CAPÍTULO PRIMERO

Feliz Alonso Quijano, también llamado don Quijote de la Mancha, honra y prez de la caballería andante, que murió sin conocer lo que la vida les tenía reservado a sus parientes y amigos. Feliz él.

Al morir don Quijote todo fue de mal en peor en aquel pueblo, y Sancho Panza, el bachiller Sansón Carrasco, Antonia Melgar, sobrina de don Quijote, y Quiteria Romero, ama suya, abandonaron la aldea. Cada cual la dejaba por sus propias razones, más o menos inconfesadas, aunque legítimas.

No la abandonaban porque dijeran que iban a mejorarse fuera de ella, aunque se lo repitieran una y otra vez para alentarse, sino porque pensaban para sus adentros que era difícil ir a peor, si se marchaban. Vivir engañados es parte sustancial de la esperanza, y los cuatro esperaban, menos morir, grandes cosas de la vida. Por eso vivían ya, cada uno a su manera, desesperados, si no muertos.

Había quedado suspendida esta historia, tras la muerte y entierro de Alonso Quijano, en aquel punto en que su sobrina, el ama, el escudero y el bachiller salían del lugar a cencerros tapados, camino de Sevilla.

El propósito de pasar a las Indias encogía el corazón a Quiteria y a Antonia, se lo ensanchaba a Carrasco y respetaba el de Sancho Panza, porque al antiguo escudero de don Quijote nadie le había dicho todavía que fuesen a llegar tan lejos.

Sancho creía otra cosa. Sancho creía... Quién puede saber lo que creía Sancho. Tenía las ideas confusas y lo que deseaba estaba demasiado trenzado para saber exactamente lo que iba buscando en aquella su tercera salida como aventurero.

Días atrás, volviendo de Madrid, adonde habían ido a llevarle a Miguel de Cervantes unos socorros él y el bachiller, Sancho le había dicho que habiendo conocido la libertad no podía ya vivir ni un día sin ella, cuánto menos una vida. Se refería a aquella de vagabundaje, como escudero, que tuvo con don Quijote. Para él no la había habido mejor. Lástima que hubiese llegado tan tarde a ella y que don Quijote se le hubiese muerto tan pronto. Aunque es verdad que en su vida vagamunda hubo de todo y no siempre había salido venturoso: le habían manteado, le habían robado el burro, a menudo la cosa se ventilaba a puñetazos, pero un día encontraba un esquero con cien escudos, otro día su amo le libraba unos pollinos, acá conocía a una duquesa que le regalaba un traje nuevo de montero, allá a un gran señor que los tenía a cuerpo de rey en su casa sin más labor que hablar... Hablar era lo que más le gustaba a Sancho, lo que mejor se le daba y lo que más les placía de Sancho a cuantos le trataban. Era un don que él tenía. Luego murió don Quijote, y Sancho cambió, se tornó taciturno y melancólico, y gracias, las precisas. Aprendió a leer. De hecho aprendió a leer con el fin de leer su propia historia tal y como la contó Cide Hamete. Se dijo: «No sé quién soy». Mal asunto. Quien se dice esto no suele estar demasiado conforme con lo que ha sido, y Sancho se dijo además: «Sin saber quién soy, no podré saber nunca quién quiero ser. Con ser Sancho no me basta. Rían otros con él, que a mí me quedan muchas veras». Así es como empieza a roer el corazón humano la melancolía, y leer es lo más parecido a probar el fruto del Árbol de la Ciencia. ¡Melancólico Sancho, quijotizado Sancho! ¡El mundo al revés! Se hubiera dicho que don Quijote había muerto cuerdo para que Sancho pudiera enloquecer a su sabor.

