CAPÍTULO DÉCIMO QUINTO

Al día siguiente de salir de la prisión se levantaron temprano Sansón y Sancho y buscaron a don Juan, y a solas con él, para no ser oídos por Antonia, contaron todo lo concerniente a don Felipe. Le pedían licencia para visitarlo, llevarle algunos socorros y quién sabe si alguna esperanza de sacarlo de allí. Dependía esto último de don Juan.

Sabía el bachiller por el libro que era don Juan hombre muy templado en oír y aconsejar. En cuanto éste conoció el negocio, se puso en pie y empezó a medir con sus pasos la estancia, cruzados los brazos sobre el pecho y una mano en la boca, dando a entender que nadie le hablara en tanto no resolviera.

Al cabo de un largo rato, se detuvo en seco, se propinó un considerable manotazo en la frente, como era costumbre en él, y dijo:

—Ya está. Dejen de mi cuenta este asunto. Primero será informarse. No hay justicia sin información. En tanto no sepamos algo, nada le digan vuesas mercedes a Antonia.

Y, dicho y hecho, se metió debajo de su loba nueva y salió de casa como cuando le apremiaba algo, que era lanzar medio cuerpo por delante, siguiéndole el resto a duras penas, al tiempo que, sin echar la vista atrás, prometió regresar en cuanto tuviese alguna nueva.

De allí a una hora estaba ya de vuelta.

—Señores —empezó diciendo don Juan—, cuanto os ha contado don Felipe es cierto, y me temo que nada podrá hacerse de momento. El caballero a quien burló es tan principal y poderoso, que antes mandaría prender fuego a esta ciudad que dejar en libertad a quien circuló por ella de modo tan manifiesto su cornamenta, y bastante sufrimiento para él es saberlo en la cárcel y no en galeras, donde ha querido, al parecer, ponerlo alguna vez, sobornando a muchos capitanes para que lo llevaran y arrojaran en el mar, donde nadie pudiera verlo, y lo habría conseguido si la falta de su brazo no hubiese sido tan notoria y contra toda ordenanza. En fin, señores, déjenme pensar qué puede hacerse.

Pasaron dos días, sin que ninguno de los tres resolviera qué hacer con don Felipe. Se dedicó don Juan a ultimar su embarque, y los demás a esperar las informaciones que habían de llegar de su aldea, sin las cuales nada podían ir adelantando, y Antonia pidiendo a Sansón a cada paso la llevase a ver el mar.

—¿Para cuándo el mar, Sansón? —le preguntaba al menos diez veces cada día.

Ya para entonces toda Sevilla sabía que estaban en la ciudad tan ilustres pasajeros como el que había sido escudero de don Quijote, y su vencedor, el bachiller Carrasco, y con ellos las mujeres que lo atendieron hasta el final y lo amortajaron, y muchos entraron en deseos de conocerlos. Fue uno de ellos don Santiago Cabeza de Vaca, contador mayor de la Armada, que lo pidió a don Juan. Y de su casa volvían don Juan, Sansón y Sancho una noche. Habían pasado la velada Sansón y Sancho contando por lo menudo aquellas cosas que ya sabían por el libro, y muchas otras que no tuvieron los historiadores ganas, tiempo o humor de poner, lo que le hizo decir a Sancho una vez más:

—Estamos a tiempo, señor bachiller, de quedarnos en Sevilla. Está viendo cómo no pasa día que no quieran las gentes saber de nosotros, y el modo en que nos regalan, que no hay nadie que no se huelgue con nuestras historias. Porque, en mi opinión, si buena es una palabra bien puesta en un libro, dicha no es peor, si se sabe decir. Y vuesa merced, que ha lucido tanta pericia para las cosas de las letras, sin por ello volverse loco, y para las aventuras, sin haber profesado en la caballería andante como mi antiguo amo, ¿no sería capaz de contar más aventuras de nuestro buen Alonso Quijano? ¿Incluso de escribirlas? A tal punto ha llegado el interés por la vida de nuestro amigo, que ya ve que todos quieren saber cuáles fueron sus padres y sus orígenes, y qué hizo en nuestro pueblo, y si fue siempre loco, o si estuvo enamorado de otras damas, y todas las cosas que los historiadores no pudieron referir, por no haber ningún libro en el mundo que pueda dar cuenta puntual de una vida, pues a lo que yo colijo, se precisarían mil libros para contar la vida de cualquiera, hasta la del más porro, como yo, por no referirme a los incontables libros que pudieran escribirse de los pensamientos que cada cual lleva dentro de su cabeza, no por tácitos menos reales que aquellos que se comunican. Y no hablemos de don Felipe. ¿Piensa que vuestra esposa, mi señora Antonia, querrá pasarse a las Indias así sepa que deja aquí a su padre cargado de cadenas? ¿Le perdonará, si acaso un día llega a sus oídos, que le ocultasteis su suerte? Y que se enterará, puede tenerlo por seguro, que en la vida, como en los libros, las cosas suceden para que lleguen a conocimiento de quien menos se piensa, y sabiéndolo uno, lo sabrá todo el mundo. Por eso, vaya vuesa merced al grano con mi señora y hable con ella de don Felipe, que el mozo perezoso, por no dar un paso, da ocho.

