CAPÍTULO DÉCIMO SÉPTIMO

Se hubiera dicho que Rocinante se había enterado de la muerte de su amo, porque parecían haberle caído encima todos los infortunios, y estaba más depauperado que nunca, lo que alargó lo indecible el camino y la llegada a Hontoria.

En la entrada de este pueblo unas mujeres que hacían la colada en un lavajo encaminaron a Cebadón a la casa de la madre de Quiteria, y en ella le confirmaron varias cosas, todas de interés. Que, en efecto, había llegado Quiteria a Hontoria, fuera de la costumbre, por no ser el día de Santiago, hacía tres días, y que lo había hecho a media mañana; que había pasado ésta con su madre; que había visto a sus hermanas y hermanos y demás familia, y que en cuanto hubo reposado el almuerzo, había vuelto a subirse a la borrica, sin que hubiese declarado a qué o a qué no había ido al pueblo, y se había salido de él contando a todos que se volvía a su casa, porque en ese momento Antoñita, la sobrina del difunto don Quijote, la precisaba más que nunca. Y que todos creían que estaría ya de vuelta sirviendo en la casa donde servía. Aunque preguntando más, se supo, por el molinero de Hontoria, que Quiteria había sido vista, pero no en el camino que debería llevarla de vuelta a la casa de don Quijote, sino en el contrario, que llevaba a Quintanar, y de Quintanar a Sierra Morena, y que allí, parados en el camino, el tal molinero y Quiteria habían estado hablando un buen rato, por ser ambos del mismo tiempo y haber jugado juntos de niños. Y que al molinero le extrañó verla en aquel camino de Quintanar, y no en el suyo, pero no preguntó nada, por si era cosa que no le incumbía.

Picó Cebadón a Rocinante, y todo lo trotado que pudo, llegó con aquella extraña nueva, contento de ver que le despejaban el campo para sus propósitos.

Encontró el mozo sentados en un poyo que había en el patio de la casa, entre dos tinajas, a quienes habían sido los amigos de su amo don Quijote, el barbero, el cura, don Frutos, el escribano y el escudero, que acompañaban a Antonia. Todos menos el bachiller, que se había ausentado del pueblo por unos días, según le dijeron. Al fin se había decidido Antonia, y los había hecho llamar, para relatarles la misteriosa desaparición del ama. Esperaba de ellos consejo.

Al principio temió Cebadón que estuvieran allí por algo relacionado con su desmán, y pensó si salir huyendo. Pero se sobrepuso a la primera impresión. Pronto comprendió que Antoñita nada les había contado. Esto le reafirmó en su idea, pensando para sí como si hablase con ella: «Antoñita, tarde o temprano serás mía, y más te valiera que fuese pronto, no sea que el después saque a la luz tu antes».

Los presentes querían saber, todos preguntaron a un tiempo y a todos fue contestando el mozo, que no era tonto. Expuso Cebadón el resultado de su negocio y contó lo que a él le habían contado en Hontoria. Nadie adivinaba la razón de aquella fuga intempestiva, lo cual dio paso, como cabe imaginar, a las suposiciones. Hubo quien aventuró la idea de que Quiteria quizá se hubiera partido hacia La Asunción o Potosí, donde tenía un hermano, cosa que descartaron al punto, pues para ello hubieran sido necesarias ejecutorias de linaje, cartas de la Casa de Contratación y otros papeles que no hubieran podido cosecharse en secreto ni venir tan callando como para que nadie los hubiera visto o sentido, y más para quien, como el ama, no sabía leerlos.

El cura fue de la opinión de que la muerte de don Quijote había trastornado a Quiteria porque algo se barruntaba él de su secreta pasión y había encaminado sus pasos a un convento, porque conocía su condición devota, pero fue Sancho Panza quien más cerca se anduvo de la verdad, aunque a ciegas y tomándose como modelo, al decir que quizá se había marchado de aquella casa, porque ya nada la retenía en ella.

