CAPÍTULO SÉPTIMO

Y fue en ese instante cuando resonaron en la venta rotundos e inapelables aldabonazos.

Al ventero, que venía con una gran cazuela de barro, a punto estuvo de caérsele al suelo y, despavorido, exclamó apenas sin resuello:

—¡El Mochales!

En guardia los caballeros, pusieron con discreción mano en la espada.

Pues se decía que este Mochales, o Mochuelo, como también se le llamaba, era de los que prendía la mecha de sus mosquetes y luego preguntaba, aunque nadie hasta la fecha pudiera cargarle ni un solo muerto. Y tampoco podían muchos acreditar el aspecto que tenía aquel bandido, bien por ampararse para sus fechorías en las sombras de la noche, cuando todos los gatos son pardos, bien porque el miedo pinta con colores caprichosos, de modo que unos aseguraban que era espigado, otros corto de piernas y fornido, unos jacarandoso y terne, y otros un verdadero rufián, revirado y con malas pulgas.

Dejó la cazuela el ventero en la mesa de los caballeros, y salió. Nadie movió una ceja. Se hizo en la sala el silencio más profundo. Sólo el crepitar alegre de las llamas siguió con su coloquio. Salió el ventero a abrir, más muerto que vivo.

Acudió a la puerta de la venta con el candil y la guarda de los perros, que ladraban con el desafuero acostumbrado.

—¿Quién va? —preguntó temblando.

Había arreciado tanto la lluvia, el viento bramaba de tal modo, que no oyó si le respondieron, y hubo de preguntar por segunda vez.

—Antón Astudillo —gritó el recién llegado—, mercader de Tembleque, que va a tratar a Sevilla azafrán y paños y que viene, a lo que cree, un poco romadizado, desmayado y enfermo. Si tenéis un aposento donde pueda pasar la noche, os lo pagaré con buenos dineros, y si no lo tenéis, pido la caridad de que me dejéis hasta mañana donde se recoja mi caballo.

—Mirad —le respondió el ventero— que ni éste es el camino real ni venta donde pueda esta noche vuesa merced campar a su voluntad, pues está muy bien guardada. Si sois Juan Bernal, mejor sería volver por donde vinisteis.

Le dijo aquel Antón Astudillo que no sabía quién era ese Juan Bernal, pero que por el amor de Dios le hiciese merced de dejarle pasar, porque llevaba ya encima muchas horas de camino y estaba calado hasta los huesos y no era amigo de burlas.

Así lo hizo el ventero como le dijo, y vio a un hombre solo, vestido de camino, con una montera caída que le tapaba media cara, dejando la otra media al embozo de la capa, que se la cubría por completo. Creyó, en efecto, que estaba en presencia del auténtico Mochuelo.

—Señor Bernal —le dijo—, esta casa es honrada y estoy para serviros, pero os ruego no hagáis daño ni a mi esposa ni a mi hija, que somos de bien. Tomad cuanto queráis.

Antón Astudillo pensó haber llegado a una casa de locos y no a una venta, como don Quijote pensaba que no llegaba a ventas, sino a castillos, y le dijo que ya le había dicho que no conocía a aquel Bernal, y que no traía intención de hacer mal a nadie, sino buscar donde hospedarse esa noche, para seguir al día siguiente camino, si el tiempo lo permitía. Y quiso saber qué gentes había en la venta.

Más tranquilo, el ventero le hizo saber que unos caballeros principales, que volvían a casa, y otros que descaminaron el camino de Sevilla.

Pidió aquel hombre que le indicara el aposento, y que lo prefería peor, estando solo, que mejor, teniendo que compartirlo. Y que le excusara de no quedarse en la sala con los otros huéspedes, por venir, a lo que pensaba, con calentura.

A todo se avino el ventero, quien se ofreció a llevarle la montura a la caballeriza.

—Me holgaría con ello —se excusó el recién llegado—, pero no consiente este animal que se le acerque ningún extraño.

Y así era verdad, que de los golpes recios de sus cascos sobre el empedrado del patio en cuanto se le acercó el ventero, se levantaron tantas centellas como de fragua.

Vio el forastero las magníficas caballerías de don Fernando y don Melchor, y preguntó por sus dueños, por decir de su dueño el caballo tanto o más que su ejecutoria. Se lo declaró el ventero y pasaron a la parte donde estaban la mula de Sansón Carrasco y el rucio de Sancho, y Rocinante y la burra que montaba Quiteria.

