No esperó Sansón Carrasco la visita de Sancho Panza esa mañana, para que le devolviera el libro que había de llevar a la duquesa, sino que fue a buscarlo a casa del escudero.
Lo halló junto al fuego, con los pies metidos entre las brasas, tan fría era la mañana, y tan llorando que pensó el bachiller que acaso hubiera sucedido en la familia de los Panza una desgracia.
—No —le aclaró Sancho—, sino que al llegar al final del libro y encontrarme de frente otra vez con la crónica de la muerte de mi amo, y ver cómo estaba eso tan bien ajustado a la verdad, he vuelto a acordarme de aquellos días gloriosos y de la orfandad en la que aquel hombre nos dejó, que parece mayor cuanto más pasa el tiempo, y aún me parece que cumpliendo él su vida, y culminándola, dejó la nuestra a medias, o al menos la mía, que no quiero hablar de otros. La mía, sí, está hoy más demediada que nunca.
—¿Y tienes opinión del libro? ¿Te ha gustado más o menos que el primero?
—Como el primero, se atiene esta crónica a la verdad exacta, sólo que en la primera parte no había nada que no supiera yo, y en ésta se me han revelado muchas combinaciones y tretas a las que era ajeno. Unas, como esa de hacerse Caballero de la Blanca Luna, se pensaron para hacer el bien, y dicho sea al paso, me ha escocido un poco que no quisierais ponerme en el secreto, y otras, en cambio, se hicieron con el único propósito de burlarse de nosotros y reírse a nuestra costa, sin otra ganancia que la de la misma burla. Las burlas, no entrando el daño a terceros, son todas legítimas, y son mejores aquellas de las que acaba participando el burlado. Estos señores duques han dejado de ser para mí señores y duques, y he estado tentado de ir a devolverles yo mismo los doscientos ducados que a la salida del castillo me dieron. Doscientos ducados para mí son una fortuna, pero para ellos no fue más que el triste precio de las burlas, el salario de los juglares y los trástulos, el mendrugo que a mí y a mi amo nos echaron como a bufones. Pero he pensado un destino mejor para ese dinero del que no tocaré ni un maravedí, porque me quemaría las manos como el caire de una puta. Y fijaros hasta qué punto estoy resuelto a hacerlo que ni siquiera mi Teresa se acordó de aquel llámame perro y échame pan, y ha prometido no acercarse ni a una de esas monedas, así pereciese ahora en la miseria. Y aun esta mañana me pedía que le diera el libro, porque quería ella devolvérselo, envuelto en cuatro lindezas.
Trató Sansón Carrasco de consolar a su amigo y de quitarle hierro a aquellos pasajes, pero fueron tan endebles sus argumentos, que acabó una vez más dándole la razón, y le contó que llevaba ya días pensando cómo quitárselos de encima y sacarlos del pueblo, por abreviar cierto negocio que le importaba mucho a él, y pagarles en su misma moneda.
—No contéis conmigo, señor bachiller. Porque con éstos yo sé que no hay mejor desprecio que no el hacer aprecio, y no me volverán a ver el pelo. Aunque no les arriendo la ganancia cuando dentro de unas semanas lean ellos el libro, y se encuentren con que los historiadores ni siquiera se atrevieron a mencionar su nombre, por no manchar la crónica de un hombre tan valeroso y bueno como fue don Quijote, o cuando ella se vea que ha salido a la luz el asunto de sus caños. Y así tengo dicho ya a Teresa y a mis hijos que cuando vengan del Palacio a preguntar por mí para verme hacer los volatines, les digan que me he ido a cuidar de los cerdos, mucho más hospitalarios que todos sus castillos, murgas y tramoyas.
—Algo se me ocurrirá antes de que se partan, porque soy yo mucho menos partidario que tú de la justicia poética. Y no viene mal que algunos prueben de su misma medicina.
