CAPÍTULO QUINTO

Se les echó encima la hora del almuerzo, pero no encontraron una sola venta donde comer guarecidos de la lluvia, que había empezado de nuevo a castigarlos pese a lo menuda y mansa que caía, y así determinaron que cada cual, sin desmontar, entretuviese su hambre con alguna de las frioleras que traían en la despensa.

Abrió el ama su alforja y fue repartiendo los bastimentos que llevaba en ella. Antonia se conformó con un puñado de uvas pasas, tomó ella otro tanto y un poco de pan, y dio al bachiller carne fiambre y queso, porque era de los de buen apetito, aunque no tanto como Sancho, que hizo tal razia en su alforja y dio tales tientos a la bota, que dejó una y otra muy flojas, pues aunque no había abandonado aún su condición melancólica, el aire libre le abría el apetito.

Pero ni el bocado ni el vino le disiparon el pesar que le ocasionaba imaginar las Indias.

—Agua de cielo no hace agujero, dice el refrán, pero ésta me hace uno bien grande dentro. ¿Quién verá crecer las mieses y quién las segará y las trillará?...

—Oyéndote, Sancho —dijo el bachiller—, se diría que ya estás echando de menos la mancera, el zoquete, el trillo.

—No lo digo yo por tanto, sino porque día de agua, taberna o fragua, y en día como hoy, cuánto mejor se estaría junto a un fuego, y el que llevo de mi terruño aquí dentro no lo apaga este calabobos. Ni cuando estuve aquel mes en la corte ni luego, cuando me puse a servir a mi señor don Quijote, olvidé de dónde era; al contrario, se diría que cuanto más nos alejamos de nuestro lugar, más se nos pinta él en la memoria, y no hay un solo día de los que el hombre está lejos del suyo que no piense en él, por lo menos siendo pobre; que el pobre lleva consigo su patria allá donde va, y más le sabe el pan en su casa al pobre que la presa en la ajena... Quien lo probó en aquella maldita ínsula lo sabe.

—Tenía entendido —dijo el ama por el gusto de llevarle la contraria y por hacer más liviano con la conversación aquel día de perros— que al pobre, no teniendo tierra donde caerse muerto, todas le darán igual.

—Ah, yo no sé, señora ama, pero oí hablar muchas veces a mi amo de un tal doctor Laguna, según él el más insigne de los que hubo en siglos en estos reinos, y Laguna decía que cuando los remedios que usan los galenos, tales como hierbas, untos y pócimas, no atajan los males, es cosa probada que el tempero, las aguas y los aires del lugar donde nacimos o pasamos nuestros primeros años, sólo por su virtud, nos sanan. Y basta llegar a nuestra patria y verla ya de lejos, que todo por dentro se nos alegra, como si fuese posible volver a aquellos años felices de nuestra puericia y mocedad, cuando vivíamos descuidados.

Dijo Antonia que no podía estar más en desacuerdo con aquel Laguna, porque a ella el pueblo la había estado menoscabando, y que de haber seguido un mes más en él, se habría consumido de tristezas como el sauce, y que no creía que fuese a echar de menos aquel poblachón que le desmazalaba el ánimo.

Y algo de eso había, porque al menos hasta entonces era Antonia de la condición del cardo.

—Yo me voy de él contenta —añadió—. Veía cómo pasaban mis días y se consumía mi tío, mi hacienda y mi vida. Cuando mi señor padre hubo de irse de nuestro lado, dejando a mi señora madre en el mayor desconsuelo y del todo desamparada, por suerte yo era tan niña que no recuerdo nada. Y hoy es el día, ama, que sigo sin saber por qué nos abandonó, y doy en creer que nunca quisisteis declarármelo.

—Antonia —dijo el ama—, si el tío de vuesa merced supo la causa, yo no la sé, y si yo la hubiese sabido, hace ya mucho que te la hubiera declarado. Sólo te sé decir que cuando llegaste en brazos de tu madre a nuestra casa, no abultabas lo que un gazapo, y que tu señor tío te dio todo lo suyo, y no te dio más porque no lo tenía. Con nosotros creciste, y un día con otro, lo que fue se fue olvidando, y si no te hablamos más de tu madre fue por no darte más pesar. Y esto supimos, que a tu padre don Felipe le esperaban anchas mercedes y privanzas y negocios que importaban mucho a su honra no sabemos dónde, no sabemos de quién, no sabemos durante cuánto tiempo. Nunca volvió ni llegaron a nuestra casa sino difusas noticias: unos dijeron que partió a Italia y cayó en poder de piratas berberiscos, otros que murió en la peste que azotó Lisboa, y aun hay quien dice que pasó a las Indias.

