Pronto supieron Antonia y Quiteria que habían llegado, si no a la más señorial de Arequipa, sí a una de las más principales casas de la ciudad.
Ya en el zaguán se hallaba una gran arca de madera de molle labrada con tanto primor que era maravilla verla. No había pared que no se aderezara con tapices de Holanda, pinturas de los mejores maestros cusqueños y limeños, o espejos traídos en carreta desde Los Reyes. Tampoco había obispo o eclesiástico nuevo en Arequipa que no quisiera conocer el crucifijo de su capilla; le había costado a don Suero lo que cincuenta negros. Había en la sala de recibir, a uno y otro lado, una pareja de pebeteros, tallas de dos gentilhombres de más de siete pies de altura, que levantaban copas donde se quemaban toda clase de inciensos y resinas aromáticas en aquellas piedras que iban a hacer más rico aún a don Suero. Y había tanta plata labrada en arcas y alacenas, que empleaba doña Toda un ejército de criados para sacarle sus brillos genuinos, y otro de cholas para aljofifar hasta la extenuación los suelos. No había día que no se sentara a su mesa un corregidor, un general, un obispo, y a menudo gustaba doña Toda de traer músicos y representantes que animaran las veladas. Al contrario que tantos peruleros consumidos en su avaricia, don Suero y doña Toda se holgaban con esa vida y procuraban que todos cuantos estaban cerca la disfrutaran.
Y si Mariquilla había prendado la voluntad de don Suero en cuanto éste la vio en su cesto, en muy pocos días doña Toda cobró tanta afición por Antonia, que no dejaba de agasajarla en cuanto se enteraba de que había llegado a la ciudad cargamento nuevo de telas, de jabones, de perfumes.
¿Y pues Quiteria? No permitió la señora de la casa que siguiese en su estado de ama, y halló ésta muy pronto el modo de corresponder a doña Toda, y de paso regalar a don Suero, cuando descubrió que éste se perecía por los dulces. Vació en Arequipa todo el arte cisoria de la Mancha, y desde entonces se confitaron o conservaron en aquella casa la pera bergamota, la toronja, el limón, los orejones, los suspiros limeños, las jaleas de aguaymanto de Cusco y cuantas golosinas quepa decir, sin contar que aprendió Quiteria a moler el chocolate y a especiarlo con tanta maestría que doña Toda ya no quiso probar otro.
Por lo demás, la casa de don Suero era tan espaciosa y había en ella tantos rincones para mitigar los calores, patios frescos para pasar los calores del hueco del día, galerías para la tarde, y aun azoteas para las noches, que no precisaban siquiera salir a pasear las calles, como no fuera para mercar aquellas mercaderías a las que era tan aficionada doña Toda.
Aprovechando que el bachiller estaba ausente, pidió Antonia que llevaran a su aposento el lecho de Quiteria. Había dado en sentir extraños movimientos en su alma y en su cuerpo. ¿Con quién comunicarse mejor que con ella? ¿Con doña Toda? No quería inquietarla. ¿Con el bachiller su esposo? Llevaba semanas extraño, taciturno, y a la sazón, ausente.
¿Y qué miedos sentía Antonia para estar tan inquieta? ¿Qué temores, qué premoniciones?
—Noto al bachiller muy raro, ama. No me habla, ya no me dice aquellas cosas tan suaves que me decía en el Darién, la noche de los murciélagos. Y por si fuese poco, a veces siento que veo el porvenir. Me doy miedo a mí misma. Desde que llegamos a estas tierras me suceden cosas extrañas.
Por eso le pidió no la desamparara aquellas noches sin su esposo.
Al día siguiente de partir éste y Sancho por las piedras, y saliendo de misa, supieron Antonia y doña Toda que un lego de Santo Domingo había tomado por costumbre ausentarse del convento para asistir a hermanos de religión enfermos, y así un día se largaba a Los Reyes, otro a la China, y aun otro a Roma, para disgusto del padre prior, que le había pedido por caridad se sujetase allí, donde tanta labor había, confirmando también cómo se holgaban en aquellas partes de salir volando, y con la menor excusa.
Ya camino de Arequipa, el mulero les había contado de una mujer que se halló a sesentaiséis leguas de su lugar, sin saber cómo sí ni cómo no.
Guiomar, que ya conocía la lengua ladina de corrido, se levantó un día como quien dice hablando la de los indios, que fue cosa admirable, pues ni doña Toda, siendo arequipeña, la entendía sino a pedazos. Y por los indios supo Guiomar que también tenían éstos por costumbre ir y venir por los aires, y empezaron a decirle que a ella la tomarían un día y la llevarían a la aldea donde la cautivaron los portugueses.
Acudió Guiomar llorosa a Antonia. «¿Y a qué voy a querer ir a mi aldea, si allí ya no tengo a nadie, que nos cautivaron a todos?», le dijo.
Antonia, que no creyó jamás los encantamientos de don Quijote, pero que contribuyó a formárselos en el caletre, como cuando le emparedaron los libros, haciéndole creer que los encantadores se habían llevado por los aires el aposento donde estaban, no dijo nada a lo que le contó Guiomar, pero ordenó trajesen también el lecho de la negrilla a su aposento.