Antonia guardaba silencio y ni siquiera destapó las conversaciones que había tenido con Quiteria los últimos días, por no descubrirles a aquellos señores su aspereza para con el ama. ¿Qué habría pensado su bachiller cuando sus amigos le contaran que ella, una muchacha, lo primero que hacía apenas se veía dueña de su hacienda era despedir a quien tan bien la había cuidado durante veintisiete años?

Fue aquel sínodo de la opinión de que a Quiteria no debía de haberle sucedido nada malo, porque de lo contrario se habrían enterado, ya que las malas noticias vuelan siempre y no hay ninguna que no suela llegar a su destino, y acordó también que no podían ellos hacer otra cosa que dejarla en paz, allí donde hubiese ido a parar, porque a diferencia de don Quijote, Quiteria no estaba loca, y sabría cuidar de sí; cuando había dado aquel paso, sus razones tendría, si bien todos temieron en lo hondo de su corazón, sin atreverse a descubrirlo, que quizá no volvieran ya nunca a ver al ama, y concretamente Antonia pensó, «yo la he matado; todo ha sido por mi culpa».

Sólo Cebadón, a quien aquella desaparición inquietó menos aún que la muerte de don Quijote, insinuó ante la insigne asamblea y por mostrar su condición inoportuna y soez, que quizá aquella fuga tuviese relación con algún tropiezo deshonesto del ama, aunque ni sus años, ni sus tocas, ni sus verrugas favoreciesen esa sospecha.

—Tal vez haya querido —concluyó el mozo, al que lo único que le importó en ese momento fue subrayar la palabra tropiezo mirando a Antonia—, tal vez, digo, lo único que quiera encubrir con esta fuga sea el fruto de sus devaneos y se nos presente dentro de nueve meses con un sobrino o el hijo de una comadre muerta de sobreparto.

Se enfureció el cura con el modo licencioso de hablar del mozo, y exclamó:

—Más tiento, majadero. ¿Qué desenvolturas son esas de levantar falsos testimonios? ¿No has visto cómo ruborizas a Antonia, que no tiene hechos los oídos a oír las inmundicias de un mozo de mulas como tú? Aquí declaro la inocencia de Quiteria y su virtud. Si se ha ido, sus razones habrá tenido y las sabremos a su tiempo, pues no hay secreto que al cabo esté quieto.

Se marcharon todos al rato con las mismas dudas que los habían congregado. Desconcertada e irresoluta, pasó Antonia los días que siguieron. Ni se atrevía a despedir a Cebadón, cada vez más remontado e insolente, ni a enviarle como veredero a buscar al ama, pues precisaba de él para las sobradas tareas que había que hacer en la casa.

Ya habían traído los jornaleros la uva de las viñas al lagar, la habían pisado y se había guardado el mosto en doce grandes tinajas. Había sido buena la cosecha, y de todo se ocupó el señor De Mal como de viña propia, pagó los jornales, lo anotó todo en un libro de asientos y ordenó que se limpiara el corral del escobajo. El olor del mosto avinagraba el aire y lo saturaba de efluvios dulzones que emborrachaban hasta a los perros.

Y aprovechando las horas que el mozo bregaba en el lagar, el escribano se coló en la casa, para hablar con Antonia.

La lascivia del viejo le hacía andar con requilorios empachosos cada vez que hablaba con la muchacha. Ésta lo advertía y no lo advertía, se daba cuenta de ellos y no quería dársela, por no tener que tomar cartas en el asunto, y tenía bastante con disimular el asco que le producía aquel viejo de boca babeante y caspas perpetuas sobre la garnacha.

—Antonia, sabes bien el aprecio que me tuvo siempre tu tío y lo mucho que confió en mí. Yo, porque conservaras lo tuyo, haría lo indecible, pero no va a ser fácil, que los acreedores y prestamistas quieren llevarse ya sus tajadas. No te puedes figurar lo que me cuesta mantenerlos a raya. No me importaría ayudarte, pero he de velar también de lo mío. Claro que sería cosa distinta si lo tuyo y lo mío fuese uno, y tú y yo selláramos ese compromiso en la iglesia.

