Media hora después de avistada, llegaron los cuatro a aquella que no supieron en un primer momento si era venta o no, por hallarla sepultada en el mayor silencio.
Defendido por un alto muro, se veía al fondo un viejo, grande y algo destartalado caserón al que se habían ido añadiendo toda clase de cubículos, hornos, caballerizas, pajares y zahúrdas. Del día no quedaba más que el sucio pavón de un resplandor agonizante. La lluvia arreció en ese momento. La oían percutiendo en las tejas, y dentro, tras el portón, sobre las lajas. El viento aprovechó también para salir de su guarida y sacudía violentamente las copas de algunas encinas y alcornoques cercanos, arrancándoles variada suerte de lamentos tremebundos. En un majuelo próximo el viento a rachas zurraba los olivos y sacaba de sus hojas destellos mortecinos, plateados, un tanto tenebrosos.
Desmontó el bachiller y dio tan rotundos aldabonazos al portalón, que parecía querer tumbarlo más que abrirlo.
Acudieron a la carrera los perros, que ladraron encarnizados, y se oyó detrás la voz de un hombre:
—¡Ya voy! ¡Ya voy!
Apareció ante ellos, cubriéndose la cabeza con un caperuzo y llevando una linterna en la punta de un lanzón. Era pequeño y abultado como un tonel. Les dijo que aquélla era la venta Ronquera, que la tenían trancada por temor a un bandido llamado el Mochuelo. Traía éste atemorizados, dijo, aquellos contornos desde hacía meses. Y, sí, disponían de aposentos, un lugar junto a la lumbre y cena caliente, si la pedían.
Quiso saber entonces Sansón cómo siendo aquél el camino real de Sevilla, habían encontrado tan pocas gentes, y le informó el ventero que aquél no era el camino real, y que en algún punto lo debían de haber trocado, pero que podían salir de nuevo a él en apenas tres leguas.
—Pues yo digo —dijo Sancho— que las aventuras y desventuras nunca comienzan por poco, pues ya le oí yo una vez a don Quijote que nada sucede porque sí..., y no digo más.
Le miró el ventero sin saber a qué venía aquello, y esperó a que pasaran los cuatro para cerrar, no sin antes echar una mirada fuera.
Ya dentro, ayudó Sansón a desmontar a su dama y fue a hacer lo propio Sancho con Quiteria, de no ser porque el decoro del ama no le habría dejado que nadie le hubiese puesto la mano encima, y menos Sancho Panza; y así descubrió la intención del escudero, dio un brinco a tierra que asombró lo indecible al ventero.
—¡Vaya desenvoltura, señora! —dijo.
Se puso como la grana el ama, y preguntó Sancho dónde estaban las caballerizas y la cebada, y se llevó las bestias para desalbardar su rucio y la burra de Quiteria y desensillar a Rocinante y la mula, y darles pienso.
Sansón, Antonia y el ama siguieron al ventero, que abría la marcha con la linterna, hasta una gran estancia. Había en ella, sentados a una mesa, dos caballeros que, por la riqueza de sus ropas de camino y lo pausado y apagado de su coloquio, demostraban ser de calidad. Llevaban aún puestos los herreruelos, uno de damasco y otro de raja, señal acaso de que no hacía mucho que habían llegado allí. El fuego sacaba en uno el fulgor del oro de una cadena de más de treinta onzas, y del puño de una daga que llevaba el otro, destellos de lo que parecían rubíes y otras piedras de precio. Junto a la lumbre habían puesto a secar sus monteras de terciopelo y dos capas de limiste con pasamanería de oro, que valía cada una doscientos ducados. Al ver entrar a Sansón y a las dos mujeres, se levantaron ceremoniosos para agasajar a Antonia, dieron las buenas noches y sendas solemnes cabezadas, y se volvieron a sentar, apagando aún más si cabe el coloquio que se traían.
Mientras Sansón disponía con el ventero la cena que tomarían (les dio a escoger huevos con torreznos, olla, y media pava estofada que quedaba del mediodía, así como aceitunas, higos, nueces y moscateles, y requesones traídos ese mismo día por uno de los pastores de aquellos contornos), ayudó el ama a Antonia a quitarse la capa aguadera, que dejó, junto a la suya y las de aquellos caballeros, sobre un escaño, y lo mismo hizo con el parasol que protegió a Antonia todo aquel día de la lluvia.
Era la chimenea volada, como de venta, y ardían en ella tres o cuatros leños de gran porte, y otros esperaban al lado su turno. Sobre el fuego había una olla de hierro suspendida de una gruesa cadena. Borboteaba voluptuosa y solemne e infundía por la sala olores de grata invitación. Entrando y saliendo silenciosa, pululaba por allí una mujer gorda, criada o esposa del ventero, y los criados de los dos caballeros, que llenaron de vino los jarros de sus amos, y una niña que trajo los suyos a los recién llegados.