Al principio conversaban hasta las tantas, sobre todo Antonia y Quiteria, de su aldea, y Guiomar callaba y escuchaba. Con el trato, hablaba Guiomar de la suya, y callaban Antonia y Quiteria. Al poco ya hablaban las tres de las cosas del día, como hermanas. Cierta noche, Antonia les contó lo que llevaba tanto tiempo queriendo contárselo a alguien.
—Sepan vuesas mercedes que están aquí por mi temor: hace tres semanas estuve en nuestra aldea, tal cual estoy, y no en sueños o en efigie, sino que entré a ella por el alijar que llaman la Capellanía y me llegué queda a nuestra casa.
—¡Jesús —exclamó Quiteria—, no digas esas cosas, que la Inquisición no sabe de burlas!
—Y después de aquélla he vuelto otras —prosiguió Antonia—, y unas veces entro por la Capellanía, otras por la dehesa boyar, y otras, en fin, por el Majuelo Chico y el Lagarejo, que no tienen determinado quienes me llevan allí por dónde entre cada vez. Y luego me dejan a mi aire, que así como no tengo voluntad para dejar de ir y entrar por donde quieren, la tengo para moverme. Y me pasa lo que a Guiomar, que no quiero volver, porque no me queda nadie allí.
—¡Jesús, Jesús! —y el ama se persignaba como quien oye al diablo—, y que ya empiezo a creer que todo cuanto dice vuesa merced es la pura verdad, y que en estas partes se estila el salir volando por los aires, que debe de ser cosa admirable ir por los aires y verlo todo a vista de pájaro.
—Tenlo por cierto, ama, sólo que no es, como tú crees, que llegue allá volando como una golondrina, pues no sería posible hacerlo en menos de tres meses, sino que estoy acá y al punto estoy allá, ahorrándome las naos.
—Siendo así, no será mal trago. ¿Y te sucede esto de noche, Antonia?
—No, puede ser a cualquier hora. Y tengo para mí que quienes me toman y llevan allá hacen que me dejen acá, sin que nadie me extrañe, pues viniendo de nuestra aldea, donde a veces he pasado hasta tres días, nadie ha notado aquí mi falta, a diferencia del lego, al que todos notan sus marchas.
—¿Y has visto a nuestro cura don Pedro, y al barbero, y a todos nuestros vecinos?
—No a don Pedro, que murió al poco de irnos de una perlesía, y dejó toda mi hacienda en manos del escribano, que la ha robado a mansalva. Él vive ahora en nuestra casa. Lo supe y corrí al alcalde, a pedir justicia. Pero ahí está el busilis: por más que me llego y les tropiezo a todos, y digo, eh, señores, que soy Antonia, la sobrina del señor Quijano, nadie parece verme.
—El escribano en nuestra casa... ¡Cosas veredes! —exclamó el ama para sí.
—Y no hay ladrillo ni losa de ella —siguió contando Antonia— que él no haya levantado, pues ha dado en creer que mi tío escondió allí una olla con oro. Por lo demás, parió la yegua, mi amiga Catalina casó con Benito Saldaña, el barbero ya lo he dicho, y el padre de mi esposo finó hace dos meses maldiciendo a su hijo y maldiciéndome a mí. Y no sé si he de contárselo.
—Ni a él ni a nadie, y menos al confesor —aconsejó Quiteria—, hasta no saber si esos viajes son cosas del diablo o una gracia divina.
—Pero ¿cómo no decirle nada, tratándose de su padre?
—Si es como dices, le pondrán un pliego en el correo —concluyó el ama.
La nueva que le dio Antonia unos días después no le hizo olvidarse de los transportes, más bien al contrario.
—No hay duda: espero un hijo, pero temo se me malogre con el trajín de los transportes.
Comunicó Antonia a doña Toda lo de su hijo, pero nada de sus borneos.
Corrió doña Toda a decírselo a don Suero. La alegría de los buenos señores no es para ser descrita.
—Pedíamos un pariente mediano, y nos han enviado siete que valen su peso en oro.
Aquel mismo día compró doña Toda a Antonia en las mejores tiendas de Arequipa lienzos de Flandes, paños de Segovia, puntas de Brujas. Mandó llamar a su casa a tejedoras indias, que empezaron a labrar los pañales más finos, y visitaron a un visitador muy visitado que vivía en el arrabal de la Recoleta, porque aunque doña Toda era buena cristiana, no quería estar tampoco a mal con la Pacha Mama. Y no olvidó tampoco, claro, presentar a su sobrina a los tres Cristos mayores de Arequipa, el de los Remedios, el de la Buena Muerte, y el que privaba en su corazón, del que era doña Toda devotísima y camarera mayor, el de los Temblores.
Del negocio de las transportaciones, decir que Antonia voló un par de veces más a su aldea, y luego se sujetó en su nido, y terminó como empezó, con lo que no tuvo que confesarlo. Pero no por ello conoció sosiego su corazón. Pasaban las semanas y algo inconcreto la tenía en vilo, acaso cuando advirtió que don Suero se impacientaba también viendo que Sansón, Sancho y la recua de las piedras y la nieve tardaba en venir más de lo ordinario.