CAPÍTULO DÉCIMO TERCERO

Era la Real Cárcel de Sevilla temible ergástula. Imponía la lobreguez de su fábrica, el grosor de sus muros, la altura de sus estancias, los recios herrajes de las ventanas. Hasta los hombres honrados la rodeaban en sus caminatas por no oír las lamentaciones y gemidos de quienes imploraban a los transeúntes desde dentro un poco de caridad, limosnas, noticias del mundo de los vivos, ya que era aquélla la antesala de la muerte.

Estaba en lo mejor de la ciudad, frente a la Aduana, junto a San Francisco, y pared con pared de las Audiencias, que se diría no querían perder mucho tiempo los jueces ni guardas desde que condenaban a alguien para encerrarlo. Y llegado el caso, allí mismo lo agarrotaban, ahorcaban o quemaban, o a un paso, como se había visto con los reconciliados de Carmona y la bruja.

Era tan gran casón y con tantas estancias y tan llenas de criminales, ladrones y rufianes, que imponía. Pero también había allí dentro muchos que por no sufrir el tormento prefirieron cargar con delitos que no cometieron, temiendo que les sería doblada la pena si no los confesaban, y éstos eran acaso los que más dolor causaban: ni les creían ni les remediaban. Una vez confesos, allí se consumían, olvidados de todos.

Sancho se vino abajo:

—Señor bachiller: mucho me temo que si me llevan al potro haré yo más canto que una calandria y confesaré haber matado a Abel, si me lo piden. Que en lo tocante a carnes, las mías son tan tiernas que no pudieron sufrir los azotes que concerté con don Quijote. Ya vi entonces, al quinto o sexto que me di, no tener yo cuerpo de mártir. Lo digo por que sepáis excusarme si acaso mis palabras arrastran a vuesa merced a galeras y a mi señora Antonia y al ama quién sabe a qué desgracias.

Sansón y Sancho quedaron amilanados de que pudieran caber tantos maleantes en aquella sola cárcel, pues pasaban los presos de mil ochocientos, según les acababa de decir el sotalcaide con patente disgusto, pues a todos ellos había que darles de beber y a muchos de comer, aunque sólo fuese por matarlos de hambre.

Los arrojaron a Sansón y Sancho a una gran crujía, en medio de la noche. No se podía dar un paso sin pisar alguno de los cuerpos que dormían en el suelo o en traspontines hediondos. Sólo allí contó a bulto Sansón, hombre curioso, doscientos. Costaba respirar, se diría que no quedaba un átomo de aire.

Buscaron un rincón donde esperar la mañana y con ella al juez, que prometió seguir el preguntorio en cuanto se reposara.

Vino la luz del día y se vio lo que tenía aquello de gusanera, tal era el hervor vermicular de aquellos míseros cuerpos hacinados, reptantes, silenciosos.

—Está esto fuera de toda lógica, señor Carrasco —dijo Sancho—, los criminales sueltos y nosotros entre rejas, y ahora más que nunca me acuerdo de don Quijote, que nunca se hubiera dejado atropellar con esta sinrazón. Y cómo entiendo aquello que se dice que cargado de hierro, cargado de miedo, y ya pienso que nunca habremos de ver la luz, pues no hay espelunca que no se ahonde como un pozo cada hora que se pasa en ella. Y ya dura demasiado el que no venga nadie a liberarnos.

—Debe de ser —le replicó el bachiller— que como es esta ciudad la nueva Roma, hay en ella tal catálogo de maldades y mil combinaciones de engaños, que los jueces han de mirar escrupulosamente en los hechos cuáles razones son verdaderas y cuáles falsas, y en las gentes quién es trigo limpio y quién no, y apartar unos de otros, para que los podridos y enfermos no pudran a los sanos. Y en cuanto venga el señor oidor y quiera oírnos, estaremos pisando de nuevo estas calles, como no puede ser de otro modo. Y ahora que estamos en este lugar, he de recordarte, amigo Sancho, lo que nuestro llorado amigo Miguel de Cervantes confesó en el prólogo de la primera parte de la historia de don Quijote, que fue decir que la concibió en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento. Y habiendo estado él en una, como nos dijo su esposa doña Catalina, nada tendría de extraño que aquella cárcel suya hubiese sido ésta, pues en Sevilla vivió él tantos años.

Se encontraba junto a ellos un anciano desmejorado y flaco. Estaba sentado en su jergón, y éste en el suelo, y apoyaba la espalda en la pared. Permanecía inmóvil, como una estatua, con la mirada perdida. Abrazaba sus piernas con un único brazo. El otro le faltaba, como mostraba la manga de su camisa que pendía fláccida a un lado. Apoyaba la barbilla en sus rodillas, que cubría una larguísima barba de patriarca bíblico, despelujada y cana. Vestía un jubón harapiento y unos greguescos que no alcanzaban a cubrirle los huesos, pues había en ellos más agujeros que en las paredes de aquellas mazmorras.

—Aunque no hubiese querido oír a vuestras mercedes, señores, me lo habrían impedido las apreturas que aquí ya habéis notado que tenemos —rompió a decir.