—¿Te das cuenta, ama —empezó a decir Antonia, apenas en un susurro, porque no quería ser oída de aquellos dos gentilhombres—, te das cuenta de que ayer fue acaso la última noche que dormimos en nuestra casa y en nuestros lechos? A pesar de lo que dije antes, querría estar mañana mismo de vuelta allí. Ama, todo me da miedo. No podré vencer el temor a embarcarme, y sufro sabiendo que mi esposo se ha ido sin la bendición de su padre, y que ello habrá de traer sobre nosotros el infortunio y que no saldremos con ventura. Ay, las Indias, se me encoge el corazón sólo de pensarlo. Aquí al menos éramos conocidos por todos. ¿Quién nos fiará donde no nos conozcan?
Y la que no lloró cuando murió su tío, ni se conocía que hubiera llorado nunca, tampoco lloró entonces. Pero no pasó inadvertida su turbación a aquellos dos caballeros, impresionados tanto como intrigados de verla en una joven tan hermosa, caminante en tan mal día. Pero, como discretos que eran, disimularon haberse dado cuenta y fingieron aún mayor desatención, aunque se diría que aprestaron y afilaron sus oídos por sacar quiénes serían aquellos viajeros, de dónde vendrían y qué les habría lanzado a los caminos en un día tremebundo como aquél, en el que nadie, de no tener una importante razón, dejaría el techado a menos de disponer de coche. Que las ventas tienen eso de admirable: trenzar vidas y barajar destinos, circular historias y entretener veladas, conocer hechos extraños y hacer que lo que parecía extraordinario e imposible no lo sea, y casi siempre en medio de la alegría, si andan por medio mozos, pues todos comprenden en las ventas, mejor que en ningún otro lugar, que la vida es la mayor venta, en la cual todos estamos de paso, y que no vale la pena añadir otra más impetuosa al duro trabajo de vivir. Por eso, aquel seco sollozo, discreto y apenas escondido, suspendió a los dos caballeros.
Acabó Sansón de ajustar con el ventero el precio de la cena y el hospedaje y el pienso y guarda de las bestias, y después de quitarse su capa y ponerla al lado de las de Antonia y el ama, vino a sentarse junto a ellas.
—¿Qué es eso, Antonia? ¿Lloras?
Negó Antonia vivamente con la cabeza, al tiempo que Quiteria lo explicaba:
—Ya le he dicho que en su estado las mujeres suelen mostrarse zahareñas y melancólicas. A una mujer encinta, todo la asusta, todo la consume, todo la aflige.
—Y que llevamos más de doce leguas caminando —añadió Sansón, tomando tiernamente la mano de su esposa—, y que no hemos visto como quien dice el sol en todo el día, según ha estado de entoldado, y que apenas hemos probado bocado, y que la muchacha es nueva en esto de andar caminos y entrar en ventas.
Y, por distraerla, refirió Sansón lo que él sintió el día en que pasó por aquel trago, cuando, con doce años, lo envió su padre a estudiar a Salamanca, encomendado a un carretero. Y cómo la segunda noche, en una venta, le robaron menos la camisa y las bragas todo cuanto llevaba encima, dejándole sin blanca y teniendo que mendigar para poder llegar a Salamanca y no volver corrido al pueblo y hacer saber a su padre todo aquel infortunio. Y cómo sintió entonces que el mundo se le acababa, y cuánto hizo para llegar a Salamanca; y otras mil cosas que entretuvieron a Antonia de su tristeza y a Quiteria le dieron mucho gusto por ser persona que se perecía por las aventuras, como no estuvieran en los libros, que ésas las tenía todas por falsas y perniciosas, como sabemos.
—¿Se os ha pasado la pena, niña? —preguntó Sansón, y puso en sus palabras tal suave acento y tanto amor, que acaso por recordarle su herida, demasiado tierna para haber cicatrizado, atajó con mano enérgica una lágrima.
—Ay, esposo mío, no me lo tengáis en cuenta, qué tonta soy, yo me quiero morir, pensando que me desampararéis como hizo mi padre, como hizo mi tío.
—¿Y qué os hace temer que vaya a abandonaros mientras viva?
La intriga de los dos caballeros iba en aumento con aquel sollozar sin lágrimas de la muchacha, pues la veían en la compañía mejor avenida que se pueda imaginar, y tanto les comió la curiosidad, que uno de ellos, no pudiendo sufrirlo por más tiempo, se levantó y se acercó adonde estaban Quiteria, Antonia y Sansón, y les dijo:
—Señor, señoras —empezó con una gentil humillación de cabeza—, no hemos podido evitar, aquel caballero que está conmigo y yo, ver la agitación de esta dama, y su belleza y su juventud y el desconsuelo de su mirar no nos ha sido posible verlo sin que se nos partiera el corazón. Permitid que nos ofrezcamos para lo que gustéis. Aquí nos tienen vuesas mercedes, si en algo podemos serviros y remediaros. Aquel caballero, hijo de uno de los más ilustres nobles de toda la Andalucía, vino hace unos días a pedirme le acompañase a la feria de Córdoba. Como acaso sepan vuesas mercedes, en aquella ciudad se mercan por estas fechas las más acrisoladas yeguas, caballos y jacas que puedan hoy verse en el mundo. Le acompañé por hacerle grato el camino y estar muy obligado a su amistad. Después de haber comprado el mejor potro que se vio este año y tres yeguas que no le van a la zaga, nos volvemos. Llevamos ya cuatro días de camino y la lluvia nos redujo en esta venta, casi llegando a nuestro lugar, no muy distante. Y aquí entra el deciros lo que mi amigo me ha pedido, que no es otra cosa que invitaros a nuestra mesa, y pasar lo más alegremente que se pueda esta velada, y si vamos a hacer mañana la misma jornada, recibiros en su casa como huéspedes antes que vuesas mercedes prosigan su camino, que la hospitalidad obliga más que ningún otro deber.
