CAPÍTULO SEGUNDO

—¿Oyes lo que canta mi esposo? Te digo que sospecha algo, y si no, yo he de confesarlo. No, no puedo vivir en esta mentira, ama, que le deshonra. No ha podido ser más bueno conmigo. Yo le diré, él sabrá, si acaso no lo sabe, que yo creo que sí, él comprenderá, él me perdonará y yo podré vivir al fin con la conciencia tranquila y en gracia. Si no se lo digo, este secreto acabará bajándome a la sepultura.

Se lo dijo la niña Antonia al ama, frenando su mula para quedarse atrás y no ser oída.

—¡No, no, mil veces no! —le cortó alarmadísima Quiteria—. ¿Qué está diciendo vuesa merced?

El ama daba tratamiento de vuesa merced a Antonia únicamente cuando cursaba con ella asuntos de señalada gravedad.

—Creí —prosiguió— que ya vuesa merced se había persuadido. Contad con que el hijo que lleváis en las entrañas es vuestro y ahora también de él, y si se fueran a declarar todos los bastardos que corren por el mundo, de reyes a villanos, ni reinos ni mayorazgos tendrían cabal gobierno.

—Pero no estoy hecha a engaños, no soy una villana. Llevo en la masa de la sangre, como mi tío, vivir honrada en la verdad, y si he quedado sin honra, he de honrarme al menos con la nobleza, que nobleza obliga. Tú no lo entiendes porque no eres hidalga.

—Hazlo, y perderás la honra sin ganar estima. Se sabrá, se hablará, se te motejará y caerá sobre tu esposo y tu hijo un pecado que es sólo tuyo. ¿Y qué vais a hacer y a dónde iréis? Él a lavar su honra con tu sangre, y tú, si sales viva, a una casa de trato.

—Yo lo diré.

Conocía bien el ama el genio vivo de la sobrina, y no quiso decir más.

Se detuvieron Sansón y Sancho en lo alto del reteso, por esperarlas. Cuando llegaron donde ellos, reiniciaron la marcha y el bachiller prosiguió su cantar:

Heridas tenéis, amiga,

y duelen os.

Tuviéralas yo,

y no vos.

Tenía el bachiller suave voz y organizada garganta, y si se terciaba, tocaba la guitarra a lo rasgado. No lo hacía acaso mejor que Cebadón, pero tampoco peor.

—No lo diréis por mí, señor Carrasco —pulsó Antonia.

No le quitaba el ojo el ama, presta a salir al quite.

—Quiero decir —prosiguió la sobrina muy tranquila— que nadie irá más contenta hoy sobre la tierra: dejo enterrado a mi tío como cuerdo, cuando pudo haber muerto tantas veces loco, y sepultada también mi vida pasada. Y por si os parece poco, me lleva regalada el más cumplido de los galanes.

Como novicio en las cosas del amor, Sansón Carrasco no estaba hecho a los requiebros y menos aún delante de las gentes, así que disimuló como pudo, porque es sabido que donde hay mucho amor no suele haber demasiada desenvoltura.

—Ya estoy deseando alcanzar la flota y pasar a las Indias —dijo Sansón para cambiar de tercio.

El gran respingo que dio Sancho sobre la albarda al oír esto estuvo a punto de volverlo a la aldea.

—¡Cómo a las Indias! —exclamó—. Alto ahí, ni un paso más. ¿No vamos a Sevilla a sentar allá cátedra de quijotismo? ¿No íbamos nosotros a ser oblatos de esta nueva cofradía? ¿No viven ya de don Quijote y de mí mismo gentes sin escrúpulos que no nos conocen, academias de tres al cuarto y parapillas de poca monta?

—No, sino a las Indias —replicó el bachiller—. Tú mismo me lo sugeriste.

—Ah, sí —admitió el antiguo escudero—, pero aquello fue un hablar por hablar, que una cosa es predicar y otra dar trigo. Ahora veo que me llevan engañado... ¿Va a ser cierto que quien viaja mil mentiras encaja? Y, mi señora Antonia, ¿vais a consentir alumbrar en una nao? ¿No hay tierra firme bastante en estos reinos? Bien está no servir a merced, como yo le propuse a vuesa merced, y sí con salario conocido, como se ha empeñado, aunque sea a cuenta. Pero ni por pienso he de volver a subirme a una galera ni dejar mi patria.