Sancho y Sansón se volvieron a él, y su aspecto, las blancas barbas y aquel rostro en el que era difícil descubrir los ojos, tan hundidos los tenía, les movieron a compasión.

—Excusad mi indiscreción, pero ha sido oír los nombres de don Quijote y de Miguel de Cervantes y no he podido guardar la discreción que en una cárcel es la primera regla. ¿Los conocisteis? ¿Visteis alguna vez a Alonso Quijano, que así era como se llamaba cuando yo lo conocí? ¿Sabéis de Miguel de Cervantes? ¿Sois por fortuna parientes suyos? ¿Están bien, viven? Así lo deseo más que ninguna otra cosa en el mundo, porque en todos los años que he pasado en estas prisiones, que ya van para diecisiete, no habré hallado a nadie que fuese de corazón más noble y compasivo y que llevara la adversidad con mayor entereza y mejor disposición que ese Cervantes, que en este lugar, donde todo son quejas, nadie pudo oír de sus labios una, pese a haberlo traído aquí una grandísima injusticia. Y ningún hidalgo más bueno y noble que Alonso Quijano...

Y llegado a este punto, el anciano rompió a llorar lágrimas que venían sin más acompañamiento que el silencio y hondísimos suspiros, señal de manar de hontanar amargo.

Quedaron Sancho y Sansón suspendidos ante aquel hombre que tan bien parecía conocer a don Quijote y a Cervantes, pues de los dos decía cosas que se ajustaban a la verdad, y no podían comprender lo que llevaba de uno a otro, pero no quisieron interrumpir aquel llanto, por no cortar el hilo de sus confesiones.

—Habéis de saber, señores, que yo soy Felipe Melgar, quien se halla aquí no por sus malos pasos sino por las malas intenciones de otros...

Aquel nombre los llenó de asombro. Bien lo conocían Sansón y Sancho, pero se hicieron señas de no decir nada y dejar hablar al penado, hasta ver en qué paraba.

—Conocí a Alonso Quijano yendo a su aldea en busca de vinos con que llenar la bodega de un gran señor del que fui más amigo que valido, el conde de Montones, y quédese esta historia para mejor ocasión, pero no el decir que este Alonso Quijano tenía una hermana. Estaba ella entonces en lo mejor de la vida, que andaba por los quince años, o alguno más, y era doncella de hermosura extrema. La vi, me enamoré, la pedí a su señor hermano, me la dio y la llevé a la Corte. Y allí, señores, me volteó la cabeza una mujer, y mal aconsejado por uno de los hijos de Montones, cometí la mayor villanía, que fue abandonar a la mía con engaño, diciéndole que marchaba con Montones el Viejo a Nápoles, y no fue sino venirme a Sevilla, con Montones el Joven. Aquí encontré ocupación como aprovisionador de la flota, donde muy pronto, por mis aptitudes y entrega fui estimado y distinguido por quienes podían valerme, y en muy poco tiempo llegué a gobernar a los más de cincuenta servidores que recorrían los pueblos de Andalucía acabalando trigo, aceite y vino por mandato de su Majestad. Y al poco llegó a mí aquel Miguel de Cervantes, y viendo que era hombre muy apto para el servicio, lo empleé. No tuvo el Rey otro mejor, hasta que quiso hacernos pública merced y pasamos a cobrar alcabalas. Tuvo a bien el cielo por entonces, por ponerme acaso a prueba, llevarse a mejor vida a la dama que me apartó de mi Elvira, y conocí y me enamoré de una gran señora, y ella quiso corresponderme, principio de mi desgracia, que debo sólo a una afición a las mujeres que tiene más de enfermedad que de afición. Su marido, uno de los más principales caballeros de Sevilla, la tenía abandonada, mientras corría él tras los placeres que esta Nínive ofrece a todos. Enterado el marido de nuestros amores por uno de sus criados, habló con el mayor bellaco que tiene esta ciudad bajo su bota y a quien se conoce con el nombre de Periquillo el Cojo, que no lo es sino de todas las virtudes que han de adornar a un hombre honrado. Mandó él cuatro jayanes a esperarme en cierto postigo oscuro, y me hubieran muerto allí, de no ser yo entonces una de las espadas más temibles de España, y allí maté a uno de los cuatro, a otro herí, y dos huyeron dejándome en el hombro una muy fea cuchillada. Quiso el herido confesar, por salvar su alma creyendo que entregaba la vida, y decirme el nombre de quien compró su bellaquería. Fue éste el de Periquillo el Cojo, a quien había pagado el marido de la dama. Dejé en aquel lugar al muerto y al herido, corrí a la casa de un alférez amigo mío y allí me estuve un mes tapado. Al cabo hubo de cortarme el brazo un cirujano, y volví a aparecer en Sevilla sin brazo, diciendo que me lo había aplastado un carro. Supo también el marido por sus bravos lo ocurrido, pero no pudo sacar a la luz una verdad que le deshonraba y echó tierra al asunto, pero no en su memoria, hasta saber las angosturas que pasaban nuestros negocios. Habíamos dejado por entonces nuestros dineros y los de las alcabalas en casa de Simón Freire, banquero que los levantó una noche, dejándonos en la ruina y en la sospecha de estar concertados con él. Llegaron apremios, siguieron exhortos, quedamos descubiertos y fue el momento del marido burlado, que habló con unos, combinó, sobornó, informó con perjurio y perjuró sin tasa hasta arrastrarnos a la cárcel a mi buen amigo Miguel de Cervantes y a mí mismo.