Volvieron la cabeza Sansón y Antonia hacia donde les indicaba y vieron al caballero, que había seguido las palabras de su amigo, sin dejar su asiento, y que confirmó con una no menos profunda cabezada cuanto el otro acababa de decir.
—Mucho os agradecemos, señor, la gran merced que nos hacéis —empezó Sansón, devolviendo la reverencia al otro—, pero no querríamos abrumar vuestra cena con nuestras pequeñas cuitas. En dos palabras satisfaré vuestra curiosidad. Mi nombre es Sansón Carrasco, y soy bachiller por Salamanca, y ella es Antonia Quijano, cuya belleza no me dejará mentir cuando diga que el cielo quiso ponerla en ella a manos llenas, y es mi esposa y va encinta, y a su lado, su ama; en la cuadra ha quedado nuestro criado desalbardando los burros y desensillando nuestras caballerías, y nos proponemos ir a Sevilla, donde esperamos pasar a las Indias con la flota. Hoy, al alba, dejamos nuestra aldea, y la lluvia y nuestra ignorancia y descuido hicieron que nos descamináramos. Esperamos alguna comida caliente, reparar las fuerzas, secar las capas, calentar los huesos y recogernos en los aposentos que han dispuesto, y mañana volver al camino real y con él ponernos más cerca de nuestro destino, que no es otro que el de hacer nuestra vida donde no hay un día sin sol ni una noche sin recompensa. Mi señora esposa no deja atrás pariente alguno, que el único que le quedaba en esta vida lo enterramos hace unos meses. Ahora su corta edad y el estado en que va, añadidos al temor de embarcarse y al cansancio de esta jornada, primera que ella pasa lejos de su aldea, la han puesto en el trance que habéis visto. En cuanto repose y la repare el sueño, volverá a darnos su contento, que es mucho, como acaso vean vuestras mercedes mañana, si tienen a bien hacer la jornada con nosotros.
Antonia debía de estar un poco avergonzada, pues mientras hablaba su esposo, estuvo todo el tiempo con la cabeza metida en el regazo y la mirada perdida entre las llamas, y así como terminó de hablar Sansón, levantó la cara, pero no del todo, y sonrió al caballero que seguía a su lado de pie, y también al otro, que esperaba la conclusión de aquel coloquio.
—Os pido disculpas, caballeros —dijo azorada—. Todo es como os ha dicho mi esposo y os quedo reconocida de vuestras atenciones. Que ya el haberlas oído ha disipado estos pesares pasajeros.
—Si así lo queréis, me retiro —dijo el caballero, y retomando sus acostumbradas ceremonias y floreos, se apartó para reunirse con su camarada, que parecía también ser su señor.
Entró en esto Sancho Panza trayendo consigo las alforjas, por si habían de tirar de sus bastimentos en apoyo de lo que viniese de la batería de la venta, pero recibió grandísima alegría cuando Sansón le habló de todo cuanto estaba ya de camino, huevos, olla, pan, queso, y especialmente el estofado de pava y el vino que excusaba el escrutinio de su despensa y de su bota.
—Acabo de ver —dijo Sancho— el más hermoso potro que haya nunca visto y tres yeguas que no podré encomiaros sino diciendo que cada una de ellas ha de valer trescientos ducados, que no pueden vuesas mercedes dejar de ver, como las pirámides de Egipto y el faro de Alejandría, maravillas pregonadas del mundo. A su lado nuestro pobre Rocinante ha hecho un papel tan deslucido que no sé si de ésta levantará cabeza, y allí quedó desventurado y pensativo, que ni ganas ni fuerzas parecía tener para tomar la cebada. Ni ronzar se le oye, por comedimiento ante sus ilustres congéneres. Los criados que cuidan de ellos me han dicho que pertenecen a dos caballeros distinguidos que los mercaron en Córdoba y que vuelven a su lugar, que no es otro que donde tendríamos que estar ahora, si no llegamos a errar nuestro camino.
Así se lo confirmó Sansón, con todo lo que acababa de sucederles, mostrándole a aquellos dos caballeros.
Se volvió Sancho para verlos a su gusto, y apenas los vio, se volteó como si quisiera hurtarse de su mirada, y quedó suspenso. Disimuló la conversación como pudo unos minutos, pero no era hombre que se pudiera guardar para sí mucho tiempo aquello que le roía, y al cabo dijo a Sansón:
—Recordará vuestra merced que en la primera parte de la historia de don Quijote, huyendo de la Santa Hermandad, después de que mi amo diera la libertad a los galeotes, nos adentramos en la Sierra Morena, donde pensaba él hacer penitencia y hechos famosos, al uso de los caballeros andantes, con que ganar la voluntad de su dama.
—De todo me acuerdo —dijo Sansón—, pero cuenta, Sancho, como testigo de visu, a estas señoras que no lo saben.