Ante tal revelación, Antonia hubo de reprimir un gesto de repulsión, y actuó como si el escribano le estuviera leyendo uno de aquellos papeles legales que siempre traía bajo el brazo.

—¿Qué puedes perder? —continuó diciendo—. Yo soy viejo, y pronto te librarás de mí, soy rico, y te sacaré de la pobreza, que sin duda te espera. Y para que veas la rectitud de mi intención, quiero corroborarlo de este modo.

Antes de que pudiera advertirlo y evitarlo, sintió Antonia el cuerpo de aquel hombre encima, y su boca temblona y húmeda sobre la suya, y sus manos huesudas aferrándole los hombros. Lo apartó de sí como pudo.

—¡Cómo os atrevéis, señor De Mal, con una pobre huérfana! Os agradezco la intención, pero sabed que la muerte de mi señor tío me tiene consternada, y no puedo pensar sino en él a todas horas. Os prometo que pensaré lo que acabáis de decirme, y algo os diré. Pero no volváis a hablarme de matrimonio ni mucho menos a hacer lo que acabáis de hacer.

El escribano, que debía de ser un sentimental, se dio por contento y salió de aquella casa creyendo que en pocos meses rendiría aquella fortaleza.

Antonia, sin embargo, se abatió más y más. Se preguntaba: «¿Por qué todos los hombres quieren hacerme suya, menos el que yo quiero?».

Pasaron dos, tres semanas, y Quiteria siguió sin aparecer. Nadie daba noticias de ella.

En el pueblo, propalada por el mismo Cebadón, empezó a correr la noticia de que el mozo se casaría en breve con su joven ama, y de ello se hacían lenguas en todos los hogares. Los pobres envidiaban su suerte, decían: «Nació en un chozo y será el dueño de la casa de los Quijano, de los pegujares, de los campos de labor. El escribano podrá robar a la sobrina, pero con Cebadón no se atreverá, porque es capaz de matarlo. Lo que priva una estampa como la suya. A la quijota se le ha venido a aparecer la Virgen».

No había nada más lejos de la realidad. La primera vez que Cebadón había querido volver a acercarse a Antonia con su viejo propósito, ésta le había amenazado: «Juan, ándate con ojo, si me tocas, te mato», y le mostró una lezna de la que no se separaba desde el día en que sucedió lo que aún creía Antonia que no había sucedido. El mozo, que tenía fama de bravo, se lo tomó en serio, pero no depuso su actitud retadora, y le decía en cuanto se encontraba a solas con ella, en el corral, en la cocina, en las caballerizas, en la majada, entre dientes, sin perder la sonrisa: «Antes te mato yo, si vas a ser de otro.» Quizá sospechara lo del señor De Mal. Parecía pensar: «No me canso, y la naturaleza, con un poco de suerte, obrará a mi favor».

Pero pasaron los días, hasta dos meses, y las cosas no se resolvieron. Y bien la huida de Quiteria, bien el percance con Cebadón, algo cambió de manera determinante en Antonia. Por primera vez en su vida se encontraba irremediablemente sola. Rezaba para que Quiteria apareciese. No tenía a nadie Antonia de quien fiarse. Hizo repaso en su interior una y cien veces y no halló en todo el pueblo una sola persona a la que pudiera abrirle su corazón. ¿No era bien triste? ¿Los amigos de su tío? Todos ellos eran viejos, hombres tan locos en cierto modo como el propio hidalgo. ¿No había que estar mal de la cabeza para seguirle la corriente como se la siguieron, disfrazados como cómicos de la legua? ¡El cura, de doncella, y el barbero, todo un académico, de sacasillas!