Quiso tomar don Felipe algo de agua de una botija que tenía a un lado, y Sancho le ayudó a hacerlo.

—Supe entonces —siguió diciendo tras beber un poco— por cierto escribano que pleiteaba en esta Audiencia que la hermana de Alonso Quijano había muerto y dejado una hija. Escribí luego al cura del lugar, y le dije que lo tomara como confesión, sujeta a secreto, y él me confirmó lo sabido por mí. Y tengo por cierto que ese señor cura ha de ser el santo más grande de la Mancha, pues desde entonces no ha dejado pasar año sin darme nuevas de mi hija, así como de las locuras de mi cuñado, quien dejó de gastar su hacienda en libros de caballería, como usaba, para armarse caballero y salir con un labrador, un hombre tan simple como necio, que le hacía de escudero.

Viendo mentar Sancho a su persona, quiso decir algo, pero una enérgica mirada del bachiller lo sujetó.

—Conoció Miguel de Cervantes —prosiguió don Felipe— mi historia y la de Alonso Quijano, pues en ningún otro lugar se hallan mejores amigos que en una cárcel ni se necesitan tanto, que sólo en encontrar quien nos escuche halla uno más gusto acá que en grandes agasajos fuera. Mostraba gran inclinación este Cervantes a componer versos y comedias, y recibió grandísimo contento en la historia de Alonso Quijano por lo que tenía de loca, y se entristeció conmigo en lo que tenía de triste, que no es Cervantes de los que se huelgan de las tristezas ajenas. Y así empezó a poner aquí por escrito lo que yo le iba contando de Alonso Quijano que me contaba el cura don Pedro, prometiendo él, si salía de esta cárcel, viajar a aquel pueblo y conocer a hombre tan singular. Sólo puedo decir que a nadie he visto reír de mejor gana en esta cárcel que a él mientras iba sacando las palabras de su caletre. Durante el tiempo que pasó aquí, que fueron siete meses, ayudó a quien lo necesitaba, dio limosna a quien pudo, consoló al triste y veló al enfermo, y no por ello dejó de holgarse y holgar con sus historias ejemplares, pues ejemplares eran, y sabía tantas de éstas que era maravilla ver que no se le acabaran nunca. Pasaron siete meses, se probó nuestra inocencia, y se cayeron las cadenas de mi buen amigo, pero no las mías, que mantiene con dineros ese hombre que nunca perdonó mi pecado y hace cada día más imperdonable el suyo. Y esto es cuanto puedo deciros de Alonso Quijano y de Cervantes.

Como en todo lo que hablan los hombres, había en lo que decía don Felipe cosas que parecían verdaderas, y otras que sin ser falsas acaso, lo parecían.

Cuando entendió que don Felipe había terminado de hablar, tomó Sancho la palabra:

—Aquí tenéis, don Felipe, a aquel escudero del que al parecer os ha hablado el cura de nuestra aldea. Yo mismo soy el servidor de Alonso Quijano, Sancho Panza, y podréis ver que de necio y simple tengo lo justo, aunque razones para decirlo y aun creerlo haya tenido algunas, y aun muchas, don Pedro, y hasta yo mismo, pero eso es harina de otro costal.

Sacudió la cabeza don Felipe y miró a Sansón por ver si se trataba de una burla.

—Sabed, don Felipe —dijo Sansón—, que la historia de vuestro cuñado anda ya en libros.

—Lo sé —confirmó el anciano—, no hay quien no haya oído en esta cárcel de él, y hasta el alcaide elevó hace años un memorial al Rey pidiendo mercedes por haberse concebido en ella tan peregrina historia, y le han dado al parecer quinientos ducados.

—¿Ves, Sancho? —dijo Sansón—. Te lo he dicho: el mundo al revés. Muere Cervantes pobre, y hacen rico al hombre que lo tuvo preso. Pero no es esto lo que quiero decir. Yo ahora pienso que se ajusta más a lo cierto esto que nos ha contado vuesa merced, don Felipe, que no Cervantes cuando aseguró que había comprado la historia de don Quijote al hijo del moro que la escribió, un zapatero llamado Cide Hamete Benengeli. Y tengo para mí, Sancho, que este Cervantes y ese Hamete fueron la misma persona, y si no declaró Cervantes que había oído la historia, al menos en parte, de labios de don Felipe, como ocurrió, fue por no darle tres cuartos al pregonero. Sin contar con que Cervantes tuvo la primera noticia de don Quijote hace veinte años y no salió a correr sus aventuras sino apenas hace dos, y no sé cómo pudieron llegar a su conocimiento tan puntualmente todas ellas, hasta las más recientes de su muerte.