Al principio todo fueron cálculos de jornalero. Las veces que salió con el señor Quijano, había ganado en dos o tres meses lo que en un año. ¡Y qué inviernos luego, tan llevaderos! Labrar cestos, aperar astiles, pasar higos, trasegar vino, bellotear los campos... Él era el campeón de las bellotas, el adalid de los porqueros. Sin olvidar la fantasía de ganar una ínsula o una gobernación. Ésa sí que no se paga con nada. Claro que, después de leer su historia, a Sancho se le cayeron los palos del sombrajo, como suele decirse, y ya sabía que aquellas ínsulas habían sido recias burlas. La ignorancia es también, por esa razón, la mejor amiga de la felicidad. «Mujer, esto mío ya no lo sanan dineros», le había dicho a su Teresa tras la muerte de don Quijote. Teresa, que tantas ilusiones se había hecho de acabar gobernadora, maldijo su suerte, y se desazonó: «Éste no es mi Sancho», y se diría que estaba deseando perderlo de vista. Sin él vivía mucho más tranquila, y siempre estaba a tiempo de recriminarle que no le veía nunca, porque se andaba por ahí holgando y dándose pisto con los señores.

O sea, que Sancho Panza esa mañana se dijo: «No aguanto más».

Conocía ya de las otras dos veces aquella sensación. Al salir del lugar se le ensanchaban los pulmones y se le despejaba la cabeza. Con su mujer Teresa Panza se entendía y no, quiere decirse que si estaba lejos de ella, la echaba algo de menos, pero cuando permanecía más de tres días a su lado, también a él se lo llevaban los demonios y quería perderla de vista. No entendía que a su marido ser Sancho a secas le supiera a poco.

Lo que le dijo exactamente Sancho al bachiller Carrasco volviendo de Madrid fueron estas palabras: «Si me quedo aquí, voy a consumirme, como mi amo. Y sería nada lo del ojo».

Sabiendo, pues, que el bachiller, Antonia y el ama pensaban dejar la aldea al día siguiente, pasó Sancho la víspera en vela, y sin decir pablo ni hablo ni esperar la aurora, metió en sus alforjas una camisa, unas bragas y dos medias coloradas, y un trozo de tocino, otro de queso, un cuartal de pan, una libra de pasas y otra de bellotas; tomó luego el gabán y la cañaheja que le hacía de arrimo, y albardó su rucio.

Titilaban todavía dos o tres estrellas en el cielo cuando salió de su casa para ir a la de don Quijote, ya de Antonia.

Se pintaba en el horizonte un vago resplandor de plata sucia, y como había estado lloviendo copiosamente toda la noche, el campo olía a tomillo, a freza y a lanas pasadas por agua.

Le bastó respirar ese aire puro y fresco para recordar los buenos días de antaño, y en ese momento cantó un gallo allí cerca, y a lo lejos ladró un perro, y tuvo las dos cosas por el mejor agüero.

—Nada iguala el contento de las vísperas, y éstas van a serlo de gloria. ¿No lo barruntas tú así, Almanzor? Además, es cosa acreditada: como lejos de casa, en ninguna parte.

Se lo decía a su jumento, con el que traía de atrás, como es sabido, una amistad muy estrecha, y añadió:

—Y de todas las cosas que contó quien escribió la historia de nuestras andanzas, hermano rucio, una me extraña, que fue hurtar su autor tu nombre, habiendo declarado todo lo demás de tu condición honesta, casta y sufrida, y cómo te hiciste a la áspera vida de los caballeros andantes con más conformidad que muchos famosos rocines, dicho esto sin menoscabo de terceros, ni mucho menos de nuestro paciente Rocinante. Y repito que me extraña, pues todos conocen en nuestra Mancha el linaje de aquel garañón que vendió un merchán de Calatañazor en la feria de Toledo en tiempos de Maricastaña, llamado Juan Humanes, y de Calatañazor a Almanzor, sígase el razonamiento.

Y así era o así lo creía el común de la gente, que aquel decantado animal había dejado su semilla en todo el reino manchego, y a los rucios de capa clara y una condición que parecía humana, pues sólo les faltaba hablar, los llamaban también humanes.

