CAPÍTULO DÉCIMO OCTAVO

Cuando Sansón y Sancho llegaron a ella, ya llevaba esperándoles un buen rato el escribano Alonso de Mal. Había llegado a Sevilla la víspera. No había querido Antonia hablar ni quedarse con él y lo dejó solo en la sala de recibir, en tanto no llegara su esposo.

Allí pasó el señor De Mal lo menos una hora, mirándolo todo con detenimiento, los tapices que colgaban de las paredes, los buenos bargueños y las otras cosas que allí tenía el marqués amigo de don Juan Pérez de Viedma, y mordiéndose los puños de curiosidad pensaba de qué modo y cuándo les había mejorado tanto la fortuna a sus vecinos.

Cada mirada del escribano parecía tasar en oro lo que allí había encerrado, creyendo que aquella casa y todo cuanto había en ella era del bachiller y a tono con su bolsa, como le dijo en cuanto lo tuvo:

—Mucho habéis prosperado desde que salisteis de nuestra aldea, señor Carrasco.

—¿Qué queréis? —preguntó Sansón secamente.

—Y yo que creía que erais pobre —respondió el escribano esparciendo la mirada en derredor— y que, según se decía en nuestro pueblo, salisteis limpio de polvo y paja, sin querer un maravedí de vuestro padre. Bien nos tenéis engañados a todos. Vengo en son de paz. Aquí están las informaciones y probanzas que solicitasteis al alcalde y al cura; vienen de mi puño y letra y con su firma, y estas otras cartas que envía a vuestra esposa el licenciado Pérez, nuestro cura, y las que les tomamos a los bandidos que envió Cebadón al pueblo, del padre de Antonia a su madre. En todo os habéis ahorrado los costes, viniendo yo a cierto pleito que se verá en esta Audiencia.

Tomó los pliegos Sansón, dio ásperamente las gracias, y el señor De Mal dijo que también venía a prender a Cebadón. Le refirió Sansón que eso malamente podría ser, por haber muerto, y cómo.

—Llévelo el diablo —dijo De Mal, pensando en sus ducados—. Siempre fue un tarambana. Si, como arguyen estas probanzas que han venido conmigo —prosiguió el escribano—, queréis pasar a las Indias, tal vez os vengan bien algunos dineros. Breve, aquí conmigo he traído cerca de setecientos escudos con que comprar a vuestra esposa la casa, que ya se está hundiendo, y los pegujales que le quedaban a su señor tío, comidos por malas hierbas y zarzas. Don Pedro los ha puesto a la venta, y nadie los compra, y vuestra esposa no ha querido ahora ni hablar conmigo.

—Vos lo habéis dicho, escribano —dijo el bachiller—, ésas son cosas que habéis de tratar con ella.

—Lo habría hecho, de no ser ella tan zahareña.

Salió Sansón a buscar a Antonia. Vinieron y oyó ella del escribano el propósito que le había traído a Sevilla. Dijo Antonia luego que encontraba una desvergüenza que le ofreciese por una hacienda que se estimaba en más de tres mil ducados aquellos setecientos escudos, y que en todo caso era algo que había dejado ya en manos del cura, y que había hecho el viaje en balde, si no era que iba camino del infierno.

—Si no os mueven estas razones —dijo De Mal sin más fingimientos—, acaso os muevan estas otras.

Metió en la faltriquera los mondos huesos que tenía por dedos y sacó un papel que tendió al bachiller Sansón.

Leyó en él Sansón y se le fue la luz de la cara, mientras buscaba donde sentarse.

Antonia se asustó, viendo a Sansón tan pálido.

—Pregunta, pregúntale, hija —dijo el escribano avieso—. Os dirá cómo un abuelo suyo fue quemado en Tordesillas por relajado, y el mucho celo que pone el Santo Tribunal en no dejar pasar a las Indias a ninguno que vaya a infectar aquellos reinos con la Ley de Moisés. Ay, y lo que no darían ellos por ese papel..., y por saber, según se dice, que habéis tomado por esposa a Antonia sin que se os hayan dispensado las órdenes que habéis recibido en Salamanca. Corren tiempos en que todo se sabe, todo se juzga y todo se culpa.

Impulsivo como era, rompió el bachiller aquel papel en cien pedazos ante la mirada de angustia de Antonia y el risueño e irisado semblante del escribano, que parecía relamerse de su triunfo.

—Rasgad, rasgad, bachiller, que aquí traigo otro traslado de esa información que me ha costado mis buenos treinta ducados...

Y mientras lo iba diciendo, sacó a la luz, en efecto, la otra copia, que tomó por una esquina y con un solo y seco golpe de mano desplegó como pañizuelo, mostrándola a los desesperados ojos del bachiller y Antonia.

—Y otro que rompierais, otro que saldría intonso de mi faltriquera como avecica blanca de los dedos de un prestímano —dijo el señor De Mal.

—¿Qué es ello? ¿De qué está hablando, Sansón? —quiso saber Antonia, que exhaló sin vida.

—Es ello, Antonia —reconoció abatido el bachiller—, que si el Santo Oficio quiere, podrá, teniendo ese papel, dejar a vuesa merced en esta tierra, sin poder pasar a las Indias, y a mí me pasará de tristeza al otro barrio. Adiós a nuestros sueños y adiós a nuestra vida, que el expulsarme de estos reinos será para mí morir y para vuesa merced la muerte.