No daba muestras don Felipe de comprender cabalmente lo que Sansón hablaba, pero sí Sancho, que dijo:

—Bien pudo ser, señor bachiller, como dice vuesa merced, pero ¿en qué cambian las cosas? La compusiera Hamete o Cervantes, incluso ambos, nosotros quedamos como lo que somos, en lo bueno y lo malo, y la verdad en el honrado honra.

—Pero, Sancho, no cuadran las fechas —rumiaba Sansón desesperándose y con poca resignación por no resolver aquel que tenía ya por intrincadísimo enigma.

—¿Recuerda vuesa merced el cuento aquel que me trajeron siendo gobernador de la ínsula? Sólo dejaban cruzar un puente a quien dijera verdad, y al que no, se le condenaba a morir en una horca que estaba allí delante. Llegó uno y le preguntaron adónde iba, y dijo que a morir en aquella horca que estaba allí. Los que se encontraban presentes dijeron: si le dejamos pasar, este hombre mintió, pues no ha sido ahorcado; y si le ahorcamos, decía verdad, y por eso había de seguir. ¿Lo recuerda? Oí decir a mi señor don Quijote cuando salimos de los estados del duque que éste era cuento antiguo y que ya un filósofo de la Antigüedad murió por extenuación intentando resolver la paradoja del mentiroso, que se pregunta si miente el hombre que dice que miente. Quiero decir, señor bachiller, que éstas son cosas que no conviene averiguar hasta el cabo, y cómo llegó nuestra historia, cuándo y por quién a oídos de Cide Hamete o de Cervantes, y si son uno y otro el mismo, son razones que a nosotros ni nos van ni nos vienen, quedando en ella, como quedamos, tan verdaderos.

No se dio por satisfecho el bachiller, pero admiró el buen juicio de Sancho y prometió de allí en adelante emplear su magín en mejores negocios.

Por su parte tampoco sabía don Felipe si aquello era una fábula o si soñaba despierto, porque siendo de aquel pueblo, sabrían cómo estaba su hija y les pidió que por nada del mundo le dijeran, si acaso llegaban a verla, en qué estado tan triste se veía su padre, pues no deseaba él ya más que pasar a mejor vida, sin darle ocasión de vergüenza y aflicción.

—Ya todo se ha tramado de modo que no podáis impedir lo que ha de ser —le dijo el bachiller—. Ante vuesa merced tenéis a un hijo. Yo soy, señor, el bachiller Sansón Carrasco, esposo de Antonia, vuestra hija, que espera a unas manzanas de aquí, en la posada del Carbón, y habrá de venir a vernos, a lo que imagino, de aquí a un rato.

No puede pintarse aquí la impresión que recibió don Felipe al oír esto: se agitó el hombre lo indecible, como si le faltara aire, entre temblores, y cayó desvanecido a un lado. Pensaron que la noticia lo había muerto, y le acercaron la botija, revivió el anciano, se incorporó en su triste lechiga y empezó a decir y hacer cosas en verdad de quien hubiese perdido el juicio. Acudieron otros presos que lo conocían bien, y dijeron que le acometía de vez en cuando aquella agitación, y entre todos trataron de socorrerlo.

Quiso también Sancho sosegarlo diciendo esas cosas que dicen los tranquilos a los desesperados, los saciados a los hambrientos, los sanos a los enfermos, los vivos a los muertos, y muerto parecía don Felipe, aunque tuvo aún fuerzas para decir esto que sigue:

—Que la vida nos junta a todos y dispersa de modo peregrino es cosa acreditada, pero hay en ello tal maravilla, que es difícil de creer que no estén detrás de todo ello los demonios, que quieren por razones escondidas juntarnos y perdernos. Y miren vuesas mercedes, por caridad, que todas éstas no sean burlas del enemigo que me tiene en estas cruelísimas prisiones.

Le dijo Sansón que eran muy veras, y prometió tomar en sus manos su asunto, y que no temiese fueran él ni Sancho contando a Antonia nada de lo que él no quisiese.

Mucho agradeció don Felipe estas palabras del bachiller, y quiso saber a la sazón si su hija Antonia era alta, baja, hermosa, como su madre, si era discreta y diligente, y todas esas cuestiones se las satisficieron Sancho y Sansón, pero vieron que cuantas más cosas le contaban, más le apesaraban al anciano y le sumían en la desesperación.

Advirtiéndolo Sansón Carrasco, quiso distraerlo de aquella curiosidad suya, porque pensaba que acabaría con él, y así, le pidió que refiriera alguna cosa más de las que le contó Miguel de Cervantes mientras estuvieron juntos, y por satisfacer a sus nuevos amigos contó y contó don Felipe, cada vez más animoso.

Y hablando se les pasó aquella mañana, y llegó el sol al mediodía, y por allí no aparecía ni juez ni alguaciles de quienes recabar noticia de su causa.