Terminó con su caballo, y pidió Juan Cebadón, porque era él, al ventero le enviara por una de las criadas a su aposento algo de leche caliente con orégano y miel tostada, y así lo prometió él.

—Estense con sosiego vuestras mercedes —les dijo de vuelta en la sala—. No es el bandido Mochuelo, como temí, sino un comerciante de Tembleque que va a tratar azafrán y paños a Sevilla, aunque para ser hombre de trato viene con caballo más de alférez de los tercios que de mercader. Debieran verlo vuesas mercedes: tiene la alzada de un castillo, manos de acero y capa tan negra como del diablo, que nadie se puede acercar a él sin peligro de salir coceado.

Respiraron tranquilos, volvió todo donde quedó suspendido antes de la llegada del falso Mochales, y Sancho se llegó donde estaban los caballeros.

—¿No me recuerdan, caballeros? —preguntó quitándose la caperuza.

Lo miraron detenidamente, don Melchor acaso un tanto molesto de ver que aquel rústico se dirigía a ellos con respeto pero no sin desenvoltura, y los dos negaron con la cabeza.

—En cuanto vi a vuestras mercedes supe quiénes eran, y si no toman a insolencia el que yo pueda declararles quién soy, lo diré.

Don Gonzalo parecía que quería conocerle, no así don Melchor, a quien ya estaba incomodando tanto rodeo oficioso.

—Yo soy Sancho Panza, escudero que fui del insigne caballero don Quijote de la Mancha, también nombrado el de la Triste Figura, cuya fama se va ensanchando en el mundo cada día que pasa, a la par que la gloria descomunal de sus fazañas.

En cierto modo le sucedía a Sancho lo que a Quiteria, que en cuanto se ponía a hablar de don Quijote con alguien que le había conocido, le salían parecidas palabras a las que hablaba su amo y un habla a lo antiguo que tratando de otras cosas no tenía. Conscientes o no, era un modo de decir: aquí seguimos.

Al oír los nombres de don Quijote y de Sancho, don Gonzalo, que era hombre más efusivo que don Melchor, se puso luego en pie, y como caballero de una gran llaneza, estrechó entre sus brazos al escudero, y exclamó:

—Albricias, Sancho, y ya podía estar yo dándole vueltas en el magín hasta el día del Juicio preguntándome dónde y cómo os había conocido, sin atinarlo. ¿Y qué os han hecho para que en este tiempo parezcáis otro? ¿No estabais antes gordo y lucio? ¿No traíais zaína la barba, que ahora es cana? ¿No había en vos en aquel tiempo un mirar malicioso a todas horas, incluso callando? ¿Qué son esos huesos del pescuezo? ¿Y el sayo? Dentro cabrían ahora dos Sanchos, que os parecéis ya más a vuestro amo que al antiguo escudero que conocimos en Sierra Morena.

—Yo lo diré puntualmente todo, y cuando lo sepan vuesas mercedes, entenderán que no hubieran podido venir las cosas de otro modo. Que todo el mal sea enflaquecer, que bajados a la sepultura ya no hay medro.

Quiso saber don Gonzalo de qué sepultura estaba hablando Sancho, y recibió gran pesar cuando éste le confirmó que no hablaba de otro que de don Quijote, tío de la mujer que tenía puestos en ellos sus ojos en ese momento, Antonia, quien estaba en compañía de su esposo, el bachiller Sansón Carrasco, y el ama.

—¿Se acuerda vuesa merced? —le preguntó don Gonzalo a don Melchor—. Habla de aquel extraño caballero que hallasteis en la venta el día que fue principio de restañar nuestra amistad y mi fortuna.

—¿Y cómo queréis que lo haya olvidado ni a él ni nada de lo que sucedió entonces? ¡Buenas fiestas y risas nos dimos a cuenta de aquella bacía que don Quijote creía por fe yelmo, y aquella albarda que tú, Sancho, creíste por conveniencia arnés! ¡Válgame Dios que me acuerdo! Y aunque no hubiese estado presente entonces, lo sabría, pues no se habla hoy de otra cosa en toda España, ni hay junta donde no salga el nombre del Caballero de la Triste Figura, ni venta en que no se trate de sus aventuras ni cabildo que no se solace con ellas, y quien habla de la de los molinos, y otro de la de los carneros, y acá de la de los pellejos de vino, y allá de la de tu manteo. Hasta mi hermano, que es el hombre más grave que cabe imaginar, vino la otra tarde a preguntarme por don Quijote cuando oyó decir a un criado que lo habíamos conocido.