Se refería Sancho al garbeo que les dio a él y a don Quijote el capitán de la armada, el día aquel que salieron en Barcelona persiguiendo a los corsarios que traían cautiva a la hermosa Ana Félix, hija de su vecino Ricote, y a las cosas que vio, que le espantaron y dejaron harto de agua para mucho tiempo.

—¿Y te parece poco quijotismo cruzar los mares? —le replicó muy alegre Sansón—. ¿No querías tú aventuras? No te apoques, Sancho, y no se te ponga la mar por delante, que allí donde te encuentres bien está tu patria, y recuerda que el que mucho anda y mucho lee, ve mucho y sabe mucho.

En los días que ahorcó sus hábitos, poco antes de salir él a la busca de don Quijote, para reducirlo a su casa, había recibido la madre de Sansón desde Arequipa carta de cierto tío suyo, hermano menor de su madre, don Suero Pérez Maldonado, que, después de muchos años de haber pasado a las Indias, siendo muchacho, y sin saber de ninguno de su linaje, daba señas de vida. Decía en aquel pliego que «Dios ha sido servido de darme hacienda con que vivir, y quiero tener a mi cabecera persona que se duela cuando Dios sea servido de llevarme, porque ando con harto poca salud». Pedía en ella le mandaran al pariente más cercano, «de quien yo pueda fiar mi hacienda y partir con él de ella», y que fuese despierto, porque en aquel reino no hacían falta los hombres lerdos, sino que fuesen para todo, y supiesen «cuantos oficios hay», y que «viniendo prevenido sacará provechos». El bachiller, mozo solerte que las cazaba al vuelo, se acordó de aquel pariente, buscó el pliego, y sin encomendarse a Dios ni al diablo lo metió en la faltriquera la víspera de partirse con Antonia y el ama, por lo que pudiera tronar.

—Y no lleves cuidado —continuó, por mor de persuadir a Sancho, y dándose golpecitos en la faltriquera—, que llevo acá un pliego que vale más que carta de marear.

Sancho no era de los que diese su brazo a torcer fácilmente:

—Sí, pero mal año para todos los amos, y a bueno y necesitado, bien se esté san Pedro en Roma. Me quejé mil veces de tener un amo flaco de seso, y ahora veo que me he echado otro más loco todavía. Señor Sansón, no es esto lo que acordamos en el viaje a la Corte, sino que creí que iríamos a Sevilla paso a paso llevando por los caminos, aldeas, lugares, villas y ciudades famosas el pendón de don Quijote, y que podríamos hacerlo graciosamente un día aquí y otro allá, hablando con unos y con otros. Y que de ver y pasar y ver pasar viviríamos con decoro nosotros y los nuestros. Y que llegados a Sevilla, archivo que dicen de las riquezas del mundo, y donde por fuerza todos habrán de conocernos, abriríamos tienda de donaires, como otros la tienen de sedas o lardones. Y allí serían tortas y pan pintado, hablar y dar consejos y contar historias, y con ellas entretener honestamente a las gentes y mejorar el mundo, para ejemplo y sostén de los melancólicos, abono de los discretos y compañía de los alegres. Tal y como aparece en el libro, pero de nuestras vivas voces, no en efigie sino de cuerpo presente.

—De cuerpo entero, querrás decir —le interrumpió Sansón—, que yo espero vivir aún muchos y provechosos años.

—Ya sabe qué mal llevé —le replicó Sancho— el que estuviese mi amo anterior toqueteándome las palabras, y mal lo llevaré con vuesa merced, que, como le dije a él, le digo: si me entiende, lo demás sale sobrando.

Prometió no olvidarlo el bachiller, pero siguió diciéndole:

—¿Y dónde has visto tú que nadie abra su bolsa para comprar los donaires de un destripaterrones y los latines de un bachiller sin oficio ni beneficio, y menos aún para oír nuestras burlas?

—¿Va a negarme vuesa merced que no andamos en boca de las gentes? —preguntó Sancho.

Era verdad. No había lugar donde no se hablase de don Quijote y Sancho. En castillos y ventas se organizaban mojigangas y farsas en las que aparecían en efigie, para contento general de grandes y chicos, de principales y villanos, de dueñas y criados, de doncellas, casadas y viudas, y se imitaban sus trazas, y unas veces por simples y otras por agudas, entretenían a todos.