Hasta que a eso de la media tarde vieron que venían hacia ellos conducidas por un hombre Antonia y Quiteria. Al advertirlo, y por que no llegaran a donde estaba don Felipe, corrió Sansón a su encuentro.

Llegaban a traerles un poco de empanada, la bota de Sancho, una frazada, por si tenían necesidad de ella, y lo que era más importante, la palabra del juez de pasarse él por la cárcel de allí a un rato para tomarles declaración lo más pronto que pudiera.

Miraban a todo esto Sansón y Sancho con disimulo por el rabillo del ojo a don Felipe. Se tapaba éste el rostro por vergüenza, pero no tanto como para no mirar por entre los dedos a Antonia. Y Antonia, a quien nada habían dicho, miraba a don Felipe también atentamente, sin atreverse a decir nada, imantada por él:

—¿Y cómo pueden tener preso a un anciano como ése? ¿Qué grave delito habrá cometido quien tiene un semblante tan noble y maneras tan señoriales? —dijo ella, y ordenó a Quiteria fuese a él y le diese cuatro reales.

No sabían el bachiller ni Sancho qué hacer ni decir, cuando vino a sacarles del apuro un corchete.

Los reclamaba el juez. Por no alargar más los adioses, se despidieron Sancho y Sansón de don Felipe, prometiendo volver.

Se echó a llorar el anciano, que no podía apartar los ojos de Antonia, y ésta quiso acudir a socorrerlo, de no ser porque Sansón se lo estorbó, diciendo que no era bueno hacer esperar a un juez, debiendo muchos galeotes su condena a una digestión de éste mal hecha, un catarro intempestivo o una espera inoportuna.

Condujeron a los cuatro a una estancia de la planta baja de la vecina Audiencia, donde hallaron al juez que la noche anterior había pasado por la posada de la plaza del Carbón.

Los hizo esperar ante sí, de pie, mientras acababa de leer unos pliegos. Si por la noche su aspecto era malo, a la luz del día era temible. A sus ojos saltones se añadía un vináceo lobanillo bajo la oreja. Acercaba sus lentes al papel, por leer con mayor comodidad, y expectoraba de continuo tosecillas de gato. Sus ropas negras sugerían la estrechez de su ánimo y el cuello de lechuguilla todas las vueltas y revueltas de las leyes para aquellos desgraciados que no contaran con buenos dineros o mejores valedores. Todos allí parecían respetar a aquel hombre sobremanera, a juzgar por el silencio que se creó a su alrededor.

Sancho, en un susurro, sin apartar los ojos del juez, le dijo al bachiller:

—Algo me dice, señor Carrasco, que va a ser necesario que empleéis todas vuestras letras con ese hombre. No parece de los que se compiadan de nadie.

Y fue decirlo en mala hora, pues aun sin haber oído lo que decía, levantó el juez la mirada del pliego e interrogó a todos y a ninguno:

—¿Decís?

Sansón y Sancho se dieron por condenados. También lo sintieron así Antonia y Quiteria.

Entregó el juez el pliego a un oficial, y preguntó quién de los presentes era Antonia Melgar.

—Habéis de saber que Manuel Carreño, dueño de la posada del Carbón, manifiesta haber cerrado esa noche, como todas, la puerta de su casa con llave y tranca, y que no habiendo sido forzada la cerradura ni sacada de su muro la tranca, cabe concluir que les fuese abierta desde dentro a los asaltantes; y considerando: que vos conocíais a uno de ellos, Juan Cebadón, muerto esa noche, no se sabe por quién, etcétera, etcétera... ¿Qué tenéis que decir?

Refirió Antonia al juez en sucintas palabras lo que había sucedido esa noche, que no era otra cosa que, a lo que ella sospechaba, habían tratado de robar las escrituras de sus propiedades allá en el pueblo, mandados seguramente por el señor De Mal. Y cómo aquel mozo, que traía el caballo del señor De Mal, había sido gañán de su tío, primero, y luego de ella, y cómo no había podido sufrir que se casara con el bachiller, allí presente, como tampoco el señor De Mal, que la había requerido en matrimonio y a quien había despechado diciéndole que no...

—¡Tate! —interrumpió el juez, que debía tenerse por muy sagaz—, enredos de amor tenemos...

—¿Qué insinúa vuesa merced de mi esposa? —saltó Sansón colérico—. Yo soy su marido.

—Y yo la autoridad —cortó el juez— y hablará quien yo diga. Vuesa merced, chitón, y oíd bien, que esto es lo que pasó, y llevo mucho visto en esta vida como para errar algo tan simple.

Empezó entonces el juez a formar de todo un lío tan alejado de la verdad y de la lógica, que Antonia no hacía sino mirar a Quiteria con expresión atónita y sin atreverse a decir palabra, y Quiteria a Sancho, y Sancho a Sansón, que no le quitaba el ojo a aquel hombre estrafalario que en un minuto dejó tan enmarañado su suceso, que ni todos los leguleyos del reino ni la plata de tres flotas ni los favores del mismo Rey lograrían desenredarlo en cincuenta años.