—Eso tuvo que ser, ama, que mi padre don Felipe debió de morir de esa peste, porque de estar vivo, ya habría venido por mí.

Y como guardaron silencio todos, Antonia volvió a decir:

—Para mí que siempre supisteis algo que no me contasteis.

Sansón, de suyo caritativo, derivó el coloquio a hablar sin incumbencias, por distraer a Antonia, diciendo que no creía que su señor padre estuviese cautivo en Argel. De ser así lo hubiesen declarado los piratas, pues en declararlo está su negocio.

Fue peor el remedio que la enfermedad.

—¡Y tú qué sabes, meticón! ¿Me he metido yo en arreglar tu familia? ¿Estás diciendo que mi padre vive y no ha venido por mí?

—Mejor habría sido —terció el antiguo escudero por poner un poco de paz— encomendarle a vuestro tío salir en busca de don Felipe, que siempre se ha dicho que en casa del herrero cuchillo de palo, y no anduvo él muy fino no empezando sus amparos de huérfanas por donde más necesidad había.

El ama, que no entendía de burlas, se tomó en serio las palabras de Sancho, y dijo:

—Pero si sólo loco podía buscar a mi señor don Felipe, para entonces él ya no tenía más ojos que para aquella Aldonza, que Dios confunda.

—No hables de ese modo, ama —intervino el bachiller—, que donde hay un poco de amor hay mucho de bueno. A nuestro don Quijote le robó el seso el mucho amor que puso en aquella dama de su fantasía, tan alto, que hubo de dejar en el camino la esperanza de alcanzarla, y el ver que este mundo no lo regían la compasión y la justicia que ordenan las leyes de la caballería, la razón de las armas y la belleza de las letras, sino la malicia de las gentes, el cohecho de los validos, la prevaricación de los jueces, la impiedad de los clérigos, la ociosidad de los nobles y la extrañeza y apartamiento de los príncipes, a quienes nadie informa de cuanto de veras ocurre en sus estados, por no hablar de la general ignorancia y crueldad del vulgo, que tiene siempre en su boca un «¡viva quien vence!»; en pocas palabras: a nuestro llorado amigo le volvió loco su poco poder para defender a los débiles y el dolor de los forzados, y aun los mismos débiles y forzados, bellacos como fueron tantas veces con él. Demasiado hicisteis vos y Antonia por conservarlo todos estos años últimos, pero estaba escrito en el cielo que en su perdición muchos hallarán su salvación.

—¿Qué salvación es esa que nos echa de nuestra casa, señor marido? —preguntó Antonia—. Si hubiese mirado por su hacienda, ahora nos estaríamos en nuestra aldea, como lo estuvimos tantos años, al amor de la lumbre, y no mojándonos la rabadilla.

—¿En qué quedamos, Antonia? —preguntó Sansón—. ¿Estáis contenta con salir de nuestro pueblo, o lo contrario?

Se amohinó la sobrina, sin responder, y lo hizo Sancho por ella, y un poco por hacerse perdonar lo que no quiso ser una pulla:

—No tiene nada que ver, tiene razón mi señora Antonia, y está bien haber salido, pero no en tal día, que día de agua, taberna o fragua.

Pero la sobrina seguía pensando en su padre, y adivinándoselo Sansón, quiso volver a ello:

—Antonia, te faltó un padre, pero quiso darte el cielo en tu tío dos padres, la persona a quien conociste, que te crió y a quien amortajaste, y el que ahora anda por el mundo impreso, que es inmortal.

—Más que con dos padres, me habría contentado con medio, estando cuerdo —replicó la sobrina—, y con un adarme de padre, incluso loco, que a menudo me doy a pensar cómo sería y qué cosas me habría dicho, y no puedo sino imaginar que el mío sería de condición suave, de noble porte y hombre de extrema gentileza, liberal con los amigos y antes magnánimo que severo con los contrarios, justo y curioso, prudente y discreto y, por encima de todo, el más alegre y tierno de los padres.

