Para desesperación de su mujer, Sancho había decidido meditar reposadamente, y se pasaba todo el día en casa, solazado, como ella decía, y allí se lo encontró el criado de Sansón Carrasco, sentado en el patio, trenzando, para entretener sus ocios, un cesto de mimbre.
No era precisamente una mujer paciente Teresa Panza, y tampoco se ahorraba los comentarios acuciantes e intempestivos, si pasaba a su lado.
—No es bueno, te lo tengo dicho mil veces, marido mío, que te pases el día mirando las sapas verdes, o maquinando en la mollera, porque no hay cosa peor que la de pensar a secas, sin otra salsa. Para qué queremos más cestos. Llevas hechos más de treinta. ¿Serás cestero ahora? ¿Dónde los venderás, quién va a querer comprártelos, te sumarás a una tribu de gitanos y los mercarás por esos pueblos de Dios? Y no me digas cómo, pero he oído decir que en las casas que recogen a los agitados suele haber dos clases de orates, los que se pasan el día gritando como desaforados, y los que, como tú, clavan la vista en el suelo, y no la levantan en todo el día, y por más que les pregunten, no responden nada, como tú, que no parece sino que los locos son todos los demás y no ellos. Ay, que terminarás tú como don Quijote, que mala sombra se lo haya llevado.
—Calla, perra, y no muerdas la mano que te ha dado tu regojo. Y yo todavía sé hablar, incluso a ti. No consiento que nadie hable mal en mi presencia de quien fue la florinata de la caballería andante y por quien comes el pan que ahora comes. Y si es cierto que yo, que fui quien mejor lo conoció, certifico los puntos de su locura, también puedo asegurar que nadie como él supo dar consejos al que los necesitaba, y tantas y tan buenas cosas salieron de sus labios, como inmejorables ideas de su magín. Y así te digo que vendrán tiempos que lo conozcan en los altares, y me parece que antes de que cunda la especie, hay que atajar la que lo presenta como alguien rematadamente loco. Pudo estarlo, no digo que no, en un principio. Pero yo he sido testigo de cómo cada día que pasaba decía más y más cosas juiciosas, y no recobró la cordura de repente, como ahora creen todos, sino que eso ya se había empezado a producir de antes, porque nada de lo que sucede, se improvisa, todo viene de lejos, y eso lo sabíamos mejor quienes más lo tratamos: que si no se le tocaban los asuntos de la caballería, nadie hubiera podido negar que tenía enfrente a uno de los más cabales hombres de este siglo. Y en lo de su locura no fue diferente de todos los hombres, incluido el papa y el rey, que si se buscara en las entretelas de sus cabezas no sería difícil encontrarle a cada cual su propia locura, tan subida, si no más, que la de don Quijote. Y le bastaba su conciencia para obrar, y a ella sola se atenía, y socorriendo al necesitado, a la viuda, al viejo o al niño, no se equivocaba nunca, porque nadie se equivoca ayudando al débil, al pobre, al menesteroso. No hay más santidad que la de la voluntad, y él quiso, e hizo el bien. Pudo querer y quiso poder.
—Jesús, Sancho —dijo bajando la voz Teresa, alarmadísima por lo que acababa de oír—. Que no sólo te llevarán por loco, sino que puede que te reconcilien o, peor, que te quemen por hereje y blasfemo, y seguramente llevas razón diciendo que don Quijote se fue quitando de loco poco a poco, de la misma manera que te vas tú quitando de cuerdo.
—No hay sino que saber de lo que se habla —replicó Sancho—, y tú, no siendo mala, eres una mujer ignorante, y a estas alturas he vivido y visto tanto como para saber que sazonados en su punto, hay muy pocos. ¿Empezamos? Cierto que yo, queriendo ser gobernador, fui el más loco de todos. Pero ¿y tú? ¿No llegaste a verte vestida con ricas saboyanas, no te imaginaste con coche propio, no soñaste con llamar a duques y reyes, eh, primos, venid acá a dar cuenta de estas gallinejas? ¿No habías encontrado ya para Teresa un marido entre los príncipes de la tierra, no corrían por los ríos de tu imaginación el oro y la plata, no se espumaban tales torrentes con mil sartas de perlas y de corales? ¿Y no fueron locos Sanchico y Teresica, creyendo las tonterías de su padre y dejándose remejer por las fantasías de su madre? ¿Quieres que siga, fuera de esta casa?