—¿No acuden las gentes a los corrales a ver a unos como nosotros? —prosiguió el antiguo escudero—. ¿No nos tropezamos mi señor don Quijote y yo con aquel don Álvaro de Tarfe que venía de estar con un don Quijote falso y otro yo de pastaflora? Nadie es más que otro si no hace más que otro, dijo mi amo, y del rey abajo ninguno. ¿Y por reír no pagaría vuestra merced cuando está afligido? Sabiendo las gentes que nos hallamos en tal o cual lugar, querrán que les hagamos merced con la verdadera historia de don Quijote y todo aquello que el historiador no dijo; ¿o es que piensa vuesa merced que tampoco querrán venir a ver a su sobrina y al ama?

—A mí no me metáis en eso, señor bellaco —saltó el ama—. Yo no necesito de consejas, cuentos ni historias como vos para vivir honrada. Así que honrad mi nombre, y honraré el vuestro.

—No lo digo por tal —se excusó buenamente Sancho—, sino porque ya sabe todo el mundo que nuestro amo y señor don Quijote fue un loco entreverado, y habrá quienes vengan buscando oír sus locuras, por esparcirse con ellas, y otros sus razones sobre lo humano y lo divino, para encontrar consuelo. Lo ha dicho ahora el bachiller Sansón, que don Quijote, loco, valió más que muchos cuerdos, y cuerdo, como el que más de los discretos. Y de mí puedo decir otro tanto, que yo me he leído, y sé que lo que pude tener de simple, lelo y sandio, no lo tengo de malo, y aún diría que lo tengo de bueno y leal. Todo lo que tuvo mi amo de ficticio, lo tengo yo de verídico, pero si me fuese con vuesas mercedes a las Indias, adiós Sancho, y para don Quijote, ya hubo uno. No ha de tentarse al cielo, que tantas veces va el cántaro a la fuente, etcétera. De modo que, señor Sansón, claro que subí esta mañana en mi burro queriendo y buscando un género de aventuras, pero no esas que dice vuesa merced que nos esperan en las Indias, sino muy otras. Le dije a vuesa merced, volviendo de Madrid, que si don Quijote, estando loco, hizo tanto y bueno, qué no haría vuesa merced siendo cuerdo, y si yo con un loco salí tan ganancioso, cuánto no ganaría con un amo mozo y preclaro. Pero de ahí a querer que pase yo a las Indias, es pedir cotufas en el golfo, que también he oído decir a muchos que aquellas Indias son refugio y amparo de los desesperados de España, iglesia de los alzados, salvoconducto de los homicidas, pala y cubierta de los jugadores, añagaza de las mujeres libres y, en fin, engaño común de muchos y remedio particular de pocos. No, no y mil veces no. Aquí me planto, ni un paso más.

Con esto y con todo nadie dijo so mientras Sancho maldecía su suerte, ni él tiró de la jáquima de Almanzor ni detuvo la marcha, sino que sus últimas palabras llegaron en el momento en que culminaban una pequeña loma, tras de la cual su pueblo dejaba de verse.

Carrasco, que le había estado escuchando con atención, no quería disgustarle, porque comprendía que el antiguo escudero de don Quijote y ahora criado suyo debía serle de gran ayuda en la nueva vida que pensaba darles, pero no por eso dejó de decirle que era un alma de cántaro y que valiente cobarde estaba hecho, y para persuadirlo de que no se volviese al pueblo, no se le ocurrió otra cosa que preguntarle si no sabía que alguien estaría anotando esas mismas palabras suyas para sacarlas en la colada cuando cupiese. Porque había de saber que de la misma manera que ya hubo quien escribió su historia mientras sirvió a don Quijote, no era descabellado imaginar que otro estaría haciendo lo propio con todos ellos en ese mismo instante, y que las gentes lo iban a tomar por un consumado parapoco y un taimado.

—Tate, señor —dijo Sancho—. A otro perro con ese hueso. ¡Pendolistas a mí! Si no me importó leer mi historia de mano de un gran historiador verdadero como Cide Hamete, imagine lo que sentiré de uno sobrevenido, que me malicio podrá ser vuesa merced.

