CAPÍTULO TERCERO

Fue el caso que en la aldea todo andaba revuelto esa mañana, después que la veleta rasgó con su pico de hierro los tules de la aurora.

A poco de salir el sol, Matías Barrientos, el mozo que había venido a ocupar el lugar del tarambana Cebadón, primero y aventado amador de Antonia, dejó el aposento donde dormía, en la parte trasera, y extrañado del silencio que reinaba en el predio de los Quijano, llamó en voz alta desde el corral.

Ésta y cuantas veces volvió a hacerlo le respondió el silencio, así que se entró en la casa.

La encontró vacía, pero no de indicios que dejaran de mostrar que algo extraño había sucedido allí: de las arcas abiertas salían sayas, manteos y ropillas en desorden, el bufete tenía sus llaves puestas, y los lechos, fríos y con lienzos y frazadas revueltos, dieron señal de que los habían abandonado hacía horas sin ocuparse en recogerlos, como era uso puntual del ama. Y la caballeriza vino a confirmar lo que ya estaba probado: con su señora y Quiteria habían desaparecido también Rocinante y la mejor de las burras.

El mozo, que no era de los atolondrados, hizo aquello que hacía cada día, pensando acaso que su señora y el ama podrían estar de vuelta cuando menos se pensara; pero después de asistir al ganado y cribar un poco de cebada, vio, con el sol ya alto, que allí no aparecía nadie, y se decidió a dar cuenta al alcalde, y también al cura. Al primero, porque temía que viendo el desorden en que estaba la casa pudieran culparle de haber robado algo, si se echaba en falta más tarde, y al cura por pedirle viático para algún otro labrador rico que quisiera acomodarle como criado, porque aquella misteriosa desaparición de su señora no presagiaba nada bueno, y lo dejaba sin mesada.

No encontró al alcalde, pero sí a los alguaciles, a quienes confió el suceso, y a don Pedro no fue necesario buscarle por habérselo tropezado cuando iba éste a la casa de Bartolomé Carrasco, padre del bachiller. Hacía unos minutos había venido el criado del señor Bartolomé requiriendo su presencia, el hombre había sufrido un síncope, y se acababa. Hablaban que no pasaría del mediodía. Le llevaba los santos óleos. Oyó el cura con impaciencia a Matías, temiendo que el enfermo se le muriese, y le pidió que volviese a casa de los Quijano y le esperase allí, que él acudiría en cuanto encaminase el negocio al que iba, y pidió asimismo al mozo que no confiara aquello a nadie, porque la indiscreción puede hacer que los pasos buenos parezcan malos.

Pero ni Matías ni don Pedro contaban con la de los alguaciles, de la facción del alcalde, y como él del partido antiquijotil, que los reputaron no ya malos, sino malísimos, y media hora después de recibida la noticia de labios de Matías, ya todo el pueblo sabía que las Quijano lo habían abandonado, y con ellas el bachiller Sansón Carrasco, y de ahí el tantarantán de su señor padre, que lo había puesto, al parecer, al borde de la muerte. Los había incluso que decían que la doncella iba deshonrada de Cebadón, del señor De Mal y de hasta media docena de pretendientes, pero ninguno del bachiller, y los había también que aseguraban que el padre de Antonia, personaje principal de la Corte, enterado de la muerte de su cuñado, la llamaba consigo. Otros, que se las daban de sutiles, buscaban la causa en más escondidos rincones, y presumían iba huyendo de la justicia comida por las deudas, pues el señor De Mal venía diciendo desde hacía meses y a los cuatro vientos que llevaba prestado al difunto Alonso Quijano más del doble de lo que valía su hacienda, y que ya no le quedaba a don Quijote nada, y que todos aquellos majuelos, sembradíos y olivares que mencionaba en su testamento eran verduras de las eras.