—Tal y como lo habéis pintado, señora —dijo Sancho, incorregible— no parece sino que habéis estado hablando de san Antonio de Padua, de quien hay imagen en nuestra iglesia. Y no deberían hablar de otro modo los hijos de los padres, pues honrándolos se honran, pero sabed que si un día me lo encontrara, y pido al cielo que siga vivo, me lanzaré a sus brazos para hacerlo en ese instante padre mío también.

—¿Hermanos tú y yo, Sancho? Sería lo nunca visto; pero como a hermano te recibo desde hoy, y lo mío es tuyo, y pido al cielo que sea mucho lo que me tenga destinado para poder partirlo contigo.

Sancho le había dicho esto por su inclinación a la zumba, y no podía esperar de Antonia, tan espinosa, aquella suave confesión, y hubo de añadir:

—No siga vuesa merced por ese camino, que soy de condición húmeda y romperé a llorar.

—Nada de llantos —atajó Antonia, muy poco partidaria de ellos.

Sí, Antonia era otra, Antonia casada con el bachiller era dulce y olvidaba las burlas. Antonia era dichosa.

—Si de veras quieres saber la historia de mi padre —continuó diciendo—, te la diré hasta donde la sé, que de ninguna cosa en el mundo, como sabe bien el ama, recibo yo más gusto que de hablar de mi madre y de mi padre, porque me parece que cuando lo hago, me hacen mejor de lo que soy. Fue mi padre o, mejor dicho, es mi padre... Y excusad que, antes de proseguir, os confiese que algunas veces me da tal brinco el corazón, que doy en creer que sigue vivo, siendo que ha muerto, pues estando vivo, como he dicho, no habría dejado de venir a buscarme. Digo, pues, que fue don Felipe Melgar de los afamados Melgar de Carrión de los Condes, en el corazón de Castilla, que sirvió a nuestro señor el rey en Lisboa, y allí conoció al viejo conde de Montones. Era este conde, padre del actual Montones y conde de Salvatierra, hombre a quien tiraban los buenos vinos, de los que tenía el prurito de acopiar los mejores en su bodega...

—Siendo así no hay más que reputarlo como un gran hombre —dijo Sancho—, y cuantos me conocen saben que hablando de vinos no hay burlas para mí, y de cuantos privilegios trajo aparejados el ser gobernador de aquella ínsula de infeliz memoria, de ninguno me fue tan doloroso despedirme como del santo panteón donde dormían el sueño de los justos los más nobles, benditos y preclaros vinos que hayan visto estos ojos y aun probado mi garganta, pese a los consejos de aquel Tirteafuera que Dios confunda. Pero proseguid...

—Y si fue cierto que Montones el Viejo, según decían, tenía demasiada afición al vino...

—Al vino toda afición es poca, no saliéndose de los límites que aconsejan la prudencia, la salud y la doctrina...

—Sancho, oí a mi tío que lo que peor llevaba de ti era que no le dejabas terminar a gusto nada de lo que contara, y si vas a interrumpirme cada vez que despegue los labios, dímelo ahora, porque dejaré que hables tú cuanto quieras...

—Excúseme, señora, pues no es algo que esté en mi mano remediarlo, pero también debió de deciros vuestro tío, tal y como era exactísimo en todo, lo que yo le respondí, y fue que si me iba a llevar por los caminos poniéndome aquella penitencia de no poder hablarle, sería mejor darme la vuelta adonde me dejaran hablar cuanto quisiera. Y lo que le dije a él, se lo digo a vuesa merced, que estoy a tiempo de volverme, y ganas me dan de hacerlo pensando que he de meterme en un barco con quien no me dejará gritar «¡socorro!» si naufragamos. Pero, con todo, prometo no volver a interrumpiros.

—El conde de Montones —siguió contando Antonia— tenía la afición al vino, yendo ésta al parecer algunas veces más allá de la templanza, pero se lo hacía perdonar con lo bueno que tenía, quiero decir que era amigo de zambras y saraos, y cambió la divisa de su linaje, que era un «Montes, montañas y follones, se los ponen por montera los Montones», por la de «Mahoma dijo montaña y un Montón dobló la hazaña», dando a entender que el buen día mételo en casa, y así siempre tenía a su mesa los ingenios más agudos de la Corte, autores, comediantes, músicos y todos cuantos se dedican a hacer más llevadera esta vida. Como es sabido, el ingenio y buen humor de la gente suelen ir parejos a su falta de dinero, y ésta al hambre, quiero decir que cuanto más ingeniosas son las gentes, más pobres y más hambre padecen, y así, sólo para tener abastecidos sus manteles y llenas las copas de toda aquella tropa de ociosos y bienhumorados, era preciso un ejército de despenseros, cocineros y bodegueros. Y ahí entró mi padre en escena, a quien el conde nombró aposentador de su casa con una renta de ochocientos escudos, y como tal se ocupaba de que no faltaran nunca allí los mejores vinos de España.