Se rió de buena gana Sansón con la ocurrencia, pero no dejó de decirle:

—¿Y no creéis que don Quijote os pediría en este punto que guardarais lo que queda de él en el mundo, a falta de hacienda, que es su sobrina?

Sansón no decía todo esto en serio, sino por embromarle, y seguir hablando. Pero Sancho sí:

—No prosiga —dijo con la voz apagada el antiguo escudero—, que bien sabe vuestra merced que después de mi salvación no deseo otra cosa que servirle, como ya serví hace años a su padre, mi señor Tomé Carrasco, pero ninguna de vuesas mercedes ha subido a una galera, como yo subí, ni conoce las cosas ni las bellaquerías que allí suceden, que quien entra en una nao deja en tierra la esperanza de salir con vida, y ya lo dijo aquel leonero cuando la aventura de los leones, que la valentía, cuando entra en la jurisdicción de la temeridad, tiene más de locura que de fortaleza. Y habrá sido culpa mía pensar que vuesa merced sería no un caballero andante a lo Quijote, sino uno sujeto al buen juicio, que gobernase con tino nuestras vidas; y por demás: ¿se ha visto que nadie bien nacido se pase a las Indias sin dar aviso a su mujer, que lo creerá a tiro de piedra? No, no y mil veces no, repito. Yo salí a servir a mi señor don Quijote creyendo valer más y no menos, pero la vida con él me mostró que para conservarla, más vale tenerse por menos que por más. Yo no me embarco, y nones han de ser.

—¿No habrá modo, pues, de convencerte para que te quedes con nosotros? ¿Y no te he oído que ansiabas tú la fama, contagio de tu señor? ¿Qué se hicieron esas galas?

Rumió Sancho un buen rato estas palabras, hasta que, disimulando su contento, fingió pesar y dijo:

—Así es verdad, como dice, pero la fama que yo busco no es a lo caballera, sino a lo escuderil. Los pobres con poco tenemos mucho, y para lo que yo quiero la fama, sin alejarme mucho de nuestro lugar me basta. Y a más, señor y señoras mías, ahora que caigo, aunque quisiera, no podría pasar a las Indias como casado sin obtener licencia, y aun me temo que tampoco vuesas mercedes podrán hacerlo sin sus ejecutorias, cartas y demás recaudos, que he oído decir que las guardas son severísimas y no dejan cruzar la bocana de Sanlúcar a quien no va en regla con el Consejo y el Santo Tribunal, y así habré de volverme a nuestra aldea, siquiera por las probanzas. Y conociendo Teresa Panza el fin de mi viaje, me llenará de nudos antes que dejarme subir a una galera.

Aún se burló algo el ama, y dijo, sin que se supiera si preguntaba o afirmaba:

—Será, Sancho, el temor...

A lo que Sancho respondió como resorte de relojero:

—Cada uno es como Dios le hizo, ama, y aún peor muchas veces, y a buen entendedor, lo dicho.

Trataron Sansón y Antonia este concierto de los permisos, previsto por el bachiller pero no resuelto por las prisas, y acordaron que llegando a Sevilla mandarían por el ordinario carta pidiéndolos, y con toda clase de promesas y pinturas risueñas de la vida que a su parecer les esperaba en las Indias, trataron de persuadir a Sancho, pero Sancho no parecía querer salirse un punto de su determinación, que era que no, si bien tampoco se decidía a detener el rucio y desandar lo andado. Y tanto y tanto porfiaba, que el ama no lo pudo sufrir más:

—Bien entiendo que se aflija vuesa merced, y se me rompe en mil pedazos el corazón imaginando el desamparo en que vuestra partida a las Indias dejará a mi buena señora Panza, a Teresica y a Sanchico, que a las Indias se sabe cuándo se va, pero no si habrá de volverse de ellas.

Y pintó también ella lo más a lo vivo que pudo cómo la mayor parte de los que pasaban a las Indias quedaban allí enterrados, si no comidos por las alimañas y las fieras o flechados por salvajes que bebían la sangre de los castellanos como Sancho los vinos famosos de la Mancha. Y todo ello lo dijo por ver si así se libraban del empachoso escudero, mientras volvía la vista y echaba una última mirada a la aldea; pero de la aldea no quedaba ya en el horizonte ni el negro gallo de la veleta.