Y así era, que ni Antonia había querido leer la historia de su tío ni Quiteria que se la leyeran, y fue ésta quien puso coto a Sancho:
—Mire vuesa merced si esto va a ser volver a las andadas, que no hallo yo contento alguno de los desatinos de mi señor...
—No hay en ello desquicie alguno —intervino Sansón—, y sí una historia bien verdadera. Cuenta, Sancho, y de paso recuérdamela a mí también, que me parece que aquélla fue una de esas intrincadísimas, con tantas vueltas y revueltas, que al cabo no sabe uno muy bien si vienen o van, quiero decir que todo lo que ata y desata el amor semeja furiosas galernas que agitan y mueven y sacuden con fuerza voluntades y entendimientos. Hazlo, y bailaremos el hambre en tanto venga la cena.
—No sé yo —dijo entonces Quiteria— si voy a recibir contento de oír las locuras que hizo aquel hombre de mis entretelas, aquel bendito, aquel blanco vellón, aquel copo de virtudes. Pero, si no he oído mal, ésas son de amor también; vengan, pues...
Quiteria había permanecido de pie desde que entraron en la venta, por no tener costumbre de no hacer nada ni tampoco de sentarse donde estaban sentados sus amos, y cuánto más donde había caballeros tan ilustres como aquéllos.
—Toma asiento, ama, que en las ventas no rigen las mismas leyes que en las aldeas y ciudades —le dijo Sancho—, pues en ellas verás en la misma mesa al obispo y al sacristán, al conde y a su palafrenero, a las guardas y al penado que llevan a galeras, y compartir aposento a la abadesa y a la novicia, al alguacil y al corregidor. Andad, pues, tomad aquel asiento y acercaos aquí, que yo puedo deciros que estas locuras os gustarán, por ser de otro loco, no de nuestro don Quijote, y venir envuelta en ellas una tragedia de amor como acaso no se ha descubierto otra en lo descubierto de la tierra.
—Siendo de amor, venga, que me placen todas, pero haced que sea breve y no enoje —dijo el ama, quien hablaba más a lo antiguo que ninguno de ellos, no porque así hablara ella de suyo, sino porque sin darse cuenta imitaba el habla de don Quijote, por el profundo amor que le tenía y porque ella consideraba que el hablar como él era un modo de mantenerlo vivo en su corazón.
Se sentó el ama aliviándose en el borde de la silla, al modo de los canónigos en sus misericordias, como si con ello bastara.
—Así lo haré, ama —replicó Sancho—, que yo lo contaré más breve y suave que se asa la manteca en la sartén, porque todo cuanto se dice que soy falto de seso, nadie podrá afirmarlo de mi memoria, que la tengo tan valiente que no hay cosa, por menuda que sea, que no recuerde con pelos y señales si estuve delante, y aun de muchas que me llegaron de oídas puedo descubrir todas sus costuras. Decía que, apenas nos engolfamos mi amo y yo entre aquellas peñas y breñales, topamos, primero, una maleta y un cojín en el que venían cien escudos, que mi amo me permitió tomar por venir ajustados esta clase de hallazgos a la vida de los caballeros justados, pero sobre todo a la apaleada, manteada y hambrona de los escuderos andantes, que se ven resarcidos así de cuantas ínsulas y reinos se les quedan en el tintero a sus amos y a ellos mismos entre los dedos. Digo, pues, que después de topar los escudos, topamos al que era su dueño, el hombre más consumido y en la condición más triste que cabe imaginar. Venía casi en cueros, y tan hecho garras el vestido que llevaba, que aquello le valió el sobrenombre del Roto. Pero no lo traía tan deslucido que ocultara lo fino de su hechura, y el alto linaje y buena crianza de su dueño, que era noble y de padres ricos. Nos contó su desdichada vida y el accidente de la locura que desde hacía unos meses le había acometido trayéndolo arrastrado por aquellas soledades sobrehumanas, en las que para no morir tenía que quitar por fuerza la comida que los cabreros de aquellos cerros le daban por gusto, y dormir en los troncos de los árboles. Había estado enamorado aquel hombre hasta los tuétanos, y lo seguía estando, de una doncella a quien pintó como la más hermosa criatura de su lugar y de muchos circunvecinos, y ella, de nobleza y riquezas parejas a las suyas, le correspondía. Crecieron uno y otro esperando el momento en que pudieran convertirse en esposos, y eso llegó el día en que el joven se la pidió al padre de ella, quien dio el sí, siempre que lo secundara el padre del mozo, pues no estaba bien hacer a espaldas de los padres lo que puede hacerse de cara, ni a disgusto de ellos lo que ha de hacerse a su gusto. Corrió el mozo a decírselo al suyo, embargado de la mayor alegría, y se lo encontró apesarado leyendo una carta de cierto duque a quien debían obediencia.
—¿Y esto es lo que llamas breve, Sancho? —le preguntó Sansón—. No parece sino que vayas a acabar en las Indias.
—Ah, no, bachiller —salió el ama en defensa del escudero, pues ya nada le parecía breve a ella, una vez mordido el anzuelo—, que nunca ha estado mejor este hombre que ahora, contando cosas que tanto entretienen. Seguid, hermano Sancho, y desoíd lo que antes dije, que de nada recibo yo más gusto que de estas historias, y no podría pegar ojo esta noche sin antes saber qué fue de esos dos jóvenes que se tenían tanta fe.