Mucho había lamentado Antonia haber sido huérfana, pero nunca tanto como entonces. Ya no pensaba que fuese su padre el que viniera a librarla de aquel terrible trago, porque las desgracias verdaderas no quieren sino un poco de realidad, y suspiraba por ver aparecer de nuevo al ama. «¿Qué voy a hacer con el hijo que espero?», se decía, sin creer que aquel día hubiera ocurrido lo que ocurrió. Comprendió cuánto necesitaba al ama en esa hora, cuánto la quería, ahora precisamente que ya era tarde.

Mientras tanto, admiraba en el pueblo al cura, al barbero, y a todos los vecinos, que una muchacha que no pasaba de los diecinueve años y que no había tenido padre ni hermanos en los que aprender y cuyo único maestro había sido el loco don Quijote, hubiese sacado aquellas dotes de administración y mando y buen sentido, y no se dejase arrebatar la hacienda tan como así. No sabían desde luego que todo era una tregua del escribano. Leía y escribía de corrido como un secretario, administraba drogas a los animales con la sagacidad de un herborista, tejía el copo como una dueña, cuajaba los quesos mejor que sus pastores y no había cosa que le interesase saber en la que no fuese maestra después de dos o tres lecciones. Todos auguraban que en poco tiempo el solar de los Quijano volvería a conocer el antiguo esplendor que las locuras del hidalgo había empañado, y a saldar las cuentas con los acreedores. Trataba a jornaleros, asentadores, pelaires, vendimiadores, mozos y pastores con tal desabrimiento y rigor que todos empezaron a temerla y respetarla. Y sin que nadie se pusiera de acuerdo, empezaron a llamarla, tanto en memoria del caballero su padre como de aquel porte que tenía, doña Antonia de Arce, como se hizo llamar su madre.

El propio Cebadón se burlaba de aquella moda.

—Mucho doña, Antoñita, pero yo sé bien del pie que tú cojeas.

Cada nuevo día era un calvario para la muchacha. Se pasó las noches en vilo, mordiendo la almohada y resolviendo en su interior salidas que se le antojaban locuras mayores que las que cometió su tío. Algunas noches, en su desesperación, el pozo o la soga le parecían una salida, pero al punto los descartaba.

—No dirán que fui más loca que mi tío. No consentiré que se diga nada malo del linaje de los Quijano.

Pero nada de lo que se le ocurría le parecía sensato; y todos los días cruzándose con Cebadón, y éste recordándole: «Por las buenas o por las bravas, doña Antonia, serás mía».

Tampoco el tiempo favorecía. Después de haberse prolongado aquel verano de abrasadoras y pertinaces sequías, los días, cortos y fríos, se encapotaron lo indecible y prácticamente todos llovía. Antoñita decía: «Como no salga el sol, me moriré de pena. ¿Es que nunca va a dejar de llover?».