Invitó entonces don Melchor, puesto en pie, a que vinieran a su mesa tan ilustres caminantes, que aceptaron de grado la merced, no así Quiteria, que se excusó por no parecerle bien esas leyes que según el escudero regían en las ventas, y se sumó al cortejo de criados de don Melchor que habían sacado los blanquísimos manteles de que venían provistos, y les ayudó a servir la mesa.

En un momento quedó organizada allí la más discreta y amena de las reuniones.

—Pues yo he de decir —siguió diciendo Sancho— que don Quijote fue un loco, pero si alguna vez se le recuerda, y para mí creo que no se olvidará su nombre, como no se olvidó el de Aquiles ni el de Eneas...

—¿Y qué sabes tú de Aquiles y de Eneas?... —le interrumpió don Melchor.

—Y aún se asombrará más vuesa merced de las cosas que sé, cuando me oiga. Decía que si no se olvidará el nombre de don Quijote, ni, dicho con la mayor modestia, el de su porro escudero, no será por haber embestido a unos carneros o haberse aspado con los molinos, sino por haberlos acometido creyendo que eran verdaderos gigantes y ejércitos encarnizados, enemigos muy principales de la razón, y todo ello sabiendo en lo más íntimo de sí que no podría vencerlos. Y de mí, lo mismo: por acompañarlo sabiendo que estaba loco, pero no tanto como para no llevar razón en la miga de sus asuntos. No era mi señor de la corteza.

Don Melchor había sido, de todos los que se encontraron aquel día en la venta, el que menos trato había tenido con don Quijote, pero se acordaba puntualmente de él, porque nadie que se hubiera cruzado una sola vez con don Quijote podía olvidarlo, e incluso muchos que nunca jamás lo habían hecho daban en asegurar que lo conocían y habían hablado con él, y no tanto por ser falsarios o por presumir de ello en unos tiempos en que ya empezaba a hablar de don Quijote todo el mundo, sino porque en el fondo de su corazón no se hubieran perdonado haber compartido con el hidalgo tiempo y lugar sin haberlo conocido. Pero con todo pidió don Melchor a don Gonzalo que le refrescase la memoria y le dijera más cosas de aquel hombre, y don Gonzalo se lo preguntó a Sancho, y éste les dio noticia de todo, y añadió que mejor que él la contara, venía referida en cierta historia del ingenioso hidalgo don Quijote que ya corría impresa, y les recomendó de paso que anduvieran con vista en dar con la verdadera y no con otra que también circulaba por ahí, escrita por un avellanado que no contaba sino grandes embustes.

—¿Y cómo es posible que apenas muerto se hayan dado tanta prisa los impresores en sacarla en letras de molde? —preguntó el hijo del duque—. ¿Da la vida de un loco para un libro?

—Y aun para dos si fuera como aquél, que tuvo de loco lo que de discreto —le respondió con entusiasmo el bachiller Sansón Carrasco, a quien empezaba a sucederle con don Quijote lo mismo que sucedía a don Quijote con los libros de caballería, que si le sacaban ese tema de conversación se enardecía y empezaba y no paraba.

Y así contó cómo había ya dos profusos libros que trataban de la vida de don Quijote, y que el primero no hubo de esperar a la muerte del caballero, sino que apareció en vida de éste, y que gracias a ese libro pudo él, el bachiller, no sólo leerlo, sino comentarlo de viva voz con el propio Caballero de la Triste Figura, quien después de eso, y animado por ver cómo sus hazañas empezaban a ganarle tanta fama, resolvió hacer su tercera salida al mundo, la cual recoge ese segundo libro en que se trata de su vencimiento y muerte, así como de la vida de cuantos en aquel tiempo tuvieron algo que ver con él.

—Y dígame vuesa merced, señor Carrasco —preguntó don Gonzalo—, el libro del que habla ¿le remató a don Quijote, o le ayudó a sanar de su locura? Porque he oído yo de muchos que, viéndose en letra impresa, se envanecen de tal modo y estropean que quedan sin provecho.