—... por todo lo cual —abrochó el juez— doy en sentenciar y sentencio se vuelva a estos hombres a prisión en tanto se sigan las informaciones.

Sansón Carrasco, que no podía sufrir tanta cerrazón y necedad ni las sofisterías de un juez envanecido, quiso tomar la palabra y protestar del atropello, pero aquel hombre, que debía de tener una gran habilidad en despintarse, desapareció dejándoles en manos de las guardas y a Sansón gritando:

—¿Cómo es posible tal injusticia? ¿De cuándo acá van los inocentes a la cárcel y quedan libres los bellacos y criminales y los jueces necios? ¿Dónde, a quién podremos clamar? ¿No acabáis de verlo?

Se lo preguntaba a los guardias, que ponían ojos de circunstancias, y uno de ellos, un viejo al que parecía costar trabajo sostener el lanzón, le dijo:

—Han venido vuesas mercedes en mal día, pues es sabido en toda Sevilla que este don Luis de Valdivia no es mala persona, pero se va a las regiones boreales para juzgar sucesos que un niño deja listos en lo que baila su peonza.

Echaban rayos los ojos de Antonia, lágrimas los de Quiteria, que la abrazaba, y Sancho, que hasta entonces había permanecido en el más respetuoso de los silencios, estalló colérico:

—¡Oh bellaco, villano, mentecato juez, necio y pellejo, malmirado, descompuesto y atrevido! Hasta yo, que no tenía letras, juzgué mejor que aquí se ha juzgado hoy. ¿Dónde se ha visto que cien sospechas valgan lo que una evidencia? ¿En qué Partidas está puesto que la ausencia de culpable culpa al primero que está presente, sólo por estarlo, aun no teniendo nada que ver en ello?

De nada sirvieron los denuestos y reniegos de Sancho, ni los rayos de Antonia y de Quiteria, ni las razonables razones de Sansón, que quería le condujeran a quien escuchara con más juicio. Al fin los guardias, mudos pero no sordos ni ciegos a lo que allí había sucedido, los iban empujando hacia la prisión, y lo hacían todo lo delicadamente que se lleva la novilla al matarife.

—Y aún vuesas mercedes den gracias al cielo, que no ese que llevan a la horca.

Y así era, que venía hacia ellos un hombre entre cuatro, quien al pasar junto a Sansón se le encaró:

—¿Y vuesa merced qué mira? Como yo me veo, vuestra merced se verá.

Pero quiso el cielo, o los hados que los protegían, que se encontrara aquel día en la Audiencia de Sevilla aquel licenciado Juan Pérez de Viedma que vino a posar en la venta adonde fueron a parar don Quijote y quienes iban en pos de él tras las penitencias de Sierra Morena, don Gonzalo y don Melchor, y sus damas, y aquel capitán cautivo que venía con la hermosa Zoraida.

Marchaba entonces Pérez de Viedma, como es sabido, camino de Sevilla con su hija doña Clara. Iba provisto del cargo de juez a la Audiencia de México y le esperaba allí su hermano menor, muy rico. Marchaba aquel juez contento de su buena ventura, si no era porque se llevaba la pena de no saber nada de otro hermano, el mayor de ellos, que había seguido la carrera de las armas y que por noticias sabían cautivo en Argel. Y el tal cautivo, por esas cosas que pasan en las historias y las novelas, y sin saberlo su hermano el juez, estaba allí, en la venta, y sabiendo él que estaba allí también su hermano el juez, no se determinaba a dársele a conocer, por si éste se afrentaba viéndole con aquellos tristes harapos y tan mísero. El cura don Pedro fue quien tomó en sus manos el negocio de decirle quién era aquel cautivo, y como no podía ser menos, todo quedó resuelto.

Lo conoció al momento Sancho, y como el náufrago que se abraza a un trozo del maderamen de la galera que se ha ido a pique, así le gritó, antes de que desapareciese entre la multitud que abarrotaba aquellos corredores.

—¡Aquí, don Juan, válganos! —gritó Sancho.

Don Juan, que no sabía de dónde venía aquella voz, miró a todas partes, y no conociendo a ninguno de los rostros que lo rodeaban, siguió su camino. Desesperado Sancho, volvió a sus voces:

—¡Don Juan, válganos, que nos pierden!

Vio al fin a Sancho, y echó la cabeza atrás, como si necesitase esa distancia para darle camino a la memoria. Y así, con la cabeza echada atrás, se fue acercando a él.

Cuando lo tuvo delante, Sancho, rodilla en tierra, tomó su mano, la besó, y pese a los esfuerzos de don Juan por desasirse, no lo consintió Sancho:

—Señor licenciado, hace un tiempo quiso la vida ponernos a todos en cierta venta, donde vuesa merced encontró a su hermano mayor el capitán cautivo, y nosotros el camino de vuelta donde poner a mi señor don Quijote en el de curarse.