Y hablando para sí tanto como para su borrico esas cosas camino de la casa del hidalgo, conoció de lejos al bachiller, a Antonia y al ama Quiteria, que para no ser sentidos estaban dando un rodeo y venían picando sus caballerías próximos al alfoz del pueblo: el ama sobre una borrica, no la suya de siempre, Altea, muy acabada, sino otra; Antonia sobre una mula, y el bachiller en Rocinante, más flaco, flemático y metafísico si cabe. Y aunque en la primera parte de esta historia se afirma que Sansón Carrasco montaba la mula y Antonia a Rocinante, no fue sino al revés, que el bachiller trocó con Antonia su montura, por ser ésta una de las buenas y hermosas, y por parecer mejor una dama en una buena mula, que no en Rocinante. Y se declara esto aquí para que se vea que no hay ninguna historia en el mundo que se haya acabado nunca de contar, y que al mejor tejedor le queda un hilo suelto.

Acogieron Antonia y Sansón con alborozo a Sancho. Al no verlo esa mañana en el portal de los Quijano, daban ya por hecho que no iría. Su inesperada llegada y la buena compañía que se prometían con él les contentó lo indecible; no tanto así al ama:

—Mal día habéis escogido, con esta nube, para poneros en camino.

Quiteria no acababa de perdonar al antiguo escudero de su amo el haberlo sacado de sus quicios, secundando sus locuras, y por ello aún lo aborrecía un poco. Creía que don Quijote, loco, pero sujeto, le hubiese durado mucho más que suelto, aunque suelto hubiese sido feliz, y sujeto, desdichado.

—¿Me guardáis rencor, ama? Cada cual, quien más quien menos, tuvo su parte en el final de nuestro amo, y estuvimos harto engañados. Si vuesas mercedes, que lo tenían consigo, no pudieron arrancarle la afición de los libros ni la fantasía de salir a buscar aventuras, yo logré en mil ocasiones que su vida no se despeñara, por no hablar de las incontables que la habrían abreviado de no habérselo estorbado yo, a costa casi siempre de mis costillas; y aquí está el bachiller Carrasco, que no me dejará por mentiroso.

—Tengamos la fiesta en paz —terció éste—. No ha nacido aún quien pueda escribir de nuevo los hechos pasados, y vuestro amo y mi amigo, y ahora tío mío consorte a título póstumo, ha muerto, y aunque no encontremos consuelo de ello, a él le debemos el estar hoy aquí, buscando la ventura que nos habrá de mejorar a todos en quintal y medio. Si en mi mano estuviese el darle la vida a don Quijote, se la daría, así volviese a las andanzas, quiero decir a sus malandanzas, porque mejor loco que muerto, aunque la suya haya sido muerte de gran cristiano. Y digo más, ningún vencido llevará en su corazón una pena tan grande y venenosa como la mía, siendo yo su vencedor. Y si no se me tomara por sacrílego, ahora mismo iría a la sepultura de don Quijote y le diría «ea, hermano, levántate y anda», y lo pondría de nuevo a fatigar los anchos caminos de la tierra y aun de los mares, loco o cuerdo, porque fue de los que se puede decir que sus locuras admiraban y sus corduras consolaban. Y si lo que era movía a risas y burlas, lo que quiso ser admiraba e hizo que se le tuviera en más que a ninguno. Pero basta. Albricias, Sancho, entra en nuestra hermandad, y si todo sale a pedir de boca, como creo que saldrá, no acabarás conde o marqués, ni falta que hace, pero sí te mejorarás sin necesidad de sufrir las bromicas y empachos de duques y duquesas. No hay por qué mirar atrás ni todo lo de ayer fue malo. Antonia y yo somos mozos, pinta la aurora, clavan los luceros en el firmamento la nueva de nuestra buena fortuna, y vosotros, amigo Sancho, amiga Quiteria, y tú, señora esposa, henchimos la nueva edad de oro de la Mancha.

Pero fue decir esto Sansón, y sentir todos un no sé qué por dentro, no precisamente alegre. Fue en ese momento cuando Sansón se arrancó a cantar la copla que quedó referida ya en la otra parte:

Heridas tenéis, amiga,

y duelen os.

Tuviéralas yo,

y no vos.