Se echó a llorar la mujer y éste fue el momento justo en que el criado de Sansón Carrasco llamó a la puerta, buscando al escudero. Se secó Teresa Panza las lágrimas de forma apresurada con el vuelo de un refajo, le abrió la puerta y salió con disimulo al huertecillo que tenían detrás de la casa.
No le hizo esperar Sancho, y se fue con el mancebo a donde el bachiller. Se lo encontró vestido con su ropa de recibir, una pluma en la mano y los ojos en las negras vigas del techo, de donde parecía cosechar, una a una, las palabras que estaba escribiendo, como racimos de una parra.
A diferencia de la mesa de don Quijote, que muchas veces había visto Sancho, le admiraba a éste la de Sansón, tan ordenada.
El bachiller escribía. Tenía el libro rescatado del sobrado al lado. Hizo que el mismo criado que lo había acompañado hasta allí, le trajera una silla, e hizo sentar al antiguo escudero.
—Has de saber, Sancho —empezó diciéndole Sansón—, que acabo de concebir la idea de una gran obra. Voy a ir poniendo en este papel una historia que será el pasmo de todos, y que trata de las aventuras que pasa un caballero emboscado, y su escudero, celebrando ninfas, persiguiendo náyades, sobornando musas por montes, campos y ríos, en tanto el caballero cumple cierto juramento de sujetarse en la vida rústica hasta no volver a la caballeresca.
—¿Ése no era el oficio que me tenía reservado don Quijote, durante un año, que fue lo que le prometió al caballero de la Blanca Luna?
Así como Sancho había llegado a descubrir que el Caballero de los Espejos era el mismo Sansón Carrasco, hasta la fecha no podía ni sospechar que el de la Blanca Luna, que había derrotado a su señor en las playas de Barcelona, fuera también su donoso amigo, que movido a compasión por la locura y sandez de don Quijote y creyendo que su salud estaba en su reposo, había ido a encontrarle tan lejos de su casa.
—Tú viste al caballero de la Blanca Luna, Sancho, y tú sabrás mejor que nadie si ese caballero de la Blanca Luna rindió a don Quijote y las capitulaciones que le impuso en la derrota.
—Tan lo vi como le estoy viendo a vuesa merced, si no fuese porque era dos veces más alto, y mucho más fuerte y su rostro resplandecía como me decía don Quijote que les pasaba a los héroes de Troya.
—Le viste entonces el rostro...
—No, porque llevaba la celada echada, y no suele ser uso que el caballero que luchó cubierto quiera, si salió vencedor, descubrirse, pero era tal el resplandor que de debajo de su celada salía, que parecía que se custodiara allí una antorcha de llama viva. Y después de vencerle habló como un verdadero caballero andante...
—Luego tú crees en caballeros andantes, Sancho.
—A medias. Dos he visto luchar con don Quijote. Dos y medio. A uno le venció él, y él quedó vencido por otro. Y el medio, fue aquel vizcaíno que debía de ser caballero, pero no andante. El primero, demasiado sabe vuesa merced quién fue, y no hay más que preguntar a mi compadre Tomé Cecial, que os sirvió de escudero. Del segundo nada digo, porque se presentó sin palafrén ni ayuda.
—¿Y te pareció loco también ese de la Blanca Luna como lo estaba nuestro don Quijote?