—No había terminado aún de deciros que ni Teresa ni yo pensamos tocar uno solo de los ducados que vinieron de esas manos. Como yo, habréis leído en la aprobación del licenciado Márquez y os habréis enterado por ella de la triste vejez que atraviesa el autor de esta crónica. Y si no comprendía el embajador de Francia cómo a un ingenio como el suyo se le mataba de hambre, decidme cómo lo admitiremos quienes le debemos el mismo ser. Porque teniendo la vida, la vida se acaba. Sólo la salmuera de la fama consigue hacer que la vida se conserve durante un millón de años, y así será de bien nacidos ir a socorrer a quien ha hecho un trabajo tan meritorio como Cervantes con nosotros, embalsamándonos para toda la eternidad. Y si no conociéndonos habló con tanto tino de nuestras vidas, es probable que, viéndonos, quiera acabar la crónica que empezó, dándonos al fin el remate que tuvo don Quijote; y no digo que espere a vernos muertos para acabarnos, sino que haga un libro en el que se diga el arrepentimiento del bachiller Sansón Carrasco por vencer a caballero tan bueno y el dolor de su escudero Sancho Panza por no haberlo servido mejor, ignorante como era y analfabeto. Pues digo que éste es libro entero para don Quijote y medio libro para todos los demás. Vayamos, pues, a Madrid. Si alguien se ganó esos doscientos ducados, fue él y no yo.
—¿Quién ha podido llamarte simple, Sancho? ¿Quién ha dicho que tu corazón estaba embotado por el vino y empedernido por el egoísmo? ¿Quién no ve en tus entrañas las más generosas bondades y las mejores inclinaciones? ¡Y qué gran idea ha sido ésa! ¿Y cómo es posible que los dos hubiéramos pensado lo mismo? También yo, al enterarme de las penalidades de ese hombre, tomé la resolución de llegarme a Madrid a la primera ocasión y llevarle algo con que socorrer su vejez, ya que ni condes ni duques han querido hacerlo. A tus doscientos añadiré otros sesenta que tenía encajados y aún creo que convenceré a Antonia para que dé algo, que no dejará de hacerlo si algo le queda, pues si Cervantes dio cuenta de la locura de su tío, mejor que nadie ha sabido poner en alto su cordura y el buen corazón del linaje de los Quijano. Dame un abrazo, Sancho, señal de hermanamiento en las ideas y voluntades, y trae ese libro, yo se lo llevaré a la duquesa, que Dios confunda por necia. Y he de confesarte que sólo el deseo de que no se queden sin leer esa Segunda Parte, me impide quedarme con el libro, como es mi deseo.
Ciertamente era ya mucha la prisa que tenía Sansón en comunicar en su casa el casamiento secreto con Antonia, porque no tardando mucho, iban todos a advertir la preñez. Así que se anduvo todo el día cavilando qué haría y cómo, para que de una vez por todas la duquesa, el duque y su triste elefante, salieran de aquel pueblo, y así consideró que no se le presentaría mejor ocasión que aquella misma noche, pues el conde había ido hasta Toledo, por sostener un pleito en su Audiencia, y concertó su vuelta para el mediodía siguiente.
Esperó a que se hiciera de noche y a que todo el mundo se recogiera en casa. Era una noche lluviosa, desapacible y fría, viva expresión de las desolladas tristezas de La Mancha.
Contó Sansón Carrasco con la ayuda de dos criados, uno del duque, Tosilos, y otro de su padre, de nombre Celestino.
Con Celestino bajó el bachiller las armas de don Quijote del sobrado donde se guardaban, y se las llevó con el mayor sigilo a su propia casa, contigua a la del conde. Ajenos a esta máquina fueron los padres del bachiller, quienes, como de costumbre, se recogieron temprano en sus aposentos. En cuanto al ama y a la sobrina fue necesario tranquilizarlas, por que no pensaran que la locura era un mal que atacaba a los que frecuentaban la vieja casa de don Quijote.