También al señor De Mal llegó esa mañana el clamor de que la que daba por suya se le fugaba con otro. Oírlo, echarse encima su loba algarrobeña de escribano y correr desalado a casa de las Quijanas para detener lo que él creía una hemorragia de los bienes que también tenía ya por suyos fue todo uno:

—Dios sea servido —iba diciéndole al alguacil que vino a contarle la novedad— no dejarme burlado, que en ese caso no sé qué haré. Y qué necia la sobrina. Cuánto mejor habría hecho aceptándome por esposo. Habría saldado así las deudas de su tío y entrado en posesión de toda mi hacienda, que no es poca. Qué regalada vida le habría dado: saboyanas de brocado de Flandes, sayas de tafetán, verdugados, corpiños y chapines de seda, ajorcas y gargantillas, aderezos y perlas hasta aburrirla, y tantas criadas que no habría tenido que hacer sino abanicarse por las mañanas y tomar soconusco con las amigas en el estrado. ¿Dónde se ha visto mejor concierto que el que se hace entre un anciano y una doncella? ¡Ay, pecadora, por las buenas yo soy requesón del cielo, pero por las malas, Belcebú a mi lado te parecería un cordero lechal!

El alguacil le escuchaba en silencio y con incredulidad, porque tenía al escribano, como todo el pueblo, por el más avaro, mísero y ruin de los hombres, y aun no muy limpio, que no se lavaba por no gastar agua del pozo. Iba hablando a la carrera sin levantar los ojos de sus zapatos, y al caminar con aquella acucia se le iba estrechando el resuello y parecía que se ahogaría del todo...

—¡Lléveme el diablo, que no quedaré burlado...! —decía y repetía.

Llegaron a la casa de las Quijano. Allí se despidió el alguacil. Tenía éste por delante aún muchos rincones donde posar la noticia de aquella extraordinaria desaparición, que a tantos iba a alegrar. Con la fama de don Quijote y la aparición en libro de su historia, había en el pueblo, principalmente entre las fuerzas vivas, muchos envidiosos de ella que no podían sufrirla, y así, sin necesidad de leerla, ya deseaban ver la fama de don Quijote y sus secuaces arrastrada por el fango y malbaratada, y la noticia de aquella que parecía nueva desgracia en una Quijano cebaría su contento.

En cuanto el alguacil se fue, el señor De Mal atentó el portón de la entrada. Rechinaron los goznes y ladró el perro. Instintivamente el escribano dio un paso atrás, poniéndose en salvo. Siguió el perro ladrando pero no apareció, lo que le hizo suponer que lo tenían con la cadena.

Llamó, sin que nadie respondiera. Pasado el portal llegó al patio, amplio y despejado, con un pozo en el centro y su roldana. El perro ladraba con furioso denuedo en su rincón, y parecía que tratando de soltarse acabaría estrangulado. Atados también, dos galgos miraban a su compadre alano sin abrir la boca. El escribano, cobardón y oblicuo, no se atrevía a alejarse demasiado del portal, por si tenía que salir corriendo. Todo a la redonda tenía aquel patio un corredor de tabas blancas de cordero que dibujaban granadas, trenzas, rosetones, testigos de la bonanza que conoció la casa. La extrema limpieza de Quiteria y la lluvia de la noche las mostraban pulcras, lucientes. A un lado tenía cinco columnas de piedra, que lo soportalaban, y el ancho pasadizo del fondo dejaba ver el corral y unas grandes tinajas del Toboso apoyadas contra la pared. Entre ellas crecían malas hierbas y ortigas, que daban claras muestras de su abandono. Fue el perro apaciguando sus ladros. El señor De Mal sintió que todo aquello le pertenecía. En cuanto la Justicia lo señalara, se vendría a vivir a esa casa, más espaciosa y de mejor viso que la suya. Así se lo declaró a la sobrina Antonia el día en que ésta le rechazó. Quería ver a la muchacha de rodillas suplicándole un techo donde pasar la noche, mendigando un mendrugo de pan. Ahora la pájara, como dio en llamarla desde entonces, había aborrecido el nido. Mejor. El perro, que había dejado de ladrar, miraba con la cabeza gacha al escribano y movía la cola, quién sabe si pensando que aquel viejo torvo y pilongo de porte fúnebre podría ser su nuevo amo.