Se dio el juez con toda la mano abierta un palmetazo en la frente, y exclamó risueño, feliz tanto de aquel suceso como de recordar al fin dónde había visto ese rostro del que le tenía tomada la otra mano.

—¿No sois vos Sancho Panza? ¡Voto a bríos! ¿Han traído preso a vuestro amo don Quijote? ¿Eso es? ¿Qué ha hecho esta vez? ¿Dónde lo tienen preso?

—Ojalá hubiera estado él en esta Audiencia, señor —dijo el escudero—. En paz descanse. No habría permitido tal afrenta. Los presos somos nosotros.

Le presentó Sancho a sus amigos y contaron entre todos lo sucedido en breves razones.

—¿Y quién es ese juez que os ha puesto de este modo?

Supo el nombre de don Luis de Valdivia, y ordenando don Juan a los guardias que los conducían que lo esperasen, se fue.

Allí quedaron suspensos todos y al rato vieron volver a don Juan, y con él al alférez de las guardas, que ordenó dejasen en libertad a aquellos dos hombres.

Besó Antonia la mano de don Juan, como la había besado antes Sancho, le dio rendidas gracias Sansón, y dejaron aquel lugar con más acucia que serenidad.

Ya afuera, les pidió encarecidamente don Juan que lo acompañasen a su casa, donde contaría con mayor reposo lo sucedido.

Tenían alquilados don Juan y doña Clara unos aposentos en una casa del marqués de Ayamonte, de la calle de Vizcaínos, y mientras caminaban hacia ella, fue contándoles el caso don Juan.

—Sabed que no es malo mi amigo don Luis, sino que sus muchos años lo confunden a veces, y ya habéis visto que no ha puesto ningún reparo a dejaros libres, cuando se lo he pedido.

—Y menos mal que no es malo —dijo el guasón del bachiller—, que de haberlo sido, sabe Dios que no habríamos dejado esas prisiones hasta el día del juicio, pero no el nuestro, sino el Final.

Rió de buena gana don Juan Pérez, y dijo que todo en esta vida estaba trenzado de esa manera, y que hacerse mala sangre por ello era escupir al cielo.

Llegaron en eso a la casa de Vizcaínos, que era una de las antiguas y nobles de Sevilla. Estaban los aposentos magníficamente aderezados, con una sala principal de recibir, y allí se sentaron a una mesa, después que la vistieron de sus manteles.

Quedaron admirados los cuatro de la hermosura de doña Clara, tanto como de la liberalidad y gentileza de su padre, al que no hacían sino reiterarle la gratitud con que los obligaba a servirle el resto de sus vidas. Pero no siendo don Juan de aquellos que se dejan regalar los oídos, pidió a sus amigos no volvieran a repetirse allí esas loas, y pasó a preguntarles cómo había sido que había muerto don Quijote:

—Porque habéis de saber, Sancho —siguió diciendo don Juan—, que así como os dejamos, concertamos que mi hermano y Zoraida se volviesen a Sevilla y se avisase a nuestro padre de la libertad de su hijo y de nuestro encuentro, para que, en cuanto pudiese, viniese a encontrarse en las bodas y bautismo de Zoraida, ya que a mí no me era posible dejar el camino que llevaba. Pero quiso el cielo disponer otra cosa, y apenas llegamos a Sevilla, cayó mi hermano enfermo de una extraña enfermedad. Por no desampararle en aquel trance, y creyendo que moriría, dejé partir la flota y quedé yo al lado de su lecho y doña Clara junto a Zoraida, y al poco se celebraron la boda y el bautizo, sin esperar a nuestro padre, que se puso en camino sin saber si vendría a bodas o funerales. Tuvo Dios a bien sanar a mi hermano, volver el ánimo al corazón de Zoraida, que se veía ya en esta tierra sola y a la deriva, y llenar de tanto contento el de mi padre como no se puede encarecer, y hace una semana se han vuelto los tres a nuestra aldea, mi padre aficionadísimo de Zoraida, a quien ya ama más que a una hija, Zoraida dando gracias a Leila Marién, que así llamaba ella a Nuestra Señora, por cumplir sus deseos, y mi hermano deseoso de darle a nuestro padre compañía y amor en sus últimos años. El estar ocioso este tiempo me ha llevado a la Audiencia, donde tengo grandes amigos, como el bueno de don Luis, que ha estado a punto de costaros un disgusto, y otras principales personas de esta ciudad que nos hacen merced teniéndonos en tanta estima. Una de ellas, doña Isabel de Ulloa, viuda del que fue maestre de la Orden de Santiago, don Álvaro Fernández de Pimentel. Por entretener nuestros ocios, quiso prestarme esta gran dama la historia de don Quijote, en la que ella había encontrado tanto solaz. ¿Entendéis la sorpresa que recibí al hallaros en la Audiencia? No parecía sino que yo mismo seguía en la novela, y he resuelto antes de pasar a las Indias en el navío de aviso, de aquí a unos días, comprar al librero dos cuerpos de ese libro, uno para llevarme conmigo y otro para mandarlo con la posta a mi hermano, que estando como está nuestra aldea tan escondida, no lo hallaría en parte alguna de aquéllas. Le causará a él, a lo que imagino, más contento aún el ver su historia tan bien contada, que no parece, leyéndola, sino que allí seguimos todos en aquella venta el día en que volvieron los cielos a juntarnos. Pero dime, Sancho, ¿y cómo es que murió don Quijote?