—Vamos por partes, Sancho: el amor a nuestra historia y a la de don Quijote. Esto que vemos ahora son verduras de las eras. Quiero decir que pasada la novedad, nos veríamos otra vez pobres, pues si sabidas las cosas, se cansarían del mismísimo Eneas, cuánto más de nuestro buen amigo don Quijote. Estás muy confundido si crees que contar puede hacerlo todo el mundo, y aunque yo quiera, para tener la gracia de los que han contado nuestra historia, no vale sólo con conocerla.

—No sé lo que habla vuesa merced, que siempre se ha dicho que lo que se sabe sentir, se sabe decir, y aunque no se tengan letras, basta con tener la necesidad de decir algo, para que se sepa decir, y no hay nadie tan borrico que no sepa decir pan, quiero decir pienso.

—Desde que aprendiste a leer, Sancho, te parece que todo el monte es orégano. Dejémoslo estar. Y volvamos a lo que importa. ¿Qué haremos con Antonia? Sólo el saber que su padre está en la cárcel le romperá el corazón, y malo sería que del disgusto no perdiera el hijo que me lleva en las entrañas. ¿Y qué decir de don Felipe? Si es como dice don Juan que ha perdido ya casi el juicio, ¿no perderá la vida Antonia al ver que no puede remediar a su padre? ¿Y no le atribulará saber que fue loco su tío y lo fue su padre?

Quiso la suerte, o la mala suerte, que cuando acababa de decir esto el bachiller, entrando en casa de don Juan, se hallase cerca de la puerta Antonia, y llegara a oír estas últimas palabras.

—Ay, Dios, ¿qué es ello? ¿Qué habláis de mi padre tan por lo bajo, qué sabéis de él, qué os han dicho? —preguntó sobresaltada.

Desprevenido del encuentro, Sansón Carrasco balbució cuatro mal dichas razones, que certificaron a Antonia el hurto de algo en lo que le iba la vida.

Se encontraban a esa hora Antonia y Quiteria en el estrado, oyendo a doña Clara y sus ingenuas historias de enamorada, y allí fueron también don Juan, Sancho y Sansón, a quien Antonia dijo:

—Juradme aquí delante de don Juan que mi padre no está en Sevilla.

Guardaron todos silencio.

—Todos sabéis, todos me engañáis... ¿Qué es ello, ama? Dímelo tú.

—Basta, Antonia, sentaos...

Se colmó la sala de silencio, y contó el bachiller cuanto les había sucedido en la prisión, y puso buen cuidado en no pintar a lo vivo cómo dejaron a don Felipe ni las otras cosas que le habían contado a don Juan, y algunas de las que les contó el propio don Felipe, adornadas.

Lo oyó todo Antonia sin abrir los labios, y cuando terminó de contar Sansón, tomó el manto, dispuesta a salir.

No eran horas aquéllas en que pudiera hacer nada por quien llevaba en la cárcel tantos años.

—Pensad en vuestro padre —apuntó don Juan—. Si no le queréis matar, habréis de preparar vuestro encuentro.

Por la mañana se fueron todos a la cárcel, guiados por don Juan, con cuya loba tantas puertas se abrían. Subió primero el juez, con Sancho, y se quedaron abajo Sansón y Antonia.

Hallaron a don Felipe echado en su camastro.

—¿La habéis traído? —preguntó don Felipe al escudero—. No lo hagáis, no quiero que me vea en este estado. Verla ha sido la mayor merced que me haya concedido el cielo. Puedo morir en paz. Es un ángel, el vivo retrato de su madre.

Reparó entonces don Felipe en don Juan y preguntó a Sancho quién era.

—Es un juez bueno —respondió Sancho.

—Será el único —dijo amargamente don Felipe.

—No, que a él debemos haber dejado la cárcel hace dos días. Es amigo nuestro, y como amigo de don Quijote, vuestro cuñado, amigo vuestro también. Y aquí ha llegado para saber de vuestra suerte y traeros una nueva que, a lo que yo imagino, habrá de poneros bueno.

Cuando don Juan, con delicadeza, le insinuó que acaso abajo estuviera Antonia y que tal vez, si él quería, podrían mandarla subir, el anciano dijo:

—No, no, que no vea a su padre en este estado.