Aquellas tardes de otoño la melancolizaban especialmente. Le trajeron a la memoria algunas antiguas de las pasadas en ese mismo caserón, junto a su tío, en la niñez. ¿Cómo hubiera sido su vida de no haber desaparecido su padre? Habría transcurrido en Madrid, en Nápoles, en algún palacio, entre los servidores de un noble. Ah, la Corte. ¿Cómo sería la Corte? En su imaginación se pintaban los corrales de comedias, los vestidos y tocados de las damas, los coches elegantes de los caballeros, el bullicio de las calles, el boato de las iglesias, los cantos de figones y tabernas. «Tu madre tenía coche», había oído contar en cierta ocasión a Quiteria, contra el criterio de don Quijote, que prohibió que nadie le devanase con fantasías a su sobrina, él, que llenaría su cabeza hasta rebosar de todos los disparates imaginables. Pero no quería que su sobrina pudiera sentir, como la sintió él un día de su lejana juventud, la nostalgia del ancho mundo. Y sin imaginar que era un terco resentimiento, Antonia no perdonaba a su madre el haberse muerto tan joven, y a su padre el haber desaparecido sin la cortesía de dejar dicho a dónde se había ido, aunque hubiese sido al fondo del mar (una de las hipótesis), dejándole en manos de su señor tío. Sí, había querido a don Quijote, porque como loco no lo fue tanto como bueno, pero no estaba ella hecha para pudrirse en un lugar ovejero como aquél, rodeada por gañanes y pobres gentes como el cura, el barbero y todos aquellos que se decían amigos de su tío y ahora de ella. Sólo Sansón Carrasco se libraba de ese escrutinio. Pero qué mal se llevaban en ese instante pensar al mismo tiempo en aquel bachiller y en el hijo que llevaba en su entraña. No podía ser; si pensar en cada una de esas dos realidades por separado le producía congoja, hacerlo al mismo tiempo le clavaba una docena de puñales, y se creía morir. El bachiller... Y ella, tan severa juzgando a todo el mundo y hallando un enjambre de tachas en su prójimo, encontraba limpio de ellas a su bachiller. Él había salido del pueblo, él conocía Salamanca, había estado en Madrid, había pisado las calles de Barcelona y conocido sus playas... El mar... ¿Daría miedo mirar el mar? ¿Daría miedo cruzarlo? ¿Lo cruzaría si se lo pidiera el bachiller? No, nunca. Ni aunque lo pidiera el bachiller, lo cruzaría ella. Había oído ya incontables historias del corso, de los piratas. No quería caer en manos de los berberiscos, como su vecino Albino, que se estuvo cinco años en unos baños de Argel. Esclava de un arnaúte, mujer de un bajá... La sola idea le erizaba el espinazo con terrores oscuros. Haría cualquier cosa que le pidiera Sansón Carrasco, menos esa de cruzar el mar. ¿Por qué no la miraría nunca, por qué jamás había sorprendido una mirada suya posada sobre sus ojos? ¿No la encontraba hermosa, no la hallaba lo bastante rica?

Y en una de esas largas y penosas tardes de otoño, fugada Quiteria y mantenido Cebadón a raya, Antonia sintió la verdadera soledad, y le quemaba el alma el remordimiento por no haber sabido darle a Quiteria ni siquiera una parte de lo que Quiteria la había entregado a ella en todos aquellos años. Y Antonia, que no había llorado en el entierro de don Quijote, y que no conocía las lágrimas, lloró amargamente.

Era, creía recordar, la primera vez que lloraba en su vida de ese modo. Le entraron lágrimas en la boca. Le supieron saladas. ¿Sabría así el agua marina? Y en medio de su dolor, pensó que no era tan mala como a veces la había dicho Quiteria, porque podía llorar como lloró el ama el día que murió su tío. Quiteria la había enseñado a comer, a vestirse, a lavarse, le había descubierto los secretos de la rueca, la sirga de la aguja, la industria de los guisados y la cisoria. La había traído hacia sí con desvelos, y cuando pudo, la puso a salvo de aquellas manías de don Quijote, que hubiera querido convertirla en una culterana. Cómo le agradecía que la hubiera salvado de esos delirios de su tío.

Y tal recuerdo llevó a Antonia a otro, cuando don Quijote la había enseñado a leer en los mismos libros en los que él acabó perdiendo el juicio. De entonces databa el asco que tomó la muchacha a todas las letras, así fueran minúsculas o capitales; y tanto si los libros eran de caballeros andantes, como si eran pastoriles, los envió uno detrás de otro con parejo entusiasmo a la hoguera, cuando tocó hacer con ellos auto de fe. Y lo mismo habría hecho con los piadosos si por ella hubiera sido, tal aborrecimiento cobró a todo lo que se pareciese, aun de lejos, a un libro.

No, nunca se había llevado demasiado bien con su tío. Cuando era niña dio en pensar que él había tenido la culpa de que su padre se alejara de España y de su vida para siempre. Sólo cuando Quiteria le explicó que fue al revés, que únicamente cuando su madre murió y su padre no apareció, su tío se hizo cargo de ella, Antonia empezó a tenerle ya que no un gran amor, que reservaba en su imaginación para su padre, sí respeto y obediencia, incluso en las decisiones disparatadas, como cuando en aquella primera de pollinos ordenaba que se le dieran al maldito Sancho Panza tres de los cinco que había en la casa.