Deshizo el bachiller una tomiza de esparto en largas y despelujadas hebras, las rebozó en ceniza y en harina, y cuando estuvieron listas, compuso con ellas unas barbas tan parecidas a las que don Quijote gastaba que sólo con ellas hubiera bastado para el engaño. Pero Sansón Carrasco era un tracista puntilloso, como ya había demostrado en la confección de los trajes que llevó, primero el de los Espejos, y luego el de la Blanca Luna, y pegó en sus cejas con un poco de esperma de vela un manojo de aquella estopa cenicienta. Pidió a Antonia albayalde y se puso bajo los ojos media onza de pantalia que le pintaron unas ojeras que ya hubieran querido para sí el santo Job y san Jerónimo juntos, dejándose un rostro tan desmejorado y penoso como un sepulcro. Aún esperó otra hora a que la noche acabara de echar sus cerrojos, y cuando todos dormían, pasándose por un viejo portillo que comunicaba desde antiguo el huerto del conde y el de los Carrascos, a la luz de una luna que rompía por momentos los más negros nubarrones, entró en el Palacio, del que tenía, como secretario, las llaves. La luz de la luna más que iluminar su figura, la recortaba. Era suficiente para quien como él se consideraba un artista de la comedia. Tosilos, con quien el bachiller Sansón Carrasco había intimado ya cuando había pasado por el castillo de los duques, acaso porque les unía el mismo amor por el teatro y las fabulaciones, le llevaba la lanza y la adarga, como escudero. Celestino le sujetaba del brazo para evitar que se cayera, porque la loriga le quedaba un poco grande.
Quedó en la puerta principal Celestino, vigilando, por si alguien llegaba, y Tosilos ayudó a Sansón Carrasco a subir las escaleras, llevando en alto una linterna. El agónico roce de las armas y el chasquido de las espuelas, codales y rodilleras, así como la mal encajada celada, llenaron aquel silencio de estremecedores y ensordecidos vaticinios.
Se dirigió entonces Sansón al aposento donde estaban acostados los duques. Dormían profundamente. Temió Carrasco que el láudano alegremente vertido por su amigo Tosilos en el vino de los criados hubiera acabado igualmente en la copa de los duques. Los necesitaba despiertos. Tosió, carraspeó, golpeó el suelo con el lanzón, como el guión que abre las procesiones, y sólo así despertó el duque, y a las voces de éste, la duquesa.
—¿Quién vive? —preguntó el duque, que sólo veía a contraluz la espectral sombra de una estantigua—. ¿Qué burla es ésta?
—No quién vive, no, sino quién muere, y no burlas, sino muy veras —respondió tan reposada y gravemente el bachiller, imitando la voz de su amigo don Quijote, que incluso a Tosilos, que esperaba tras la puerta, le hizo dudar que no fuese el mismo don Quijote de la Mancha a quien él tan bien conoció, y le llenó el alma de espanto.
Llamó a gritos el duque a sus criados, pero no tuvo más respuesta de ellos que el eco angosto de su propia vacilación.
Quiso entonces ponerse de pie, y se encontró con la espada en el pecho.
—Da un paso, y te atravesará como a un cochino. He venido a hablaros desde el más allá, donde vago sin sosiego.
Saltó la duquesa de la cama, y huyó despeluzada hacia la puerta, queriendo salirse, y lo hubiera logrado si Tosilos no hubiese encajado la tarabilla.
—Es inútil, mujer, que huyas. La puerta está trancada, nadie nos oye y esta noche es de Satanás, al que asisten Lucifer, Barrabás y Belcebú, y Asmodeo, príncipe de la lujuria, Leviatán, demonio del orgullo, Belial, patrono de los gitanos, adivinos y brujas, Auristel, que reina sobre jugadores de naipes hechizos y sobre blasfemos, y el gran Renfas, el diablo cojuelo, introductor de todos los vicios en este mundo. Vuelve a la cama si no quieres enfriarte y que mi espada atraviese el pingüe pecho de tu esposo.
Volvió sumisa la duquesa a la cama, temblando de frío y miedo, y pudo continuar Sansón con aquel discurso.
—¿Tenías que venir hasta mi pueblo a escarnecerme? ¿No os bastaron las burlas que a mí y a mi escudero nos endosasteis en vuestro castillo? ¿Aún os quedaban risas con que vejarnos, dolos con que humillarnos, favores que lanzarnos como se lanzan a un perro los despojos? ¿Sólo un pobre loco puede entretener vuestras vidas acorchadas y secas? ¿Tan podridos estáis que sólo la irrisión os alivia de vuestra vida miserable? ¿No has encontrado tú, duquesa, un cauterio mejor para vuestros caños que las burlas al prójimo?