—A mi modo de ver —respondió Sansón Carrasco—, todo sucedió para bien de don Quijote. Pues después de verse en estampa, no volvió a confundir molinos con gigantes, ni a tomar rebaños por ejércitos, y de no ser porque ya todos los que habían leído la primera parte trataban de confundirlo con sus burlas para solazarse a su costa, habría él sanado de por sí mucho antes. Y aún diré yo más, que no hay hombre a quien con una bien trazada burla no se le haga creer que se ha vuelto loco. Y eso sucedió con don Quijote, y a cuenta de la necedad y burlas ajenas empezó a destilar tales y tan sabrosas y cuerdas razones sobre lo humano y lo divino, que no las hallaréis mejores en teólogos, reyes, filósofos o poetas, que de todos ellos acabó teniendo el caballero lo más granado. Y de ello puedo dar fe por lo que yo traté con él, también puntualmente recogido en libro.

—¿Queréis decir que en esos libros aparecemos todos cuantos lo conocimos? —preguntó con inquietud don Melchor.

—Así es —confirmó Sancho—, y tan a lo vivo que no hubiese sido menester ni vivir ni haber vivido para estar más vivos de lo que allí quedamos.

—¿Y cómo puedes saberlo tú, Sancho? ¿Acaso sabes leer? —preguntó don Gonzalo.

—¡Y vaya si sabe! —respondió Sansón—. Yo mismo le enseñé las letras y en menos de una semana ya las supo, que no he tenido en todos los años de mi vida un discípulo más aventajado, y en otra más ya había leído el primero de esos libros, y después el que siguió, lo mismo que un doctor en Leyes.

Y llegando a ese punto pidió Sansón a Antonia si podía ir a buscar a su aposento los dos libros que traía consigo en su maleta, porque no pensaba pasar a las Indias otro tesoro que aquél.

—Todo en lo que cifro mi patria, señores —aclaró Sansón—, va en ellos, y así, dondequiera que los lleve vendrán conmigo ríos y montes, villas y ciudades, mi lugar y mi tiempo, linajes, amigos y vecinos, pues la sangre de todo ello corre en la suave manera que ha tenido su autor de dejarlos por escrito. Y aun diría que sólo en papel tienen sentido.

Trajo Antonia los libros y Sansón se los mostró a don Melchor y a don Gonzalo, y mientras éstos los iban hojeando, siguió Sansón contando algunas cosas más, y viendo que don Gonzalo se detenía a leer lo que había escrito a mano en muchos de sus márgenes, dijo:

—Verá vuesa merced, don Gonzalo, que ése está anotado con una menuda letra, de hormiga gótica. No es mi costumbre escribir en los libros, por parecerme muy fea, pero tengo ya esos comentos por la mayor reliquia de todas. Debéis saber que compré yo el libro en Salamanca a un librero llamado Sánchez. Le llegaban a él de todas partes, por ser Salamanca una de las grandes universidades del orbe, pero me temo que los que yo le compraba no eran ni los más doctos ni los que se supone más provechosos para un estudiante, quiero decir que yo buscaba allí únicamente novelerías, comedias y versos, que son los que me dan mayor gusto. Y cuál no sería mi sorpresa cuando leyendo éste vi que trataba de la vida de nuestro vecino don Quijote, a quien conocía bien desde niño. Y con él a todos los demás, el cura, el barbero, Sancho, que tantas veces había trabajado a jornal para mi padre, el ama y la sobrina, aquí presentes... No os podéis figurar el alborozo que recibí de ello, y sentí un no sé qué que me llevó a querer hablar a mis ilustres vecinos, y quién sabe si conociéndoles, me dije, no mereceré un día figurar en futuras crónicas, pues he de confesaros que siempre, desde muchacho, he sentido el picorcillo de la poesía, y el veneno sutil de la gloria corre por mis venas pidiendo a gritos sazonarse con una hojas de laurel en cuanto la sangre se me sube a las sienes. Apuré mis estudios, pasé el grado y me puse en camino para llegar cuanto antes a mi lugar, temiendo que don Quijote se me fuera a salir de él antes de mi llegada. Mucho hablamos aquellos días don Quijote y yo. Al principio quiso saber él cómo era el libro donde se contaba su historia, y de qué trataba, y el estilo en que su autor había pulsado la lira, si era el llamado culto, o a lo llano, pues creía que tanto como las cosas que se contaban en un libro, importaba el modo en que se hacía, y que las que se escribían como se habla llegarían en lo venturo más lejos y se hablarían más que las que se escriben como se escribe. Le dije, pues, que el de su autor era un estilo enteramente nuevo, ni culto ni llano, pues se diría que apenas se notaba, de tan fino y transparente, y que era fino como el aire que se respira y sabroso como el agua de las peñas, y no le extrañó nada de cuanto oía y de cómo salía en él, con todas las aventuras que le sucedieron, y dijo que si su autor ingenió un estilo discreto y bien temperado, fue por acomodarlo a su persona de caballero andante, que no hubo uno que no lo fuese, y que él se tenía por hombre sencillo, bueno y claro, aunque a veces, reconocía, difícil, pues no hay vida esforzada que no lo sea. Y aun me confesó que no hubiese podido ser de otro modo, ya que creía que a quien se dedicaba de corazón al ejercicio de la caballería le estaba reservada la fama y el andar bruñéndose su nombre en boca de las gentes. Le pregunté yo si quería ver por sus propios ojos lo que se decía de él, y me dijo que no, por parecerle que acaso incurriera en el grave pecado de vanidad, que es, de todos, dijo, con el de la envidia, el más tonto de los pecados, pues a quien lo comete no le aprovecha, sino al contrario, ve cómo la impaciencia y el desasosiego le van royendo el corazón hasta acabar pudriéndoselo. Pero no había pasado una semana cuando se llegó a mi casa, para desesperación de mi padre, que no podía ni verlo, y me dijo: «Amigo Carrasco, lo he estado pensando mejor, y acaso convenga que lo lea, por ver si es todo lo discreto que decís y, siéndolo, si hay cosa que redunde en el temple de mi carácter y en la doma de mi destino, sin contar que puede que se anote en él alguna amonestación que le aproveche a mi alma y haga de mí un más cristiano caballero; tráigale vuestra merced». Se lo bajé de mi aposento y lo tuvo consigo muchos días. Durante el tiempo que estuvo ese libro en sus manos nos vimos muchas veces, pero nunca quiso decir nada de él, en tanto lo leía, emplazándome para cuando lo completase, porque decía que no se debe juzgar una obra hasta que se termina, lo mismo que una vida, pero cuando lo acabó, tampoco dijo nada. Lo puso en mis manos, sin despegar los labios. Caminamos un buen trecho uno al lado del otro por la olmeda de nuestro pueblo, sin decirnos nada, hasta que, como viese yo que no rompía su silencio, le pregunté por derecho, y fue entonces cuando me dijo que distinguía él en el libro dos autores, Cide Hamete y Miguel de Cervantes; que el primero no siempre había sido de su agrado, por creer que era muy aficionado, como moro, no ya a faltar a la verdad, o a burlarse de la caballería, sino a mirarlo todo con ojos poco cristianos, sin contar con esa manía de poner en su corazón pensamientos y determinaciones tan ocultos que sólo de él y de Dios eran conocidos; pero que para con el segundo, el señor Miguel, no podía guardar sino la mayor de las gratitudes, porque sentía que eran almas gemelas, viendo cómo le sublevaba la injusticia que se ensaña con los menesterosos, y cuánto le enternecían las criaturas averiadas que se encontraba por el mundo, que eran las más, pues les pasa a las criaturas lo mismo que a los jarros y cántaros, a poco que anden de mano en mano o vayan mucho a la fuente, uno se desborcillará, otro echará pelo y el de más allá precisará laña. Pero que con todo no quería decir más del libro, ni en qué pasajes anduvo el historiador más acertado, ni en cuáles no, porque decirlo era ya querer dar coces contra el aguijón; y que de la misma manera que el caballero andante ha de mirar por su honra, sin poner la vista en las mercedes que haya de recibir por sus hazañas, así entendía que debían hacer los autores, pues nadie mejor que ellos, siendo discretos, sabrá el punto de lo que han hecho, dejando al vulgo, que no siempre fue juez fino, ya el aplauso, ya el vilipendio. Y que no podía tomar a mal el tono desenfadado con que andaban todos a cuenta de su dichosa locura y su dizque disparatar, porque en esas burlas obraban más por desconocimiento que por maldad, y tampoco hay que pedir cuentas a quien no puede darlas. Y eso fue todo. Me devolvió el libro, lo guardé, y muchos meses después, muerto ya nuestro don Quijote, volví una tarde a tomarlo y a abrir sus páginas, buscando en él un modo de consuelo por la pérdida de quien es su principal figura. Fue entonces cuando me tropecé con esa letra menudita suya, casi aljamiada. Me dio un vuelco el corazón, porque en aquella letra era como si siguiera vivo y lo tuviese al lado. Parecía estar oyéndole, parecía hablarme con mayor viveza aún que en el libro. No sé cómo explicarlo, sentía que en los trazos de su pluma seguían los pulsos de su verdadera sangre. Cuántos «¡Voto a bríos!», cuántos «¡Albricias!», y cuántos «¡Felones y fementidos!», «¡Majaderos y bellacos!», o «¡Cuán mentís, hideputa!», o «¡Tristes memorias las que yo tenía!», si lo que leía no le gustaba, o veía que se hacía mofa de él o de su sagrada orden de caballería, o le traía a su recuerdo pasos de su sentir enamorado. Y yo he pensado, señores, consultar con el librero Robles, que la sacó a la luz, si no podrían meterse esos pensamientos de don Quijote, tan levantados y discretos, a propósito de mil pequeñas cosas, donde mejor cuadrase, cuando reimprima el libro, como tenemos Petrarcas o Garcilasos con comentos.