Alguna vez Quiteria, cansada e impacientada por los caprichos de la niña, que llegó al pueblo cuando ni siquiera había cumplido un año, le decía, «de acuerdo, váyase vuesa merced, doña Antonia, con la familia de vuestro padre, que os recojan vuestros tíos paternos», o aquel otro día que don Quijote, jugando con la niña (y no debía de tener ella más de siete años), delante de Quiteria, le dijo: «Antonia, ¿y por qué has de llamarme siempre tío? Me holgaré mucho de que me llames padre, porque lo soy y me huelgo en serlo». La niña se le quedó mirando, y sin ninguna malicia, le respondió: «Pero vuesa merced no es mi padre. Mi padre es don Felipe Melgar y vendrá un día y me llevará con él». Don Quijote no dijo nada, pero se fue apenujado, y Quiteria, que lo conocía bien, tomó por banda a la mocosa y le soltó aquello de «si tu padre te quería tan bien, ¿dónde están aquí todos esos parientes de tu padre que se hayan hecho cargo de ti?».

Y a pesar de su corta edad, Antonia entendió lo que Quiteria le decía, pero ni llamó padre a quien era tío ni hizo nada para que el tío la llamara hija, sino sobrina, hasta el mismo día en que murió. Pero desde su muerte mudaron algunas cosas. ¡Su tío! Sintió por él en ese instante, y en ausencia de Quiteria, un tierno afecto, como jamás hasta entonces lo había sentido. Antes rameaba demasiado, como para poder quedarse sosegadamente pensando en lo que se sentía o no. Y en ese momento, era ya demasiado tarde para hacérselo saber. Pero al fin descubría el fondo de bondad de aquel hombre, su delicadeza en tratar a todos, en especial a los más débiles, a los niños, a las mujeres, a los criados, a los pastores, a los viejos, y todo el amor que le tenía. ¿Cómo le soportó él sus malos humores, sus repasos, sus réspices? «Basta que desparezca alguien —se dijo—, para que advirtamos lo que perdemos.» Era la primera lección que le dejaba aquella muerte. Sintió el peso real de su orfandad. ¿Por qué razón habría tenido su padre que morir? ¿Dónde, por qué razón había desaparecido su padre? ¿Por qué aquellas cartas tan frías y distantes de sus tías, hermanas de su padre, cuando le habían escrito? Sí, su tío había hecho lo que nadie por ella. ¿Por qué no le había podido querer como él sin duda la había querido?

La regaló como a hija y la educó como a hijo. ¿Tan difícil era reconocerlo? Cierto que no había sacado la afición suya para los libros y las historias, y sin embargo si alguien alguna vez fue comprensivo con ella, ése había sido don Quijote. Ni siquiera le conmovían a la niña las novelas de princesas y caballeros, pero no le importó. Le dijo: «Este mundo es cosa de caballeros; a ti te ha tocado ser la dama de alguno; labra por merecerlo», y se olvidó de catequizarla. No estaba dotada de una imaginación ardiente, en verdad. Al contrario, se ufanaba de tener un gran sentido de la realidad. Ella era, sí, realista, como su tío era fantasista. Si su tío encontraba motivos para arreglar el universo, ella los tenía para arreglar los de su casa. Cuando don Quijote hizo su tercera salida, la sobrina no pudo contenerse, y le espetó con bien amargo tono: «Mejor se estaría, señor tío, quedándose en este castillo nuestro y arreglando todos los tuertos que vuestra salida va a ocasionarnos y a ocasionaros, y no arreglando los ajenos. Quítesele de la cabeza lo de amparar viudas, que aquí quedamos dos mujeres más viudas que la luna. Y no quiera convencerme a mí de que va a socorrer huérfanos, precisamente a mí, que lo soy de antes que me destetaran».