Hizo aquí el bachiller una estudiada pausa para que la duquesa calibrara la naturaleza de la revelación de algo que ella llevaba tan en secreto.
—¿Te ha sorprendido, duquesa, que sepa lo de tus llagas? ¿O que te ves a solas con Tosilos desde hace dos años, cuando el duque se marcha a sus monterías?
Nunca hubiera pensado Tosilos, y ni se atrevió a moverse de detrás de la puerta, que aquella confidencia que le había hecho a su amigo Sansón Carrasco pudiera él ventilarla tan a la ligera, lo mismo que las otras que fue desmigando allí con aquella voz impasible y triste.
— Y tú —prosiguió, hundiendo un poco más la espada en el pecho del duque—,¿no dices nada? ¿Te sorprende, duque, que sepa que llevas robados más de dos millones de maravedíes de las alcabalas en estos últimos diez años y que sé dónde los guardas? ¿No tienes bastante que quieres ahora robarme el reposo eterno y sacarme del cementerio de mi propio pueblo? ¿Has contado alguna vez el número de tus bastardos? ¿Quieres oírlo? Veintitrés dicen que tienes, pero yo sé que alcanza a cuarenta y ocho, si acaso, a esta hora, no están llegando los que harán el cuarenta y nueve y el cincuenta, pues vienen mellizos. ¿Queréis reír de veras? ¿Si te atravieso con la punta de mi espada ese sucio gaznate, te reirás? ¿Si te abro otras diez fuentes en tus posaderas, duquesa, lo encontrarás risible?
Dejó pasar un momento. Apartó la espada del pecho del duque, que pudo respirar aunque no todo lo anchuroso que hubiese querido. Se abrazó la duquesa a su esposo, y no se atrevió él a rechazarla.
La imagen de aquel don Quijote postizo era magnífica a contraluz. El simulacro de las barbas y la tez demacrada, al resplandor de aquella luna tormentosa y llovida, impresionaba. Cierto que era Sansón Carrasco de más corta estatura que don Quijote, pero era ya tanto el miedo que tenían metido en el cuerpo los duques, que no reparaban en pie de más o de menos, ni aun en vara.
—Dejadme tranquilo. Jamás volváis a poner mi nombre en vuestros labios ni los zapatos en este pueblo. Ante nadie os ufanéis de haberme burlado en el castillo, y tendremos la fiesta en paz. Mañana, en cuanto amanezca, partid de aquí en hora mala. No esperéis al conde. Y no os detengáis hasta llegar a vuestro castillo. Allí, busca, duque, a las madres de tus hijos y entrégales a cada una doscientos ducados, que tus robos podrán permitírtelo, y a cada hijo, otros doscientos, y si la madre ha muerto, entrega al hijo los doscientos que serían de su madre, porque acaso haya muerto por no haber los socorros que le debías. Y empezad a vivir vida de penitencia, porque no os queda mucho en este mundo, y será mejor que vayáis pensando en el otro donde un Dios justiciero pesará con balanza todas vuestras acciones. A ti, duque, te matará un jabalí sin que puedan remediarte tus monteros, y tú, duquesa, acabarás desaguada por tus llagas, que ya nunca cerrarán. Y a Tosilos le darás, duquesa, dos mil ducados, por todas las veces que lo metiste en tu lecho sin que él lo apeteciera. Y si no cumpliereis alguna de estas que son como leyes, volveré a salir de mi tumba y esta vez no valdrán contemplaciones ni suspiros y a los dos, uno con otro, os ensartaré con la lanza, y aquí paz, y después gloria.
Y dándose la vuelta se dirigió a la puerta, donde le esperaba Tosilos. La abrió éste con diligencia, volvió a cerrarla, y Sansón se salió a la parte trasera, cerró con llave y de allí se fueron todos, muy entretenidos, a la casa de Antonia, que le esperaba curiosa de saber cómo se había pasado la burla.
Lo celebraron los tres jóvenes bebiendo tres dedales de mistela, no sin inquietud Tosilos de ver en qué iban a parar todas aquellas disposiciones, y contento de que aquel don Quijote le hubiera apalabrado dos mil ducados, y se fueron a dormir.