Se desvaneció don Felipe, y un compañero de infortunio se acercó a decirles que llevaba desvariando más de lo ordinario desde que lo habían visto, dos días atrás, sin querer probar bocado.

Volvió en sí don Felipe.

—Ay, señores, ¿es cierto que espera Antonia abajo? ¿Y vos quién sois?

Se lo preguntaba don Felipe a don Juan.

Mandó don Juan a Sancho bajase a avisar a Sansón y a Antonia, porque aquel hombre tenía trazas de caer en un desmayo y no salir de él en horas.

Se dejó abrazar don Felipe por su hija, y cuando se soltó el abrazo, le dijo a Antonia:

—No ha pasado una noche sola, desde que me arrojaron a estas prisiones, que no haya pensado en vuesa merced y en todos los pasos que me llevaron, primero, siendo libre, a alejarme de vuestro lado y del de vuestra buena madre, y luego los que me trajeron adonde ya no podía encaminarlos hasta donde estaban vuesas mercedes. A don Pedro, el cura de vuestra aldea, he escrito y abierto mi alma muchas veces. Él tiene orden de que, faltando yo, ha de daros mis cartas, para que leyéndolas pueda vuesa merced acaso perdonarme.

Llegado a este punto le acometió un vahído. Mojó Antonia en la botija un pañizuelo que llevaba, y le refrescó la cara.

Cobró don Felipe el sentido con la caricia del agua, y prosiguió:

—Hace ya mucho tiempo he perdonado al hombre que tanto mal me ha hecho, y ya para morir sólo me falta el perdón de aquella a quien yo más quiero.

Hizo Antonia un gesto afirmativo con la cabeza, porque ni hablar podía de la emoción, y don Felipe siguió diciendo:

—El cielo, en su infinita sabiduría, ahora lo veo, me ha mantenido con vida para este momento. Me voy, amigos, habiendo puesto mi conciencia en paz y dando gracias por habérseme dado una muerte tan buena, que no hubiera sido mejor en un palacio, faltándome vos.

Puso don Felipe sus ojos tiernamente en su hija, y así, al cabo de un momento, los dejó fijos, helados, en el vacío, y murió, admirando a todos cómo un hombre podía con el solo deseo de morir, hacerlo. Viendo Antonia que su padre estaba muerto, se los cerró, sin que cayera de los suyos una lágrima.

Uno de los guardias de la prisión, que sentía por don Felipe tanto aprecio como se compadecía de su infortunio, y que dijo ser hermano de la cofradía del hospital de los Inocentes, se ofreció a llevarlo y enterrarlo allí, y eso hicieron aquella misma tarde.

Volviendo de enterrar a su padre, les dijo Antonia a todos:

—¿Por qué no puedo llorar, si tengo roto el corazón?

Fueron todos con ella de lo más solícitos y cordiales, por consolarla de no poder llorar, como quería, y hasta don Juan mandó a su criado a comprar fiambres a la tienda, lengua de vaca, pernil gallego y un salchichón de Flandes, aceitunas y queso, y a la dulcera obleas y buñuelos, así como hipocrás y alojas para las señoras y moscatel de Málaga para él; incluso, por que nada faltara y en consideración del finado, un poco de nieve para enfriar los refrescos y hacer el banquete fúnebre a tono con don Felipe.

Pero nadie volvió a mentar a don Felipe, ni Antonia, que estuvo todo aquel día más silenciosa que de costumbre.

Sansón, que sólo quería ser delicado con ella en aquel trago, le dijo:

—De mañana no pasa; mañana verás los galeones, Antonia.

Don Juan, siempre animoso, palmoteó.

—Yo iré con vuesas mercedes. Dentro de tres días parte el navío de aviso y esta misma mañana he visto a nuestro capitán, don Cristóbal de la Gómara, y ha tenido a bien mostrarnos a doña Clara y a mí el barco que nos pasará a Nueva España y la cámara donde iremos.

—Al fin conoceré las naos —dijo Antonia con vaga ensoñación—. ¡En qué poco se quedan nuestros deseos cuando anda de por medio la muerte! ¡Cuánto deseaba yo conocer el mar estos días pasados! ¿Y ahora? No querría irme a dormir sin haber dejado escrita una carta a don Pedro, nuestro párroco, pidiéndole me mande por la posta las cartas de mi padre, que ardo en deseos de leerlas. Con un poco de suerte pueden llegar junto con las probanzas.

Se ofreció Sansón a escribírsela, pidió a don Juan tintero, pluma y papel, escribió la carta, llegó el criado con más viandas, se habló triste y alegre, como se acostumbra en los banquetes fúnebres, y se fueron todos a dormir, con el propósito de llegarse al día siguiente al Arenal.