Llamó por tercera vez, con impaciencia. Conocía bien el camino por haberlo hecho muchas veces en vida del hidalgo con aquellos dineros que le sangraban la hacienda, y bien por la codicia, bien porque quería acabar cuanto antes el negocio que le había traído hasta allí, o para probar los bríos que le había despreciado Antonia, subió de dos en dos la escalera que conducía a la parte noble. ¿Viejo? No, no le perdonaba a Antonia aquel terco desdén. El esfuerzo estuvo a punto de ahogarle entre toses pedregosas y ferinas.

Halló la sala como la había encontrado esa mañana el mozo Matías, sepultada en un silencio mortal, los arcones desentrañados de sus linos y anascotes, el bufete con las llaves puestas, chapines viejos desparejados por el suelo, y en la mesa los tristes relieves de la cena. Paseó el señor De Mal la mirada por aquellos duros regojos buscando algo que le resarciese de la que a su juicio no era en absoluto una deuda lezne, y no halló otra cosa que lo dicho, y un pliego con su sobrescrito en el pequeño contador, apoyado en un velón de dos llamas. Lo tomó, buscó en la faltriquera sus anteojos y leyó:

Antonia Quijano, hija de don Felipe Melgar y sobrina de Alonso Quijano, ya finado, a don Pedro Pérez, presbítero de este lugar.

Muy reverendo señor:

Sucesos de los que vuesa merced está al cabo de la calle me traen a dejar mi casa llevada por mi esposo y en compañía de Quiteria Romero, ama que fue de Alonso Quijano, mi tío, y ahora mía. El dilatar la partida sería cosa que no conviene a nuestra hacienda. La que aquí queda, tanto en muebles, vestidos, trebejos y raíces, la encomiendo a vuestra merced, que no toda está como ha dado en decir el escribano señor De Mal, que tanto y mal nos quiere. Guárdese de él, señor cura, porque así como parece un hombre honrado y honesto, lo acaban malas pasiones, que tenían sin resuello a mi honestidad y honra a partes iguales. Y no sigo adelante por no hacer al caso. Mi esposo, el bachiller Sansón Carrasco, nos lleva a Sevilla, donde pasaremos con la flota a las Indias, que también conviene a su hacienda el hacerlo, ya que aquí nada le queda que no sea el dolor de ver a su padre harto enojado y a su madre entre lágrimas, y allá nos espera quien lo llama. De lo suyo no se lleva sino la esperanza de mejorarse y la fe de que su padre, que tuvo a bien desheredarlo, lo perdone, y de lo mío, no más que algunos sinsabores me llevo yo, los más de ellos amargos. Sírvase, pues, de vender los pegujales, el olivar y el labrantío, y con ellos la casa y lo que ella contiene, incluidos esos libros que trajeron a mal traer a mi señor tío y que mi esposo volvió a su antiguo armario. Quédese también v.m. con alguno, si lo quiere, como memoria de un hombre que mereció más de lo que tuvo y que tendrá acaso, pasado el tiempo, con la fama, más de lo que soñó. De los dineros habidos de la venta de todo, páguese a Matías Barrientos, mi gañán, 15 reales que se le deben y otros tantos por el perjuicio que le trae nuestra partida; con el señor De Mal, ajuste las cuentas, que no todo el monte es orégano, y pague lo que se le debe, que andará por los veinte mil reales según mis cuentas y rezan las cédulas. Dese de los dineros cincuenta ducados a los pobres de nuestro pueblo, así como los vestidos y la ropa que dejamos, y tome v.m. otros ciento sesenta para misas por el alma de mi tío, y de lo demás, póngalo vuesa merced a buen recaudo hasta nuevos avisos, que pediré cuando haya menester de ello, desde Sevilla o desde Tierra Firme, adonde vamos. Asimismo se despide de vuesa merced mi esposo el bachiller y de tantos amigos como allí deja, en especial el barbero que lo fue de mi tío, maese Nicolás, a quien ha de dársele la bacía de mi señor tío, que está buena, y la navaja de asta que queda, que la otra de hueso la guardo para mi esposo; él escribirá con mayor reposo. Sirva de poder con la justicia este escrito y la rúbrica que lo sacará por verdadero, y ya os proveeré de pliegos que lo prueben, que no en este que puede caer en malas manos. De v.m. muy devota hija, que sus manos besa, Antonia Melgar.

