siervo.