Don Quijote no siempre encontraba fuerzas para estos litigios de carácter con su sobrina, y solía responderle paciente y amorosamente, pero otras veces le daba la callada por respuesta, y se iba, lo cual aún encolerizaba mucho más a la joven, que cuando le veía retirarse sin pelea, le reprochaba de lejos: «Eso, hágase vuestra merced el loco, y déme disgustos, que duraré menos en esta vida que mis señores padres».

Así que a don Quijote se le fueron quitando las ganas de intervenir en los negocios caseros, y los dejó en manos de la sobrina, quien a su vez ignoraba las maniobras del escribano para endeudarlos, quedando todo lo demás, que no era poco, en manos de Quiteria, quien a su vez ignoraba todo lo que no fuesen las cosas prácticas y cotidianas.

Si don Quijote vendía un majuelo para pagarle a Tomás Álvarez Mediavilla, librero de Madrid, los libros que durante un año le había estado enviando, Antonia Quijano se las apañaba para que las cuatro yeguas que había en la casa se quedaran preñadas de un gran burro, y vendiendo los muletos se restañaban las heridas que continuamente sangraban su hacienda los belianises y demás figurones. Don Quijote ordenaba al señor De Mal que vendiese antes de tiempo la aceituna o sus majuelos, porque tenía falta de dinero, y Antonia Quijano convencía, por detrás, al mismo señor De Mal para que le dijese a su tío que no había podido venderla, mientras esperaban ocasión más propicia para hacerlo, al tiempo que el señor De Mal obraba a espaldas de la sobrina, y le engañaba en los pesos y en los precios. Y aunque ponía la mejor voluntad y toda su perspicacia, Antonia se ocupó de que el molinero no les sisara trigo (pero lo sisaban los aparceros), de que sus aparceros rindieran cuentas puntuales (pero se conchababan con el escribano), de que el pastor de sus ovejas no encubriera los partos y escamoteara los corderos (pero la engañaba hablándole del lobo, e iba a medias con el señor De Mal, que veía aumentar de ese modo sus propios rebaños), todo lo cual le permitió a Antonia acuñar una frase que don Quijote había tenido que oír hasta la saciedad, con indecible tristeza. «Ay, tío, qué sola me deja vuestra merced. Ya me gustaría a mí estar tan loca como vos y que me importara todo un ardite y que la hacienda se la llevaran los demonios y quedar nosotros en la calle, como desamparados. No loco vos, sino loca es lo que yo querría ser».

Si don Quijote le respondía, como de hecho así le respondió no pocas veces, un «yo no estoy loco, sino triste», le replicaba ella, «más triste estoy yo de teneros en casa todo el día leyendo novelas, y no me quejo. Bien está que vuesa merced consuma su vida, pero ya le tengo dicho que no quiera consumir su hacienda y consumirnos a los de esta casa».

¡Su tío! Por primera vez le vio como un pobre ser desvalido, y de lo más hondo de sí misma le afloró sentimiento de delicado afecto. Pensando en estas cosas, se quedó adormilada en su escaño Antonia. Tres meses habían transcurrido ya desde la muerte de su tío, dos desde la desaparición de Quiteria, y los mismos desde la partida de Sansón. ¿Se acostumbraría a la una, se acostumbraría a las otras?

Y en ese punto, adormilada en su escaño, oyó violento estruendo y golpes alarmantes en la puerta de la calle.

—¡Quiteria! —exclamó sobresaltada Antonia, que corrió escaleras abajo a abrirla.

No era Quiteria. De haberle dado crédito a un corazón que ya sólo hablaba la lengua de los presentimientos, Quiteria y nadie más hubiera tenido que ser. Se encontró en cambio, alumbrado por una linterna, al bachiller Sansón Carrasco que venía preguntando por el ama, y para saber cómo se encontraba la sobrina.