—Si lo estaba se mostró en la victoria enteramente cuerdo, y compasivo y nada jactancioso, habiendo podido extremar su rigor con las armas y ensañarse con la palabra. Sólo le pidió a mi amo que durante un año se recogiese, prohibiéndole que pusiera las manos sobre las armas. Y fue entonces cuando se le ocurrió a don Quijote que parar acortar ese tiempo, que tanto le apenumbraba y le llenaba de ansiedad, podíamos dedicarnos a la vida pastoril, como él y yo os contamos en cuanto llegamos al pueblo.
—Así es, y así es como se me ha ocurrido la idea. Escribiré nuestras aventuras en esos campos, en las riberas amenas de los ríos, en los sotos umbríos, en pos de zagalas de hermosura impar de las que nos enamoraremos y a las que yo haré cantar como los ángeles, mientras pongo en boca de todos nosotros versos que habrán de hermanarse a los del divino Garcilaso. Y de ese modo ya que la muerte nos hurtó a don Quijote, privándonos al mismo tiempo de verle cuerdo, le haremos gozar de aventuras que entretendrán sus melancolías allá donde se encuentre.
—¿Y no es eso un disparate, señor bachiller? ¿No creéis que allá donde esté don Quijote las que menos le irán a preocupar serán las cosas que aquí hagamos, tanto si goza de la gloria del cielo, por gozarla mejor, como si espera en el purgatorio el día de dejarlo? ¿No le vendrían más al pelo misas y responsos que versicos, por buenos que le salgan?
—No lo creas. Míralo como una licencia poética. Como cuando, comiéndonos una empanada, nos acordamos de un difunto y decimos: y qué bien se comería ahora Fulano esta empanada, si la catara. Yo creo que cuando al fin salgan a la luz todas esas aventuras bucólicas, no te quepa la menor duda de que harán suspirar a don Quijote por esta vida, que si la otra es buena, alcanzada, la nuestra, si se sabe vivir, es como la misma gloria, y yo te diría incluso que no quiero más eternidad que una hecha de estas mismas cosas, con todas nuestras cuitas y afanes, sólo que sin dolor ni muerte. Y pudiendo gozar de amigos y hermanos y padres en esta vida, ¡cómo no será el gozarlos eternamente en la otra, a mesa y manteles puestos! Y si aquí nos alivia una tarde calurosa de verano la tépida brisa, ¡cómo no será esa brisa allá en el cielo!
—¿Y para eso me habéis mandado llamar? ¿Para decirme que en el cielo nos han de convidar a todas horas a comer empanada o para concertarse conmigo en el jornal? Eso lo vería yo muy bien. Y muy buena cosa sería el irme con vuesa merced de pastor como me fui de escudero con don Quijote. Ya conozco la vida de escudero de caballero andante, y de ella no se sacan más que palos, burlas, hambres, calores y sobresaltos. De pastores no sería más que estarse todo el santo día en junta de rabadanes, tañendo el rabel, requebrando a nuestras ninfas y náyades y oveja va oveja viene del redil a la cazuela, y de la cazuela al baúl de nuestras personas.
—No hablo de eso, Sancho, sino de una entelequia. No me entiendes. Todo sucederá en un libro, sin que tengamos que sufrir las lluvias y los rigores del sol, sin padecer hambres, sin sentir dolor, y sin salir de nuestras casas. No habrá ollas de carnero ni de vaca. Bastará la imaginación para transportarnos allí donde quisiera el autor, o tú incluso. ¿Que no te gusta la ninfa que te asigno? No tendrás más que decirme: «Mire vuesa merced de cambiármela», y yo la pondré a tu gusto, alta, baja, jaquetona o escuálida, con los cabellos como el sol o las ojeras agarenas de la noche. Y si otros han podido ser los historiadores de vuestras hazañas reales por las tierras manchegas, yo voy a serlo de estas aventuras pastoriles imaginadas, honestas y sin peligro para la hacienda ni la cabeza de nadie.
—Llevo, amigo Sansón, un mes en esto de las letras, soy como quien dice novicio en ellas y no entiendo muy bien lo que vuesa merced quiere hacer, pero será como vuesa merced dice, atinado y bien traído. ¿Me pagaréis por ello?