—Y así debió ser, que siendo tan gran señor como decís —dijo Sancho—, no faltarían en su mesa hipocrases, alojas ni aguardientes, y menos aún los vinos preciosos de San Martín, los moscateles de Hortaleza y supremos de Ribadavia, sin olvidar los malvasías catalanes y los amontillados de Jerez, con todos los ordinarios de Castilla, la Mancha y Andalucía, de Cazalla a Lucena, de Esquivias a Yepes, de Burguillos, Almonacid, Consuegra, Daimiel, Coca, Madrigal y Medina, a los de Toro y Vallehelado y cuantas ciudades alcanzaron justa fama por sus vinos.

—¡Dios santo, Sancho, que eres doctor en corambres! No sé yo si había de todos esos lugares vino en su mesa —replicó Antonia—, pero mi padre no dejaba de ir de un lado a otro de estos reinos, y aun estuvo más allá de nuestras fronteras, en Mantua, Porto y Creta, buscando chiantis, moscateles y malvasías. Quiso el cielo y los temperos de abril, las lluvias de mayo y los justicieros soles de agosto que cierto año el mejor vino de España se pisara en los lagares de nuestro pueblo y la noticia, con una barrica de él, corrió sin demora al palacio del conde, quien lo halló tan descomunal, que...

—No digo nada, por no interrumpiros —dijo Sancho—, pero algo diré luego de esto.

—... llamó sin pérdida de tiempo a su privado, mi padre, que ya para entonces la amistad entre ellos hacía ociosa la privanza, y le dijo: «Melgarito», que así lo llamaba, «véteme a ese lugar y tráeme cuanto puedas acopiar de ese vino, que no lo hemos probado parejo en muchos años». Y eso hizo don Felipe, con la diligencia que le debía a una grandeza como el conde. Vivía por entonces aún el señor Tomás Quijano, padre de mi madre y de mi tío, abuelo mío. Tenía fama de ser quien mejor vino hacía en el pueblo, con secretos que si le dijo algún día a mi tío, a éste se le olvidaron, porque era abstemio.

—Y aquí voy. Las tres cosas puedo certificar, y lo digo ahora, porque de no desembucharlas, reventaré —aseguró Sancho—. Una, que ya sé yo de qué cosecha se habla, pues aún se guarda memoria en nuestro pueblo de ella. Dos, que vuestro abuelo fue quien mejores vinos hizo nunca en toda aquella tierra, y el primero en usar las moras y juncos untados de sebo para saber si el vino era o no puro, y si las primeras flotaban, era buena señal, y muy mala si el junco untado salía con gotas de agua después de metido en él; él fue el inventor de esas suertes; y tres, que en todo el tiempo que serví con don Quijote siempre gustó más del agua de un arroyo que de mi bota, y aun creo que eso fue por lo que dicen siempre, que los hijos no quieren parecerse a los padres. Pero tengo para mí que en parte de su locura tuvo que ver ése no beber vino, sino agua, ni comer carnes, sino ensaladas y hierbas del campo... Y calla, Sancho, que te despeñas.

—No era nuestra casa —prosiguió Antonia, pasando por alto que Sancho la había interrumpido una vez más— la que fue luego, sino que entonces se pisaban allí quinientas arrobas de vino, se molía la mitad de aceite y en los trojes se guardaba tanto trigo como los que dieron de comer a Egipto, que se llamó a la casa de los Quijano el alhorín de la Mancha...

—Y se amasaban a la semana veinte panes, y yo hacía la comida para la gañanía y tres pastores, y se mataban tres cerdos en San Martín, y no había semana que no se desollara un carnero, ni témporas sin novilla, ni San Froilán sin destazar un buey —intervino el ama, a quien las palabras de Antonia precipitaron por la pendiente de las efusiones.