Mucho debió de enfurecerle al señor De Mal aquella carta. En cuanto acabó de leerla, se lanzó al bufete, abrió portecillas, alumbró cajones, buscó escondrijos secretos. De acá y de allá empezaron a salir alborotados muchos papeles, algunos de tiempos del Rey Católico, y de antes. Como palomas de un palomar que huyeran del raposo, así los iba lanzando al aire el escribano, fulvo de ira. Cuando se cansó de perseguir la suerte de aquel mueble, abrió colchones, alacenas y loceros, tentó almohadas, levantó alcatifas, movió el estrado, y aun removió las cenizas muertas de un brasero pensando que allí se hallaba sepultado Dios sabe qué. Sacudido por el temor de verse descubierto, tanto como confuso, sofocado y colérico, ahogado en toses, se quedó como una estantigua en medio de aquel desorden, pensando en cómo acabar su negocio. Le sacaron de su ensimismamiento unas voces. Llamaban a Matías. Guardó anteojos y carta en la faltriquera y salió de allí precipitadamente con el semblante aborrascado y torcido.

En el portal se dio de bruces con don Pedro, que llegaba. Venía éste abismado y pacífico.

—¿Qué bueno os ha traído por aquí, señor escribano?

—Malo, diréis. He llamado, nadie ha respondido, he hecho la guardia aquí, y como llegué, me voy. En la marcha de esta muchacha pierdo yo hoy más de treinta mil reales, que para burla es mucha.

—Para burla es mucha, sí. Y muchos reales parecen.

—Tanto me da deciros que son treinta mil, como dos mil ducados, de los que ni la casa ni las tierras de esa mala cabeza que fue el señor Alonso cubrirá la mitad. Los hombres como yo, por su buen corazón, acaban en la miseria a poco que se dejen comer de cenizos y cornezuelos. Y vos, ¿qué venís a hacer aquí? ¿La lechuza viene a la alcuza?

—Ni en esta alcuza, según vos, queda aceite, ni a esta vieja lechuza se le ha perdido nada que no sean tres ovejas que han dejado a lo que dicen nuestro redil.

—Lleváis razón, señor cura. No toméis a mal lo dicho, sino que hoy aquí han podido quedar enterrados más de cuarenta mil reales míos, y ando confuso.

—¿No eran treinta?

—Sin contar los intereses, y otros censos de menor cuantía. Y con la huida de esta mujer...

—Queda todo en manos de Dios —terminó de decir el cura.

—Y de la Justicia —matizó el escribano, y envolviéndose en su capa, esquivó al cura, que cerraba el camino, desapareció de allí como alma que lleva el diablo, diciendo misterioso—: Esto no parará aquí. Cartas dan y triunfos hablan.

Subió don Pedro a la sala sin saber a qué se había referido el escribano; y si ya antes de su paso la sala mostraba el desorden que queda dicho, después de su registro no parecía sino que la habían asaltado y desvalijado una partida de ladrones.

—¡Válgame el cielo! —exclamó el cura, atónito ante aquel amasijo de ropas, papeles y cacharros.

—¿Y qué ha hecho, señor cura, que no parece sino que ha venido con vuesa merced un pedrisco tan recio?

Era Matías. Llegaba a la carrera. Al ver aquel desbarajuste se echó las manos a la cabeza, cuidando poner los pies donde no pisara una saya o quebrara un plato, y se llegó donde estaba el cura.

Le preguntó luego éste dónde andaba, y el mozo le dijo que, viniendo a la casa, como le había ordenado, se tropezó con el alcalde, que por ser hombre escrupuloso, le pidió puntual información de todo, y no lo dejaba irse.