—Sí, desde luego, y puedes ponerte tú el salario que quieras, que lo tendrás cumplidamente desde el primer día.
—Corro a decírselo a mi Teresa. ¡Y cómo se me enternecerá del gusto en cuanto lo sepa! No hace una hora me graneaba diciéndome que terminaremos en la miseria si yo no lo remediaba. Y que ningún provecho iba a tener de leer libros. No he leído todavía ninguno, y vos no los habéis escrito, y ya tengo el salario que quiera ponerme. Le dije a mi Teresa que tuviera paciencia, y ya veis cómo la fortuna no deja de son reírme. Corro a decírselo, mi buen bachiller, amo longánimo y gloria pastoril de los pastores, y sabrá que en menos que canta un gallo la habré hecho más rica que todos los ricos de estos contornos, con más ovejas que las encinas del conde y con tantos criados, que no habrá nadie que la tosa al pasar.
—Vuelves a no entenderme, Sancho. He dicho que te pagaré, pero será en letras de molde, y de la misma manera que nada de lo que en ese libro ocurra tendrá más realidad que la del papel, los escudos y ducados que por allí circulen habrán de tener la misma pasta, o sea, la del papel y la de la imaginación.
Se quedó un poco corrido Sancho y divertido Carrasco de ver que el pobre escudero seguía siendo tan candoroso.
—Pero hasta donde yo llego a entender —replicó Sancho Panza—, puedo comprender que alguien haga la historia de lo que ya ha ocurrido; incluso entendería que haga la que se está haciendo en ese mismo momento, como aseguró vuesa merced que ocurriría un día con todo lo que ha estado sucediendo desde que murió mi amo don Quijote. Llegaría a entender, aunque no le veo el propósito, que vuesa merced esté ahora escribiendo, como dijo que haría, nuestra misma historia, que sin don Quijote no tiene, al menos para mí, ningún interés. Lo que no alcanzo a entender es cómo vuesa merced puede hacer la historia de algo que sabe que no ha ocurrido ni podrá ocurrir nunca, porque ya una de las partes ha muerto, y bien muerta está y enterrada donde no podrá hacer otra vida pastoril que con los gusanos que se lo estén comiendo, cosa poco cristiana y nada piadosa. ¿No sería mejor para todos irnos de zampoñeo, y contar luego lo que ocurriera? ¿No hacen eso los pintores, que ponen a uno con traje de Judas y a otro de Arcángel, y les sirven de modelos? ¿No es una locura poner la albarda antes que el rucio?
—Por partes —concedió el bachiller—. La relojería del arte está para que las cosas sucedan como si fuesen reales sin serlo, lo cual no quita para que se falte a la verdad. Que muchas veces habrás visto tú cosas reales que parecen falsas, y otras, sueños que parecen vivos.
—Así es —admitió Sancho—. Que yo a menudo sueño que me sigue por el campo un toro que quiere atropellarme y cornearme, y me despierto bañado en sudores fríos, y otras, ante cosas que nos suceden en la vida, tengo que frotarme los ojos para asegurarme de que lo que veo no es un sueño. Y estos últimos días, con mi pobre don Quijote, que se me aparece y me sigue hablando como si no hubiese muerto, me tengo que despertar para asegurarme que todo es un sueño, porque yo lo siento como si fuese todavía parte de nuestras vidas.
—Pues de eso ha aprendido el arte, que no es más que un embeleco con el que hacer que corra el tiempo a nuestra conveniencia y gusto, y que las sombras parezcan vivas, y los vivos sombras, y que el pasado vuelva y que el presente no huya. Y así podemos hacer los poetas que tú estés en un segundo en los antípodas, y te encuentres de vuelta apenas un párrafo después. ¿Lo entiendes? Si yo digo, en este papel, la marquesa ha salido a las cinco, no tengas la menor duda de que la marquesa salió a las cinco.
—¿Qué marquesa? ¿Y de dónde salió?