—¿Podré terminar algún día? —se quejó Antonia.

—Yo te dejo hablar, Antonia —intervino el bachiller por meter un poco más de bulla y sumarse al discreto jolgorio, al cual contribuía sin duda el que hubieran ya comido todos y bebido algo de vino—, y no sólo te dejo hablar, sino que te lo ruego, sigue.

Guardó silencio, resentida, Antonia, y fueron necesarias las súplicas reiteradas de sus tres compañeros de viaje para convencerla de que volviera a su relato; lo que hizo, no sin antes hacerles jurar y rejurar a los tres que ninguno de ellos volvería a interrumpirla, porque en el punto en que eso ocurriera, cosería sus labios y nadie, ni hincándose de rodillas, lograría descosérselos, lo que le recordó a Sancho la vez en que lo mismo les dijo aquel Cardenio, el loco que encontraron en Sierra Morena, y aun el cuento aquel de las ovejas que había que pasar en barca, y los dos, siendo largos, los contó Sancho, para desesperación de Antonia y contento de Sansón y aun solaz de Quiteria.

—Yo no estoy loca como mi tío, y entre todas vuestras mercedes lograrán que me enfade de veras, y sigan por ese camino, que seré yo, y no Sancho, quien tome el de Villadiego —dijo enojadísima la sobrina.

Juraron y rejuraron todos de nuevo, y Sancho principalmente, que nadie más la interrumpiría ni chancearía, y pudo seguir Antonia.

—Decía, pues, que entró mi padre esa mañana en nuestra casa, y digo mañana, porque fue mañana y de las de sol.

—Créame, mi señora —dijo Sancho—, que no es por mortificarla, pero querría saber cómo sabéis que hacía sol, si ni siquiera habíais sido concebida...

—Porque las cosas que nos importan, Sancho, se saben antes de que hayan ocurrido —intervino Sansón Carrasco—, y tiene todo el mundo derecho a recordarlas aun sin haber sucedido, si en ello nos mejoran. Sigue, Antonia, que no lo dijo Sancho esta vez por burlaros.

—Así es, Sancho, como ha notado mi esposo —asintió Antonia—. Y digo que mi madre resplandecía toda ella, pues tenía fama de ser la más hermosa doncella que nadie había visto nunca en aquel pueblo y en otros muchos en derredor. Tanta era su belleza que, unida a la mucha hacienda que los Quijano tenían entonces, hizo que vinieran de nuestra aldea, y de otras cercanas y no tanto, jóvenes de las familias principales y aun viejos muy ricos pidiéndola por esposa, y a todos rechazó mi madre, excusándose en su corta edad para tomar estado, y así lo respetó mi abuelo, de la opinión de casar a las hijas y a los hijos a gusto de ellos. Y acaso fueron providenciales tantos escrúpulos, porque el cielo la tenía reservada para mi padre. Entró, como digo, una mañana en nuestra casa y allí se topó a mi madre vestida para asistir a misa, con su corpiño de terciopelo azul y ribetes de oro y su basquiña nueva y su camisa más blanca que la nieve y la cruz de azabache con sus herretes de oro, esta misma que llevo, y todo esto lo sé, Sancho, porque de ello le habla mi padre en carta a mi madre, recordando aquel día en que se le apareció ella como la misma Dánae, y así se lo dice él, pues mi padre tenía sus pujos de poeta y la llama en sus cartas de este modo, y quedó, como tantos, prendado y prendido de su rostro, su talle y sus ademanes tan gentiles, bebió sus aires, se le turbó el sentido, y de allí a una semana volvió para pedirla a mi abuelo, que a expensas de lo que luego diría mi madre, la dio gustoso, por saber que era caballero y de los más acrisolados de Castilla, por el alto oficio que tenía en la casa del conde, y por ser hombre formal y de palabra, con gran disgusto de cuantos pretendientes había tenido hasta entonces, a los que se arrebataba de un plumazo las esperanzas de tenerla. Dio el sí mi abuelo, lo celebró mi madre, se holgó mi padre, que partió para la Corte, y un mes después le siguió ella.

—¿Y vuestra madre le amaba? —quiso saber Sancho, a quien aficionaban muchísimo las vidas de las gentes.