—Entonces, dice vuesa merced, ¿aparecemos todos en él?

Lo preguntó don Melchor, un tanto incrédulo, y a la curiosidad de éste se sumó la de don Gonzalo, porque basta poner un espejo en medio de una plaza para que todos quieran asomarse a él.

Al contrario de lo que acababa de suceder con Antonia y Quiteria, que lo preguntaron con indiferencia, lo hacían ellos con cierta inquietud, el uno, don Melchor, porque no todo en su conducta con Dorotea fue propio de un caballero, y temía que hubieran salido a la colada sus desentonos, enjuagues y trapisondas, y el otro, don Gonzalo, porque daba por hecho que el recuerdo de los días penosos y lástimas de su locura le afligirían a él y a su esposa.

Pero Sansón Carrasco, que era hombre largo, sabiendo de qué pie cojeaba cada cual, les dijo la verdad a medias. Cualquiera que hubiese leído el libro sabía que don Melchor no se había portado como un caballero ni con las doncellas de sus estados ni con Dorotea. Todo esto salía escrito, negro sobre blanco, pero si quería saberlo don Melchor, iba a tener que comprarse el libro. Así se lo dijo con la mirada Sansón a Sancho.

—No lleven cuidado alguno, caballeros —dijo al fin Sansón—. Todo lo relativo a su amistad y las diferencias que les pusieron a pique de barrenarla está pintado con tanta discreción y soslayo que podría leerlo un niño. Y si esto no bastara, concurre aquí algo especial: por razones que a todos se nos escapan, el autor no quiso daros vuestros nombres verídicos, sino sólo unos fingidos.

—¿Cómo fingidos? ¿No decís que allí estamos los dos? ¿Y cuáles son esos nombres, si os acordáis? —preguntó don Gonzalo—. Pues he oído que a veces los autores, por no incurrir en la cólera de alguien, o por burlar la vara de los censores y demás servidores del Rey que entienden en cosa de libros, acuden a otros nombres, pero los hacen tales que no haya nadie que leyendo en ellos no se dé cuenta del trueque; y así, si de quien se quiere referir un caso se llama Julio Cabañas, el autor pone Tulio Cañas o Tulio Rebañas, y todos quedarán enterados. Por eso querría saber yo ahora, si se os acuerda, el nombre que nos puso el autor de esa historia.

—Yo me acuerdo muy bien —dijo Sancho.

Se los declaró, y recibió don Gonzalo mucho contento del suyo, Cardenio, por sonoro, y a don Melchor el suyo le dejaba frío, pero no el saber si en la historia se declaraba el de su padre el duque o el de su villa, pues dijo, con muy acertadas razones, que bastaba con decir que eran duques de tal lugar, para que diera igual enmascarar o fingir o trocar los nombres, sabiendo todo el mundo que en tal villa no había otro duque que su padre, y de ese hilo, tirando, se llegaría al ovillo de los hijos y todo lo demás.

—No declara —les confirmó Sansón— ni solar ni linaje ni villa.

Celebraron mucho don Melchor y don Gonzalo esa salvedad del libro.

—Me alegra conocer que nuestros nombres no andan en historias —declaró don Melchor—. Y es natural que las gentes que no tienen más blasón que su genio aspiren a la fama, pero no cuando lo que sobra en la familia son blasones. Me alegra sobre todo que no llegue a oídos de mi hermano, mortal enemigo de cualquier impreso.