Le dieron noticia breve y sucinta del fin del caballero, y de cómo murió cobrando la razón, así como de todo lo demás. Quiso saber don Juan si conocían a ese Miguel de Cervantes, pues pensaba que si era como la mayoría de los autores, o sea pobre, querría enviarle unos socorros por la merced que les había hecho a él y a su hermano trasladando su vida a los papeles. Le contó entonces Sancho cómo habían tenido él y el bachiller la misma idea, y que fueron a la Corte a darle ciertos dineros, y en la Corte les esperaba la nueva de que Cervantes había finado por las mismas fechas que don Quijote, y le hablaron a don Juan de la segunda parte de su historia, y que si se había holgado con la primera, más aún lo haría con la segunda, encareciéndole que no dejara de leerla.

De haber estado solo, hubiera salido a buscarla en ese mismo instante en alguno de los libreros sevillanos, y sabiendo de Sansón que él la tenía consigo, ordenó a sus criados fuesen a recoger la impedimenta y las bestias de sus amigos a la posada del Carbón, donde no estaban seguros, y las trajesen allí, y les habló de la mucha merced que recibiría de ellos si aceptaban ser sus huéspedes el tiempo que aún siguieran en Sevilla, y aun el tiempo que fuese menester, lo que le hizo decir a Sancho:

—¿Ve, señor bachiller, cómo la memoria de don Quijote bastaría para ir de lugar en lugar, de ciudad en ciudad, de venta en venta, y en todas partes encontraríamos a gentes como don Juan, que por conocer las nuevas de don Quijote, amo mío y del ama, amigo suyo y tío de su sobrina, nos querrían agasajar mejor que si fuésemos sultanes? Cuanto podemos contar nosotros no se sale un punto de la verdad de los sucesos, virtud ésta que pone a los hechos por encima de todas las invenciones. Y no me extrañaría nada que pasados los siglos, así como mi amo enloqueció leyendo sus benditos libros de caballería, se viera enloquecer a quienes lean nuestra historia, y cometer parecidas locuras a las que cometió mi amo, fatigando hasta el último pelo ese libro nuestro, cortándolo en tres y aun en cinco. Dígale, háblele, don Juan, persuada al bachiller, que a mí no me hace caso. Dígale que sin salir de estos reinos viviríamos harto mejor de sólo hablar de don Quijote que fatigando las Indias.

—En esta última ocurrencia —dijo en esa sazón don Juan— reconozco al Sancho que conocí. ¿Y cuándo aprendisteis a hablar así? En el libro yo os dejé tal y como os recuerdo de la venta, diciendo, y excusadme el atrevimiento, simplezas no por donosas menos simples.

—Puede decirlo así, don Juan, que no ofende la verdad dicha sin ánimo de escarnio, y yo era simple entonces, y seguramente sigo siéndolo ahora, pero no tanto como antes de ponerme al servicio de don Quijote, que sólo de oírlo a él y a cuantas gentes conocimos, algo se me habrá pegado. Y para que vea en una muestra si soy o no el mismo, le digo que de casta le viene al galgo ser rabilargo, y quien tiene arte va por toda parte, y más vale saber que haber, y sí es verdad que entonces era, y ya no soy, pero tras un tiempo viene otro, y agradezco de vuestra merced tanto requiebro, pero no está ya el alcacel para zampoñas, y cada uno es como Dios le hizo, y aún peor muchas veces...

—Basta, Sancho, que por todos estos refranes y la manera de ensartarlos veo que seguís siendo el mismo, aunque lo disimule lo rodeado del habla y ese desmedro de carnes que lleváis encima.

—Y aún no sabéis lo mejor —intervino Sansón—, que aquí donde le veis, nuestro buen Sancho o Sancho el Bueno, como ya se le conoce, ha aprendido a leer tan de corrido como un procurador, y si no en menos tiempo que canta un gallo sí con mejor provecho, y aún no hace una semana escribió de su puño y letra carta misiva a su Teresa Panza.

No pudo creerlo don Juan, y hubo de hacer Sancho una muestra precisamente en el libro de don Quijote, que tenían a la mano.

Pasaron aquella tarde en amenísimos coloquios los seis, donde pareció que no quedaba nada sin tratar, desde el extraño asalto de que habían sido objeto en la posada del Carbón, que les resultaba un misterio envuelto en sombras que parecía tener dentro un enigma, hasta aquellas cosas que convenían a su marcha al Perú, sazonadas éstas con muy buenos consejos, como era de esperar de un hombre prudente y sabio como don Juan...

Y la felicidad hubiese sido completa, de no ser porque a lo largo de la tarde muchas veces se miraron Sancho y Sansón. En el pensamiento traían prendido el recuerdo de don Felipe.