—Es un modo de hablar, un ejemplo. Puedo escribir que estuviste ayer en Argel y que te encuentras hoy en Sonocusco, moliendo chocolate en un ingenio, y para todos los que lo lean, eso habrá sido, aunque tú no te hayas movido de aquí.
—Pero yo podría probar lo contrario.
—¿Con un pleito? No te lo aconsejaría nunca. Acuérdate de aquello, tengas pleitos y los ganes, y basta llevar una causa a un juez, por injusta que sea, para que recabe en ese punto unos partidarios, y aparecer en los papeles impresos y publicados, para que muchos ya lo den por bueno, real y verdadero. Así que me pondré a esa historia, y nos verás y leerás, ahora que puedes hacerlo, vestidos de pastorcicos y cortejando riscos y apacentando valles, y a don Quijote, vivo.
—¿Será más o menos como lo que nos ocurrió en la cueva de Montesinos?
—Algo he oído hablar de esa maravillosa cueva.
—Aún está por aparecer la crónica verdadera de la última salida que hicimos con don Quijote, señor bachiller —replicó Sancho—, pero saliendo a la luz, no me cabe la menor duda de que a ese episodio le dedicarán allí los historiadores más de un capítulo, por lo jugoso que fue, que bajamos con una cuerda a don Quijote, y allí se estuvo él no llegó a una hora, y salió de allí creyendo que había pasado tres días con sus tres noches, empleadas en hablar y tratar con toda la corte principal de los más famosos capitanes, a quienes aseguró había tenido tan a la mano como le tengo yo ahora a vuesa merced. Hubo incluso quien le pidió dineros, porque aquel es un reino donde gobierna no sólo la sombra, sino la pobretería. Cuando salga a luz el libro, ya se verá. Yo, sin embargo, me refería a si en esa crónica que asegura va a escribir vuestra merced salimos don Quijote y yo con nuestra misma naturaleza, yo vivo, y don Quijote muerto, o nos saca a los dos muertos, o vivos a los dos, pues digo yo que si vuesa merced es capaz de hacer que viva don Quijote en un libro, estando muerto, no le será tampoco difícil hacer que ande también por él como un muerto viviente, o a los dos como vivos muertos.
—No me voy a meter en otros jardines, Sancho, sino que os sacaré tal cual estabais el último día que os vi juntos y sanos, él como pastor Quijotiz, y tú como pastor Pancino, iguales entre vosotros, ya ni amo ni señor, sin tuyo ni mío, como él quería, sino uno con otro, dedos de la misma mano, y han de acompañaros los dos perros que compré a Marcelo Ladrón, el ganadero de Quintanar, y a quienes ya había puesto los nombres apropiados de Barcino y Butrón. Igualmente saldré yo, con el nombre que don Quijote me dijo haber encontrado para mí, unas veces como Carrascón y otras como Sansonino, y vendrán a hacernos compañía el pastor Miculoso, que no será otro que maese Nicolás, y hasta el cura, al que llamaremos Curiambro, acabará bendiciendo las uniones que hagamos con las pastoras de nuestras entretelas. Y andará todo tan ajustado, que aunque no hubiera sucedido nada de lo que allí se cuente, todos lo hallarán muy verdadero. Porque la verdad, como la virtud, no sólo tiene que serlo, sino parecerlo, y los libros se escriben con palabras, pero han de ir primera y directamente al corazón, que ha de darlas por buenas, hermosas y verdaderas. Yo te sacaré, Sancho, más discreto que un catedrático, y no habré inventado nada con ello, y así podrás verlo tú mismo.
—¿Y todo eso sin tener que dejar este pueblo, sin haber estudiado, sin mejorarme? Mirad que yo preferiría las cosas a la antigua usanza, a saber, que fuese todo ello cierto, que cosiéramos nuestras pellizas, que calzáramos nuestros greguescos y capotillos, que afináramos chirimías y rabeles y nos marcháramos al monte, como aquel Cardenio que encontramos mi amo y yo en la serranía, y cuánto mejor sería que las corderas, pariendo, nos dieran buenos corderos, y los corderos buenos dineros o buenas ollas. Y hacer tiernos quesos, y matar una oveja al día, y preparar con ella abundantes pitanzas. Ni me atrevo a contarle todo esto a mi Teresa, cosas que pasan no pasando, o salarios que me dan, no cobrándolos, porque si ya me creía loco hace un rato, ¡qué no pensaría ahora!