—Las historias llevan todas su tiempo, bachiller —replicó Sancho—. Y ésta más aún, porque no hay historia de amor que se pueda contar en dos patadas. Digo, pues, que la carta del duque, que era Grande de España, pedía al padre le enviase a su hijo para ponérselo de compañero, no criado, al suyo mayor, corriendo de su cuenta darle una posición acorde a la estima que le tenía. Dejó el mozo no sin dolor su aldea, posponiendo para su vuelta el momento de concertar el desposorio. En casa del duque fue tal su discreción y buena disposición, que si el hijo mayor lo estimó en mucho, más lo hizo un hermano que tenía más joven. Era este hijo menor un joven que a la sazón acababa de atropellar la doncellez de la hija de un rico labrador, bajo promesa falsa de matrimonio. Por resumir el cuento: para alejarse de aquella afrenta que el duque su padre no le habría de perdonar, le pidió licencia de ausentarse de la ciudad e ir a la de su amigo, y con éste a comprar unos caballos...
—¡Ah, simple de mí! —exclamó al llegar a este paso Sansón—. Aquel Cardenio de la historia es alguno de esos dos caballeros, ¿es eso lo que tratas de decirnos?
—¿De qué Cardenio habláis? —se apresuró a preguntar el ama—. ¿Qué me he perdido?
—Cardenio es —confirmó Sancho—, y el otro caballero que está con él, don Fernando, el hijo de aquel duque, sólo que no sé por qué razón el autor de nuestra historia quiso darles estos nombres, que no son los suyos; pues lo más extraño de la que corre impresa es que así como en ella algunos, y aun muchos, figuramos con nuestro verdadero nombre, otros lo tienen fingido, y aun otros que ni siquiera lo tienen, como el duque padre de don Fernando, quiero decir don Melchor, o los duques que me dieron la ínsula y que Dios confunda; que si el autor no los declaró, no voy a declararlos yo ahora, no vaya a ser que el autor de nuestra historia no sea tan discreto como lo fue el arábigo, y oyéndomelos decir aquí, los anote y saque a la colada cuando esto que estamos hablando vaya a las prensas y vea la luz, dando inmortalidad a quienes no la merecen más que como «duque o duquesa de tal de no sé dónde».
Lo dijo así porque a esas alturas Sansón y él ya estaban archiconvencidos de que hicieran lo que hicieran, dijeran lo que dijeran, tarde o temprano acabaría saliendo a la luz en letra impresa lo que estaban viviendo y diciendo, y ello lo achacaban a una especie de destino que lo había dispuesto así, y, sabiéndolo, ya no se preguntaban más, pareciéndoles de lo más natural. Quiero decir que al principio se andaban ellos con cuidado de hacer o decir tal o cual cosa y no otra, pensando que así como lo hacían o decían, habría de salir impreso. O sea, que vivían para el libro futuro, olvidándose de vivir para el presente. Pero esto acabó fatigándoles lo indecible, y hacía ya mucho tiempo que no se preocupaban de ello, sino de tarde en tarde, toda vez que tampoco estaban muy seguros de que fuesen a tener detrás de sí todo el santo día al próvido y desalado moro, o quien fuese, apuntando cuanto hacían y decían, siendo de necios el no decirlo, cuando acaso tampoco acabara escrito.
—¿Y aparece nuestro nombre en él, verídico o fingido? —quisieron saber casi al unísono, picadas por la curiosidad, el ama y la sobrina.
—Hasta donde yo recuerdo, no —confirmó Sancho Panza—, pero siendo nuevo en esto de la lectura, puede que se me haya pasado por alto.
—Yo tampoco lo recuerdo —dijo el bachiller—, pero bien pudo ser, no por falta de estima del historiador, sino porque sabiéndoos tan cercanas a don Quijote, no creyó necesario declararlo, por aquello que suele decirse que donde hay confianza, da asco.
—Eso hubo de ser —dijo el ama—, pero no me duelen prendas, que el haberle conocido, tratado y querido como yo me sé, no lo vale ni lo paga libro ninguno.
—Pues a mí, ama —suspiró Antonia—, me habría gustado que por cortesía lo hubiese declarado, y si es que esto que decimos va a salir algún día a la colada, hago saber, a quien corresponda, ponga el mío bien claro junto al de mi esposo, por honrarme con él.
—Pero tampoco es cosa que no pueda remediarse —añadió el bachiller de lo más animado, pues estas cuestiones parecían avivarle el ingenio lo indecible—. Sabed que nosotros conocemos al librero que lo sacó a la luz. Fue quien nos recibió en Madrid a Sancho y a mí cuando fuimos a llevarle aquellos socorros al señor Cervantes, y quedamos muy sus amigos. Siempre estamos a tiempo de escribirle vuestros nombres en una carta pidiéndole los meta, o aquellos con los que gustarais aparecer, en las nuevas impresiones que se hagan de la historia, dejándola de ese modo mejorada, y así, donde dice «su sobrina» a secas, se diga a partir de ahora «su sobrina Antonia, de resplandecientes mejillas», y donde dice «el ama», diga «el ama Quiteria, de modales dulces», al modo que hacía Homero cada vez que hablaba de Aquiles, que era «el de los pies ligeros», o de Hera, «la de los níveos brazos».