—Bien, Matías, tú no me has dicho toda la verdad. Conozco al ama, y sé que no saldría de esta casa dejándola como la ha dejado. Habla, y mira no me mientas.

Rompió entonces Matías a llorar y a lamentarse:

—¡Va a sucederme lo que yo temía, que pensarán que he sido yo el autor de este abordaje! Y yo juro a vuesa merced que cuando salí esta mañana a daros aviso dejé esta sala y los demás aposentos muy de otro modo. Esto no es obra mía. Y no sólo no me llevo de aquí en el negro de la uña nada que no haya ganado con mi trabajo, sino que dejo perdidos quince reales en jornales que me debía mi señora.

Dio por creído al muchacho; y como había buscado minutos antes el escribano, buscó el cura con la mirada algo que le diera explicación de lo que allí había sucedido.

—Ahí junto al velón está la carta, si la busca.

—¿Qué carta es ésa?

—Carta me pareció.

Señaló Matías el bufete y el velón donde la había dejado, pero por más que miraron y remiraron no apareció la carta, ni allí ni entre los papeles tirados por el suelo.

—¿Y sabes de quién era y para quién?

Confesó Matías la verdad, que no sabiendo él leer, no podía decirle sino que carta era, por haber llevado él muchas al veredero, y misiva, por lo pequeña.

El cura quedó suspenso unos instantes, pero al momento todo lo sospechó.

—Para mí —añadió el mozo— que pudo haberla escrito el bachiller. En los últimos días no salía de esta casa y se pasaban el día él y mi ama hablando por los rincones, y que eran cosas de importancia lo declaraba que llegando yo o cualquiera, dejaban de hacerlo. Nada tendría de extraño que el bachiller anduviera detrás de esta salida.

—Eso creo yo también, Matías.

Trataba don Pedro a todo el mundo, si no había una buena razón en contrario, con una bondad y respeto ilimitados, viejo o mozo, varón o hembra, rico o pobre, y a todos les enseñaba el fondo de su corazón sin doblez ni reserva, como libro abierto, y aunque otro no hubiese considerado a Matías sino un pobre gañán, en ese momento el viejo don Pedro le habló como se le habla a un amigo.

—Bien pudiera ser eso que dices, hijo. En casa de Bartolomé Carrasco todo eran esta mañana pesares, ayes, rezos. Hasta los gatos se diría que suspiraban, pero entre tantos desvelos, ni uno de Sansón, de quien dijeron se había ausentado camino de la Corte antes que a su señor padre le sobreviniera el jamacuco que lo ha puesto quebrantado, y cómo. Y o yo sé poco del mundo, o aquí hay gato encerrado. Bien está, y todo se descubrirá a su tiempo; el señor Bartolomé ha revivido después de recibir los santos óleos, y de momento no habrá entierro. Tú, Matías, hijo, pon un poco de orden en todo esto, cierra la casa, no dejes entrar a nadie, y menos que a ninguno al escribano, y buscaremos una casa donde acomodarte.

Así prometió hacerlo el muchacho, que era, como se ha dicho, de los despiertos.

—Pero no olvide, don Pedro, mis quince reales.

Le recordó que los necesitaba para no ponerse a pedir, porque comer era algo muy bueno para la salud del alma, siéndolo también para la del cuerpo, y que le había oído decir al mismo señor cura en la doctrina que si Dios no se olvidaba de darle grano a los gorriones, cuánto menos iba a olvidarse del grano de un zagal como Matías y el de su propia madre, que esperaba el jornal para poder hacerlo.

Le hizo gracia al cura el desparpajo del muchacho, y le dijo la que acaso es la más famosa y vigente razón de cuantas vienen haciendo fortuna en este mundo desde que Eva se la soltó a Adán, en las puertas del Paraíso, después de la gran pifia, camino, uno, de ganarse el pan con el sudor de su frente, y la otra, de parir con dolor una caterva de infelices, mostrando que ya entonces se estilaban naipes:

—Paciencia, hijo, y barajar.