—No tienes por qué decirle nada. Todo esto anda revuelto ahora en mi magín —y el bachiller se golpeó la frente con los nudillos, como si llamara a una puerta—, pero pronto saldrá ordenadamente a ocupar primero ese rimero de pliegos, y más tarde, si el parto fue afortunado, a hacer su jornada por el mundo entre las gentes notables y los espíritus más agudos, porque yo te digo que más reales son los personajes de un libro, a poco bien que estén traídos, que los autores que los destilaron del alambique de su cabeza, y más reales son ya para nosotros Calixto, Melibea y la vieja Celestina que el autor que los imaginó, industrió y pulió, y más nos importa hoy saber qué o qué no sintieron, dijeron, hicieron y pensaron ellos, que no su autor, del que apenas sabemos gran cosa, y del que lo mismo da que las supiéramos, para apreciar lo que aquellos señores de su imaginación sintieron, dijeron, hicieron y pensaron.
La verdad es que Sancho, a partir de un punto de estos coloquios, decidió guardar silencio, pues empezó a creer que quien se había vuelto rematadamente loco ahora era el bachiller Sansón Carrasco, y pidió, al cabo de un rato, licencia para irse, con el ya en sus manos.
Se la dio el bachiller, no sin antes hacerle una grave advertencia.
—Te llevas, Sancho, no un libro, no una historia, sino una reliquia, el crisol de todas las maravillas, el lucero de donde nace, como huracán, la aurora de estos tiempos modernos. De no ser tú quien eres, puedes creerme que jamás me desprendería de este libro, contraviniendo mi propia norma y mi deseo de que no han de prestarse libros, como no ha de prestarse ni la mujer ni el caballo ni la pluma. En este libro, que leyó nuestro buen don Quijote hallarás, anotadas por su mano, mil consideraciones atinadísimas y mil majaderías, mil sentencias ponderadas y mil sandeces. Ya nada puedo ocultarte, puesto que sabes leer. Sigue tu olfato, deja libre tu juicio, obedece a tu conciencia. Cada uno, leyendo, es juez de lo que lee, y la rectitud de su corazón, toda la ley. Hoy muchos de esos locos que pululan por la Mancha venderían su hacienda por tenerlo, y lo pondrían como oro en paño. También te digo, y he de encarecértelo mucho, que te hallarás retratado muchas veces como no te guste, pero has dicho que nada te importará y que estás preparado a ello.
—Todo me ha de gustar, si se ajusta a la verdad, y si no, ¿qué me importa a mí? Los que me conocen, saben quién soy, y no les importa que se les diga de mí cuentos y mentiras; y aquellos que las creen, y no los conozco yo, ¿qué me importan a mí? ¿Y quién más afortunado que yo? Dígame una sola persona en el mundo, en estos tiempos o en los antiguos, que haya empezado la andadura de las letras leyendo la historia de su vida en un libro... Así, que todo ha de parecerme de perlas.
—No hables de lo que no sabes, Sancho. Sólo te digo que te tropezarás con gentes que a menudo te motejarán de bobo y simple, y que, si no se es un simple, a nadie le gusta beberse esa medicina.
—No es ésa ninguna novedad, pero también sé deciros que a un hombre sólo ha de importarle que no le falten al respeto las personas a las que él respeta. La fama es cosa de príncipes y reyes, aunque una gran cosa es tenerla buena. Yo lucharé para que nadie me afrente ni ponga al baratillo la mía, y si en los papeles saliere otra cosa, averígüelo Vargas, y siempre se ha dicho que a palabras necias, oídos sordos.