—A mí que nadie me toque el nombre —saltó orgullosa el ama—, que no quiero yo andar destocada en esos papeles del demonio ni tener que reconciliarme un día, y dejadlo como está, que yo tengo el mío en mucho para verlo malbaratado.
—Pues para mí, ama, es todo lo contrario, que de pocas cosas he recibido yo mayor contento que de verme allí, y el dolor de haber acabado las andanzas de don Quijote sólo se resarce algo al ver mi nombre puesto junto al suyo, y aun añadiría...
Era Sansón Carrasco quien ahora naufragaba en sus propias ensoñaciones...
—¿Quién se va ahora por las ramas, bachiller? —cortó Sancho.
—Tienes razón, Sancho, sigue.
—Decía y quiero, pues, declarar —siguió diciendo el escudero—, como acabo de decir y he dicho, que aquel don Fernando no es sino don Melchor, y Cardenio, don Gonzalo, y los demás que comparecen en esta historia, como iré diciéndoos cuando venga al hilo. Y verlos aquí juntos, en buena compaña, es propio más de fábula apóloga que milesia, según me enseñó mi señor a distinguirlas entre las que instruyen y deleitan, y las que deleitan sólo. Así que después de convencer al duque, partieron don Melchor y don Gonzalo a su pueblo, y ninguna otra cosa deseaba tanto don Gonzalo como reencontrarse con su amada Luscinda, que ése fue el nombre que el autor de nuestra historia quiso darle, aunque todos la conocimos por el suyo de doña Clara...
—¡Ah, y cómo es mucho más hermoso y esclarecido Luscinda que no Clara! ¡Dónde irán a compararse! —suspiró Quiteria—. Lo que no hubiera dado por tenerlo semejante; y si quisierais hacerme merced, Sancho, os rogaría que en lo que falte de cuento la llaméis Luscinda a ella, y a los demás también con el suyo fingido, mucho más hermosos, pues veo que todos los nombres son mejores en el libro que como lo son en el siglo. Y aún digo más, desdiciéndome de lo dicho hace un instante, y es que si algún día escribís a ese que decís librero o impresor de la historia de don Quijote, me nombre en ella no como Quiteria, que nunca me gustó, sino como Galatea, que así oí yo que llamaba a veces don Quijote a la dama de sus pensamientos antes de dar en Dulcinea, y si ese nombre pica muy alto, Leonor, Mariana o Beatriz pueden servir, que el mío nunca fue de mi gusto.
—Así es, ama —dijo el bachiller—, que eso del trueque de nombres tiene su busilis, pero os ahorro la razón prosódica de ello. Y contad con que he de escribir a nuestro amigo Robles y vos habréis de llamaros el ama Galatea, o el ama Mariana, tanto da, o yo soy poco bachiller. Sigue, Sancho.
No supo Sancho eso de «prosódica» y se quedó pensando un rato lo que le decía el ama, sin decidirse, y señaló que a él lo mismo le daban unos nombres que otros, porque lo importante no eran los nombres, sino las obras que con ellos se hacen. Lo consultó con Sansón, quien dijo que en los libros suelen contarse las cosas como debieron ser y no como fueron, y con Antonia, que se puso del lado de Quiteria, aunque a ella le bastaba «Antonia», y así pudo seguir su relato Sancho, sin salirse ya de sus relejes, tal y como había salido de las prensas, pero llamándoles a unos unas veces por su nombre verdadero, y otras por el fingido, para lío de todos.
—Don Gonzalo, quiero decir Cardenio, habló de Luscinda, o sea doña Clara, a don Fernando, don Melchor...
—¡Basta, Sancho! —cortó Sansón—, y hazte cuenta que con uno que les des nos basta.
—Así lo creo yo —admitió Sancho—. Cardenio habló de Luscinda a don Fernando, a quien ya tenía por confidente de sus cuitas, tan levantados elogios y valores, que también le entraron a don Fernando ganas de conocerla, y conociéndola y viéndola tan hermosa, que lo era aún más de lo que el propio Cardenio había sabido pintarla, le entraron vivísimos y deshonestos deseos de hacerla suya, como antes había avasallado a otras labradoras, molineras y mozas de venta de los estados de su padre el duque, sin importarle ni la honra de la doncella ni la fe que le obligaba con Cardenio. Desde aquel día don Fernando se convirtió en un hombre avieso y fementido, traidor y embustero, y no pensaba sino en apartar de sí a Cardenio para darle el asalto a Luscinda, que se mostró, como no podía ser de otro modo, inexpugnable. Y así mandó de nuevo a Cardenio, ajeno por completo a aquellos manejos de su falso amigo, a recoger de su hermano unos dineros que dijo le hacían falta para el concierto de los caballos, que ahora no sé si vino a la aldea a comprarlos, o se le ocurrió entonces para apartar a Cardenio de sí, cuando conoció a Luscinda. Atajando razones: en cuanto se vio solo, se las ingenió para encontrarse con Luscinda, a quien abrió su corazón y expuso en cortas y vehementes palabras su pretensión, que no era otra que gozarla. Luscinda, que vio tal, rechazó a don Fernando y le dijo que antes prefería la muerte que acabar en otros brazos que no fuesen los de Cardenio, y mandó a éste un correo en que le exhortaba a tornar presto al pueblo, si le importaba, porque, incauto, había metido en el palomar a un raposo, temiendo ella que estaba a punto de ocurrir algo que los haría desdichados para el resto de sus vidas. Y así fue, pues don Fernando, conociendo la firmeza de Luscinda, atacó el castillo por otro flanco, que fue pedírsela al padre de ella. Y éste, viéndola muy mejorada a su hija con aquel tan gentilhombre y rico, se apresuró a dar su sí y de allí a dos días se concertó el desposorio. Y llegados a este punto...