—¿Si le amaba, dices, Sancho? Te enseñaré los billetes y cartas que le envió en el tiempo en que quedaron desgarrados, mi madre en la aldea y su esposo en la Corte, adonde acudió a pedir permiso al conde para aquella boda. Como he oído que ya lees, te mostraré las cartas, aunque no creo que puedas leerlas, tan fregadas están después de lo mucho que debió de llorar mi madre sobre ellas. ¿Amor, dices? Fue verle y caer rendida a sus pies. A todo lo que llevo dicho, añádase que era mi padre al parecer un caballero apuesto y de talle gallardo, más alto que bajo y de hasta quince años de más edad que mi madre y mucho mundo corrido, lo que, es de suponer, lo avaloraba mucho a ojos de una doncella que nunca había salido de los términos de aquel lugar. Y por lo mismo que sé lo que vestía ella, puedo ver el vestido de él, que era un coleto de ámbar, una cadena de oro gruesa como un dedo, sombrero de fieltro segoviano con cintillo de diamantes, capa terciada y talabarte de rico cordobán con una espada del mejor espadero de Toledo, que en un caballero hace bien siempre llevarla. Mi madre, que entonces tenía la edad que tengo yo hoy, nunca se había cruzado con un gentilhombre como él, y en cuanto lo vio le entregó su voluntad. Dio, pues, mi abuelo a mi madre con toda su doncellez, se desposaron, me concibieron y nací. Murió al poco Montones el Viejo y subió a ocupar su lugar el Joven, quien culpaba a mi padre de aconsejarle al suyo más distracciones que devociones, así que fue morirse, y el Joven privó a don Felipe de su privanza, y aunque entonces nos dejó a mi madre y a mí, no fue sino por buscar donde hallar merced u oficio, y si no volvió, debió de ser porque no pudo, y así hemos llegado al punto en que creo que ha muerto, y otros en que rezo para que el cielo me lo devuelva.

Pobre Antonia. Quiteria conocía bien la historia. Se la había ella contado mil veces. Y mil veces más que se la hubiese contado, Antonia la hubiera adornado a su manera. No desposó Melgar a Elvira, o doña Elvira, como dio en llamarse luego en la Corte, ni se la pidió al padre de ésta, que ya había muerto, sino a su hermano Miguel, y con promesa de casamiento se la llevó a Madrid, y no fue Montones el Viejo, hombre pío, quien amistó con don Felipe, sino un disoluto, pendenciero y burlador Montones el Joven. Se llevó éste tras de sí a Sevilla a don Felipe, y no a Nápoles, como hizo creer a muchos, y allá el carrionés hizo la del humo, dejando burlada y encinta a Elvira en la Corte. Y allá fueron su hermano Alonso Quijano y el ama. Volvieron con ella y la niña a la aldea y la historia de un marido que nunca tuvo, y de Melgar, si te he visto no me acuerdo. Y Antonia también la conocía, pero la contaba de ese otro modo por fantasía y porque creía que si las cosas no habían sucedido como decía ella, deberían haber sucedido así, en atención a una pobre huérfana, y porque si industrian sus linajes los reyes, de qué no será capaz una hidalga.

Entre el cielo, encapotado y plomizo, y que los días eran ya muy cortos, aquél estaba a punto de morir antes de tiempo. Hacía algunas horas que no habían topado ni con pasajero ni con venta, y fue creciendo en ellos el deseo de llegar pronto a poblado donde pusieran a secar sus vestidos y sus personas y comer algo caliente.

De allí a un rato, Sancho, que tenía olfato de hurón, agarró al vuelo una hebra delgadísima de olor a leña, y prendido en ella acaso el de la olla que imaginó se estaba sazonando al fuego.

—No desesperéis, amigos, que antes pronto que tarde estaremos en poblado.

Escrutaron el infinito. Empezaba a anochecer. Ni un alma, ni un pájaro, ni una oveja, nada avistaron fuera de aquel horizonte ilimitado y campos encharcados, a punto de quedar presos de una noche que se anunciaba cerrada y negra.

—Mira, Sancho —le rogó Sansón—, que te engaña el ansia.

Coronaron un suave teso y vieron a lo lejos una que parecía venta, y no de las pequeñas.

—Fíense siempre vuesas mercedes de mí —dijo Sancho—, que en lo tocante a descubrir por los efluvios dónde cenar caliente, me llaman el zahorí de las ollas podridas.