CAPÍTULO TRIGÉSIMO PRIMERO

Ido Sancho, volvió Sansón Carrasco a la querencia, y está de más contar aquí la alegría que recibió Antonia de verlo aparecer por casa. Todo aquel día había andado ella esclava de sus congojas y temores, pues muchas veces había oído decir que las promesas que un hombre hace a una mujer en el lecho de los goces se mudan y desaparecen con la misma facilidad que los pliegues de una capa que huye.

Luminosa la vio Sansón Carrasco y a él mismo se le encendieron por dentro los deseos de estar a su lado, y no dejarla ni a sol ni a sombra.

Y así ocurrió desde aquel día, todos los otros, que no salía de la que fue casa de don Quijote sino para dormir.

De vez en cuando el bachiller y la sobrina, con sigilo y recato, acababan buscando la tranquilidad de aquel sobrado en el que se iniciaron sus amores, y allí, en aquellos montones de paja y grano supieron encontrar para sus abrazos un lecho más suntuoso y hospitalario que el de la reina Cleopatra.

—Antonia, con o sin el consentimiento de mis padres, anunciaremos nuestro casamiento. Le diremos a don Pedro que lea las amonestaciones, y con tu hacienda y la que me corresponda, viviremos. La tuya ha quedado diezmada y la mía es un diezmo de la de mi padre, pero he de echar cartas al conde y pedirle el empleo de secretario, que se le quedó vacante, y con eso y con tu buen juicio para administrar las cosas, en poco tiempo medraremos.

—¿Quién iba a decirme que un día sería tan dichosa? Será menestar que se lo digas a tus padres y contar con su bendición. No podemos ser sólo nosotros los felices. Han de serlo todos los que nos quieren, todos a los que queremos. ¿Verán esta nuestra unión con buenos ojos?

—La verán —respondió Sansón.

Pero sabía o temía que no iba a ser así, y lo cierto es que si anunciar a sus padres que dejaba la carrera eclesiástica le llevó más de un año, podía dejar pasar un lustro en anunciarles que quería casarse con aquella muchacha a la que en su casa tenían por loca como su tío, suelta como su madre, y, además, pobre y arruinada como un hidalgo.

Sansón Carrasco, sin embargo, no quería que nada ensombreciera aquellos primeros días de mieles, y no salía de aquella casa más que para dormir, quedándose en ella muchos días a comer y a cenar.

No le hizo falta ni siquiera llevarse libros que leer, porque convenció a Antonia de que echaran abajo el tabique que selló en su día el aposento que don Quijote buscó con ahínco y desconcierto la mañana que se lo tapiaron con los suyos dentro.

Era un cuarto más que mediano en el que al menos habían quedado dos mil libros, fabuloso tesoro y esponjas de la hacienda del hidalgo que se había dejado en ellos la hijuela.

Días enteros pasó allí Sansón mirando, clasificando y ordenando aquel botín en el que estaba lo mejor y lo peor que habían dado las prensas españolas. Se le pasó incluso por la cabeza pedir dinero prestado a sus padres para comprar el valioso legado, y aliviar, de paso, las maltrechas economías, todavía convalecientes, de Antonia. Le sugirió esa idea el bachiller, y la sobrina, con mejor acuerdo, le dijo:

—¿Y para qué quieres, Sansón, comprar lo que mañana va a ser tuyo, lo que sin esperar a mañana ya lo es, como yo misma?

La idea que Sansón Carrasco hubiera podido tener de la felicidad se aproximaba tanto a aquello, que el día que recibió cartas del conde encontró el mundo tan bien hecho que por un momento desconfió de su buena fortuna.

Cruzó la plaza en dos patadas y corrió a casa de la sobrina con la carta en la mano. Llegó a ella acalorado sin poder contener el gozo.

El conde le nombraba secretario y adjuntaba poderes que le ponían al frente de la hacienda, tierras, ganados, olivares, rebaños y toda la gañanía y la copia de hombres que para él trabajaban sus campos, y le asignaba por ello una renta de trescientos ducados, y aceite, trigo y vino para el año. Anunciaba en la carta que de allí a dos días llegarían al pueblo, él, la condesa, sus hijos y la servidumbre, y pedía al recién nombrado secretario que dispusiera las cosas de la casa para recibirlo.

Llevaba Antonia mucho tiempo dándole vueltas en la cabeza al modo en que le anunciaría cómo esperaba un hijo. Antonia estaba ya apremiada, porque no tardando mucho empezaría a notarse su abultamiento y a asomársele al rostro la redondeada hermosura de las mujeres encintas.

Quiteria, que favoreció y alentaba aquellas subidas al nido de amor de los amantes, de las que por otra parte estaba al cabo de la calle, era partidaria del método expeditivo. A saber: aparecer de improviso en el desván, sorprender a los dos jóvenes en alguna de sus apasionadas batallas amorosas, escandalizarse, pedir la justicia divina, llevar la noticia al cura y que éste, en el ejercicio de su ministerio, pusiera coto a aquella vida pecaminosa de la única manera decente, que era la boda. Él se encargaría de hablar con el temible y colérico Tomé Carrasco, y éste no iba a tener otro remedio que el de guardar su honra y la de su familia, consintiendo el casamiento.

Antonia, sin embargo, se mostraba cada día más y más indecisa.

—Quiteria —le decía—, no se te ocurra hacer eso. Tengo la sensación de que llevamos al bachiller al degüello, como un pobre cordero. Y yo le quiero demasiado como para engañarlo. Le diremos la verdad. Ahora te digo, que lo conozco, que lo entenderá.

—Hazlo —le advertía el ama—, y te quedarás sin marido, sin fama y con un hijo al que llamarán con los pingos más feos.