Aprovechó Sancho para darle un largo trago al jarro, pues se le había quedado seca la garganta. Quiteria ni se movía, esperando en qué pararían aquellos amores, tanto más reales cuanto que tenía a los caballeros allí al lado, y Antonia lanzaba a hurtadillas miradas amorosas a su bachiller y éste oía con disimulado embeleso, porque le parecía que no le estaba bien a un hombre experimentado como él mostrar ante las mujeres tanta afición al género amatorio, aunque él mismo era poeta y componía muchas estancias con esos asuntos.
—Y llegados a ese punto, digo —continuó Sancho Panza—, llamo la atención de vuestras mercedes sobre un punto, que es éste: cuando Cardenio le pidió a Luscinda, el padre de ésta le dijo que no estaba bien obrar de espaldas a los padres y no hacer los desposorios a gusto de ellos, pero cuando se la pidió don Fernando, no le envió a decírselo al duque, que se habría negado a un casamiento tan desigual, sino que de allí a dos días lo concertaron, y con tanta celeridad y secreto, que sólo asistió el cura de la parroquia y algunos de la casa. Quiero decir que todo en esta vida es doble, y que andamos todo el mundo con dos varas de medir, si nos conviene, como le convenía al padre de Luscinda más don Fernando que Cardenio, más el duque que su vecino. Pero no se pudo hacer todo con la celeridad que hubiera querido la codicia del padre y la mala inclinación del caballero, y también pudo estar presente en el casamiento Cardenio, que en menos de dieciséis horas recorrió las dieciocho leguas que había entre las ciudades de uno y otro. Oculto detrás de unos tapices siguió la boda, esperando que Luscinda, que tantas veces le había declarado su amor, vendría a desmentir y detener aquel clamoroso atropello, así que cuando oyó el sí de Luscinda creyó morir, pero en vez de vengarse como debía en el fementido don Fernando y la inconstante Luscinda clavándoles la espada que llevaba consigo a tal propósito o hundiéndola en su propio y despechado pecho, se partió del pueblo y se internó en aquella serranía donde le encontramos. Penó allí tanto, que dio en loco y en contar a quien quisiera oírle, pastores, árboles, alimañas, el infortunio de sus amores y la traición de don Fernando y de Luscinda, y unas veces era el más pacífico de los hombres humanos, y otras, la más agitada, pendenciera y energúmena de las fieras, robando, como digo, el alimento que los cabreros, compadecidos de su mal suceso, le daban por gusto, o apedreando a quienes él suponía sus contrarios. Y aquí habría terminado todo, si no fuese que la madeja del amor es intrincada, y cuando iba yo a llevarle cierta carta a mi señora doña Dulcinea, me topé con el cura y el barbero de nuestro pueblo, que venían en busca de don Quijote para devolverlo a su casa y reposarle con la esperanza de que recobrase el juicio. Volvimos, pues, adonde yo había dejado haciendo penitencia a mi amo, fui a buscarle, y quedaron solos entre tanto el cura y el barbero, que mientras hacían la espera se toparon con Cardenio, y éste les contó su historia, como la contaba a todo el que se terciaba. Y estando atentos a lo que decía Cardenio, a quien también se le llamaba el Roto, como he dicho, o Caballero de la Mala Figura, como a don Quijote se le llamaba el de la Triste Figura, oyeron por allí cerca, junto a un arroyo, cantar a un doncel que mostró ser doncella y resultó no serlo en traje de labrador. Y descubrieron que era mujer y no varón, porque al ir a lavarse soltó sus largos y dorados cabellos, que no eran más brillantes los rayos del sol. También a ella le había reducido a aquella soledad el infortunio de sus amores, y como es cosa probada que cuando alguien se retira a lo más intrincado de una sierra es para contar su historia al primero que se encuentra, contó a aquellos tres extraños, y digo extraños porque el cura y el barbero iban disfrazados con muy poco usadas galas para no ser conocidos por don Quijote, a ellos, digo, y al Roto, más que roto, hecho hilazas, contó aquella muchacha su historia, que no fue otra que la de haber tenido la desgracia de creer a un caballero que no lo fue tampoco, el cual con falsas promesas de hacerla su esposa se llevó el único tesoro que una mujer debiera defender con su vida, si fuere menester. Cobrado y gozado ese bien, y como suele suceder tantas veces, el burlador la aborreció, le dijo, ahí te pudras, y se partió lejos, para casarse con Luscinda, la dama de un gran amigo suyo, a quien traicionó, de nombre Cardenio. Podéis figuraros la impresión que recibió don Gonzalo, o sea Cardenio, al oírse nombrar por aquella desconocida, que dijo llamarse Elisa, aunque en la historia lleva el nombre de Dorotea.