Vino al fin la cena, y el comer y aquel alegre vino que trajo el ventero, así como el fuego de la chimenea, avivaron aún más si cabe aquellos coloquios que se traían, siempre en torno a don Quijote, pues se diría que era éste alguien de quien se hubieran podido escribir no dos libros, sino doscientos, pues aquellas cosas que contó Cide Hamete y tradujo Cervantes, siendo en rigor las que le sucedieron en las salidas que hizo, habrían podido detallarse y completarse y adornarse de mil pequeños matices, que sería el cuento de nunca acabar.

Así, contó Sancho cómo redujeron a su señor al poco de despedirse de ellos, y lo llevaron enjaulado, y contó Antonia, de pie, mientras servía los huevos fritos, cómo no pudieron retenerlo mucho tiempo en casa, por más que lo cuidó ella y le dio cada día seis huevos de sus gallinas, que tal como les llegó parecía que se fuese a morir, y contó Sansón cómo lo venció en Barcelona y la penitencia que le puso de no salir en un año ni vestir las armas, y contó Antonia cómo el cielo acabó apiadándose de él al mandarle a un tiempo la cordura y la muerte, y lo buena que la había tenido, y cómo la alegría de heredar les duró bien poco, porque todo lo dejaban atrás, sin saber en qué pararía la hacienda, comida por los malos escribanos y prestamistas, y que iban con poca a pasar a las Indias, de donde los llamaba un pariente del bachiller, a lo que ellos pensaban, más pobre que rico.

Halló al fin don Gonzalo en el libro que hojeaba, que no dejó de las manos mientras cenaba, aquellas páginas donde se hablaba de la historia de Cardenio; y esto hizo que Sansón le preguntara qué había sido de su vida, después que todos se despidieron en aquella venta de los enredos, pues no hay historiador que pueda seguir la vida de todos hasta el final, pues ese poder sólo lo tiene Dios, que lleva en su magín todas las historias de todos.

—Así es —concedió don Gonzalo—. Tras aquellos penosos meses de mi locura, quiso el cielo devolverme el juicio en el punto en que me devolvió a mi Luscinda, que así prometo llamarla siempre hasta el día en que Dios sea servido de acabarme, pues mostró ella ser la luz de mi vida, y ya sabía yo que volvería a gozar de mi cordura si recobraba a mi amada. Pero así como no parecía que ofreciese dificultad mi desposorio con doña Clara, quiero decir Luscinda, pues no cabía pensar que nuestros padres se opusieran a él por ser la calidad de nuestros linajes y haciendas más que pareja, así, digo, como volvíamos nosotros con harto regocijo, caminaban don Melchor y Elisa sin él, temiendo que el duque su padre estorbaría un casamiento tan desigual. Pero tuvo a bien el cielo, que siempre vela por los enamorados y el buen fin de las historias, llevarse al señor duque, padre de don Melchor, a mejor vida con un cólico la víspera de nuestra llegada, por lo que se pasó en dos días de llorar la muerte de un padre a cantar las bodas de un hijo.

—Y viendo mi hermano don Toribio —concluyó de contar don Melchor— ocasión de hacerme merced, y que mejor me estaría doña Elisa que volver a las andadas, nos dio su bendición, y me ha favorecido más de cuanto estaba obligado, dándome uno de los palacios de nuestro padre y no pocas tierras y beneficios, y a don Gonzalo igualmente tanto como le fue posible, y aún más, pues le hizo su secretario. Así pues, vivimos ahora entregados a nuestra hacienda, mejorándola cuanto nos es posible, mi Dorotea y su Luscinda quedaron encintas el mismo mes, que ha querido el cielo hermanarlas de ese modo, y no se dejan una a otra ni un punto, que todo lo hablan, piensan y hacen al tiempo y no da un paso la una sin declararlo a la otra. Deténganse siquiera un día en nuestra casa. De nada nos holgaremos más que de tenerles como huéspedes. Podrán presentar asimismo sus respetos a mi hermano el duque.

Lo prometieron todos con todos, como se prometen las cosas en una venta ya de noche, y con éstas se levantaron de la mesa, recogió el bachiller sus libros, Sancho sus alforjas, de las que nunca se separaba, el ama las capas de todos, Antonia unas tocas que también había puesto a secar, y cada cual se retiró al aposento donde lo había acomodado el ventero.