—¡Llévese el demonio nuestra hacienda! —clamó Antonia—, yo se la daré toda por ese pliego.

—Qué discreta mostráis ser para vuestros pocos años, Antonia —susurró el escribano y suspiró profundamente.

El bachiller, mano en mejilla, estaba aniquilado.

—Decidme, escribano del demonio, dónde posáis, y yo iré con un papel donde diga que lo mío es vuestro, y allá pliego por pliego.

—Así sea, pero no tardéis, señora Antonia, que yo quiero volverme pronto a nuestra aldea a gozar lo que es mío, y considerad que pagando por lo que podría tener gratis, he querido ser justo, y quinientos es más de lo que otro en mi lugar y estas circunstancias os pagaría.

—¿No hablabais antes de setecientos? —dijo Antonia cada vez más fuera de sí.

—Que yo sepa, mis labios no han pronunciado otra cosa que quinientos.

Y con esto y decirles dónde tenía la posada, se fue el señor De Mal, dejándolos abatidos y sin esperanzas.

Vino al rato Sancho del mejor humor, pues toda la pena que le había dado desprenderse de Rocinante y su rucio, le había dado alegría haber vendido y a buen precio las otras bestias a un merchán de Triana, a quien debía llevárselas a la mañana siguiente, y pensar en lo que iba a llevar a las Indias empleando ese dinero.

Las caras largas del bachiller y Antonia le dieron a conocer que algo grave había sucedido.

Contó el bachiller en breves palabras el encuentro con el escribano.

—Vayamos vuesa merced y yo adonde vive —dijo Sancho, euforizado por las buenas ventas—, y lo molemos a palos.

—Sea, Sancho —admitió Sansón—. Ni un hombre honrado puede dejarse avasallar, ni se puede atajar este mal con paños calientes ni cauterio. Hay que cortar por lo sano.

—Ay, señor bachiller, que no lo decía yo por tanto. No vaya a ser peor el remedio que la enfermedad y demos en la cárcel, de donde no nos sacarían diez mil don Luises —dijo Sancho, echándose atrás.

Antonia, con mando en aquel negocio y voz recia, hizo jurar a Sansón que no haría nada que pusiera en peligro su vida, y que al día siguiente llevaría ella aquel papel firmado, dándoselo todo al señor De Mal, y por no porfiar más, así lo juró Sansón. Pero a la mañana siguiente se fue Sansón no a casa de don Luis, como le dijo a Antonia, sino a la marina, donde preguntó por los barcos que habían de salir al día siguiente, y le dijeron que tres: uno que partía a Francia, otro que volvía a Valencia y otro más a Génova. De los tres, este último se avenía a sus propósitos.

De allí a un rato vio a un marinero genovés, de unos treinta años y que parecía resuelto, y le hizo señas.

Bajó el genovés del barco, y llevándoselo adonde no les oyesen, le dijo el bachiller:

—El negocio que traigo sólo se podrá cerrar con buen suceso si se hace con discreción y presteza. Sabed que hay en esta ciudad un escribano viejo, por un lado, y una bolsa con doscientos ducados, por otro. El escribano es marido de una dama que me importa mucho. El viejo, que anda en sospechas, ha amenazado con matarla, y huir nosotros de Sevilla, como queremos, serviría de poco, pues a más de escribano, el viejo es de la Santa Hermandad, y pondrá tras nosotros a todos los cuadrilleros. No queremos hacerle daño. Nos contentaremos con que lo pongáis en Génova. Siendo hombre rico, no tardará en hallar a quien le traiga fiado, y para cuando quiera encontrarnos, estaremos tan lejos que no podrá dar con nosotros, así moviera todas las piedras de la tierra. Por ello os daré doscientos escudos en una letra de un banquero de Sevilla contra uno de Génova, que cobraréis cuando os presentéis allí con ese hombre, de quien se dirá en el papel sus señas inequívocas.

Se mostró el marinero de acuerdo en todo con el bachiller, excepto en el pago, jurando por la Madonna que no eran necesarias con él todas aquellas reservas, y que no había que ir a ningún banquero, sino darle a él el oro en moneda. Sansón, que era hombre corrido, sabía que en cuanto aquel hombre tuviese el dinero, dejaría al escribano en Cádiz, si acaso no lo desembarcaba en Berbería o lo tiraba por la borda, y así, le dijo que el trato era aquel que él decía con las cartas de pago contra el banquero genovés, o no lo habría en modo alguno. Y el marinero, no menos corrido que el bachiller, comprendió que sólo como éste decía tendría sus doscientos ducados.

—Todo lo logra el amor —sentenció el marinero—; vengan los doscientos ducados en papel o en moneda o como quisieren venir, reine entre nosotros la buena amistad y triunfe el amor, como en las comedias.

Se dieron la mano el bachiller y el genovés y quedaron concertados para el día siguiente, tras lo cual volvió Carrasco a encontrarse con Sancho, a quien contó lo hablado con el marinero, y lo que harían al día siguiente, que era llevar al señor De Mal con cualquier pretexto cerca de la marina, y allí se haría cargo de él el genovés. A Antonia le dijo que don Luis había salido aquel día a cierto recreo que tenía en Dos Hermanas, y que al día siguiente le vería.

—¿Y no tuve ya un amo loco, que voy a tenerle en vuesa merced más loco que don Quijote? —se lamentaba Sancho.