—En este caso, ese autor no se molestó por lo que se ve demasiado en trocarle el nombre, porque ahí se van el uno y el otro, Elisa y Dorotea —señaló Quiteria, que aprovechó su comentario para secarse una lágrima con la punta de la toca.
Y viendo llorar al ama, sintió Antonia envidia de aquellos que podían llorar por cualquier cosa, y también hubiera llorado acaso, si no estuviese en medio de tanto extraño.
Entre tanto, y aun siendo discretos, que lo eran y mucho, y enemigos del feo oficio de fisgonear vidas ajenas, en aquellos dos caballeros iba creciendo el deseo de conocer el origen de tantos lagrimales sueltos, pero tuvieron que esperar a mejor coyuntura para saberlo, porque por más que alargaban el cuello no pescaban ni gota de lo que Sancho susurraba más que hablaba para no ser oído precisamente de ellos...
—Contó Dorotea —siguió diciendo Sancho— el resto de su historia a los oídos voraces de Cardenio, a saber, que Luscinda no le había sido desleal como creía Cardenio, sino que por no salirse de la obediencia de sus padres, había dado el sí, pero luego, nones. Después de que Cardenio saliera de la sala donde se consumó su desgracia, y más le hubiera valido haber sido paciente y haberse quedado un ratico más tras el tapiz, pues se habría ahorrado todo aquel calvario que le trajo a vivir en la sierra, y después del sí, cayó la joven sin sentido, y al abrir su madre el vestido para ventilarle el pecho, encontró un billete donde contaba Luscinda cómo era desde muchos años atrás esposa de Cardenio, y que no pudiendo serlo de él a los ojos de la Santa Madre Iglesia, lo sería de Cristo, retirándose a un convento. Don Fernando quiso matarla entonces con una daga, y lo habría hecho de no habérselo estorbado los padres de Luscinda y otros allí presentes, de modo que contrariado y a su juicio burlado por Luscinda, salió de aquella casa hecho un basilisco. Excuso deciros la cara que se le quedó tras oír a Dorotea al pobre Cardenio, quien había hecho, precipitando su marcha de la boda, un pan como unas tortas. Y en eso llegué yo con mi amo, y siguieron su designio el cura y el barbero, quienes, con ayuda de la bella Dorotea, habían industriado el modo de sacarlo de allí. Llegamos, pues, a la venta en que tantos malos sucesos me habían sucedido, quiero decir, donde me habían manteado unos desuellacaras, y allí, estando como ahora estamos sentados esperando la cena, aparecieron unos caballeros que traían consigo, tapada, a una dama. Oír Cardenio la voz de la dama y reconocer a Luscinda fue todo uno, y lo mismo cabe decir de Dorotea, que a quien menos esperaba ella ver allí era a su burlador. Y de ese modo, después de conocerse unos y otros, se supo la verdad de la historia, que no era otra que venía don Fernando de robar a Luscinda del convento y la llevaba a su tierra. La venta estaba aquella noche concurridísima de gentes, y al cabo, y no tardando mucho, sin salirse de los términos de aquella misma noche, quedó todo resuelto y entre todos convencieron a don Fernando de entregarle Luscinda a Cardenio, pues se pertenecían el uno al otro, y de reparar a Dorotea y cumplirle lo que le había prometido, y prometiendo hacerlo como lo acordaron, nos despedimos todos. Verles ahora a don Fernando y Cardenio juntos de nuevo, y en tan buena camaradería, sólo quiere decir que don Fernando recobró la dignidad que debía a su estado y su persona, casándose con Dorotea, y Cardenio la razón, desposando a su Luscinda.
—¿Y qué hacéis, Sancho —preguntó el ama Quiteria—, que no os levantáis y corréis a decirles quién sois? Viendo cómo se nos ofrecieron hace un rato, ¿no les estamos obligados?
—No, señora —replicó el antiguo escudero—, pues ahí está el toque de este negocio. Que como recobró la razón Cardenio, puede que don Gonzalo haya recobrado la memoria, y vengan a acordársele ahora la maleta y el cojín en que venían los ducados, y preguntando si yo los encontré acaso, no podré dejar de declarárselo, de modo que éste es un asunto en el que viene pintiparado aquello de más vale no meneallo, que la ley me obliga a devolvérselos, y no podría yo hacerlo aunque quisiera, habiendo empleado mi señora Teresa hasta el último maravedí apenas puse el dinero en sus manos, que Dios la hizo con agujeros por donde se le van como agua de un cesto.
—No tengáis cuidado —dijo Sansón—, que si es como le has pintado, no será don Gonzalo de esos que lleve en la memoria con puntualidad cada maravedí, y dará por bien empleados los cien ducados, pues no anduvieron lejos de la senda que condujo a recuperar a su Luscinda.
Le acuciaron todos a Sancho con palabras tan inexcusables, que no tuvo más remedio el escudero que levantarse, y así, dando por hecho que don Gonzalo le pediría los ducados, se dirigió a la mesa donde estaban aquellos dos caballeros.