Ver a su hijo motejado y vilipendiado por el pueblo frenó a Antonia en sus ansias de claridad y ventilación sentimentales. Al mismo tiempo, las semanas corrían y le urgía dar prontísimo remate a aquel negocio que no la dejaba dormir.

La noticia de que el conde había tomado a su Sansón como secretario y administrador de su hacienda en el pueblo, tranquilizó a su padre, llenó de alegría a Antonia, e infundió ánimos en el propio bachiller, que se dijo: ahora o nunca.

—Se diría, Sansón —le dijo Antonia—, que las buenas noticias suelen venir envueltas en las malas, y si la que yo he de darte no lo es del todo, porque confío en la palabra de matrimonio que me llevas dada desde hace más de un mes, podría serlo, y mucho, para mi honra y la del hijo que espero.

La primera reacción del bachiller al oír tal anuncio, fue el de mirar a uno y otro lado, acaso buscando algún testigo que le confirmase que lo oído no había sido una alucinación. ¿Y había transcurrido tanto tiempo como para que Antonia tuviese esa certidumbre? La sombra de la desconfianza apagó momentánea mente el brillo de sus ojos. A continuación los puso en Antonia y pidió que le volviese a repetir lo dicho, por si hubiera habido alguna palabra que no hubiese oído o que hubiera tomado por otra, y aunque la intención primera de la muchacha fue la de declarar que aquel hijo no era del bachiller, algo le retuvo la lengua:

—Ay —dijo alarmada Antonia—, que no parece sino que esa nueva te ha espantado. Soy tuya y a tus brazos me he entregado cuantas veces lo has querido, porque a tu lado no tengo ninguna voluntad, y ahora pones esa cara de extrañeza. ¿Ya no te acuerdas de aquel juramento que me hiciste ni todas las promesas de matrimonio que renuevas cada vez que nos levantamos de nuestro dulce nido? ¿Ya no soy tu Antonia? ¿Por mi culpa se ha apagado tu mirada? ¿Qué se hicieron de todas tus promesas de amor eterno?

—Y a ellas me atengo —acertó a decir un empalidecido bachiller—. Los temores viven en nosotros como los murciélagos, y se despiertan sin por qué. ¡Un hijo! ¡Ahí es nada! Pero no temo más que a mi padre, que ha de ver en esta boda una unión muy desigual, y más ahora que me sabe ya secretario del conde y con una renta tan providencial. Vienen los hijos, en efecto, con un pan bajo el brazo. Yo le hablaré, yo le diré, yo le contaré y le haré ver que ya no puedo echarme atrás. De hoy no pasa, y no tengas otro cuidado, Antonia, que el de velar por ese hijo nuestro. Y el dolor de que estés sola en esta vida y no tener a nadie más que a mí y a Quiteria, va a facilitarnos las cosas. Tienes tu hacienda, tengo yo la mía y desde hoy el mejor oficio del mundo, como secretario; casa propia, que es la tuya, y por delante la vida. ¿A qué hemos de temerle? De hoy no pasa: el señor Tomé Carrasco va a tener exacta cuenta de nuestro negocio.

Y hablando de aquella manera Sansón Carrasco y oyéndole Antonia, se diría que ninguno de los dos quería volver a mencionar al señor De Mal ni sus amenazas ni la famosa manda del testamento de don Quijote. Como si no pensar en aquellos cánceres acabara librándoles de ellos.

Se marchó a su casa Sansón, pero en todo aquel día no halló ni el momento ni el modo de anunciarles que había de casarse con la sobrina de don Quijote. Imaginar lo que su padre diría al oír aquel nombre, tantas veces denostado por él, lo mismo que el de aquella casa y todo lo que la regía, le causaba pavor.

Volvió Sansón por la tarde a casa de la sobrina desolado:

—Antonia, no puedo. Le he cobrado tanto miedo a mi padre, que no sé cómo decírselo. Puesto que va a ser el tuyo, lo conocerás y le temerás como yo.

—Nos casaremos en secreto, y ante los hechos consumados no tendrá más que avenirse.

Y hablando de lo que harían o no, y de cómo, y del modo en que arreglarían su vida, se les fue pasando a los amantes aquella tarde, al lado de la lumbre de la chimenea.

Al día siguiente, en secreto, quedaron citados frente a la casa de Antonia. Caminaron hasta el convento de Las Claras y contaron como testigos con Quiteria y el barbero, a quien hicieron jurar que les guardaría el secreto, el mismo al que se comprometió el frailecillo descalzo que ceremonió la unión. Y allí, en la iglesia del convento, a las seis de la mañana quedaban casados el bachiller y Antonia, que aplazaron participar la nueva a todo el mundo hasta que encontraran favorable coyuntura. El bachiller seguiría viviendo en la casa de su padre y Antonia en la suya, como siempre.

Cuando las dos mujeres se vieron solas, Quiteria respiró tranquila:

—Habéis hecho lo propio, porque ese niño, cuando nazca, va a rozar los límites del crédito, así como va a salirnos sietemesino, y aún eso sería a estas alturas una bendición.

Antonia, sin ánimo para la chirigota, miraba angustiada al ama, como diciéndola: ¿cómo puedes chancear con algo con veras tan serias?

Se había echado encima el invierno, y entoldados los cielos parecían hundir las vastas llanuras de la Mancha con pesadumbres irrefragables. Todo lo calurosos y secos que habían sido el verano y el otoño últimos, estaban siendo fríos y lluviosos aquellos meses, y poco más podían hacer los vecinos del pueblo que estarse en casa junto al fuego o en tareas que admitieran ser hechas bajo techado, como había determinado Sancho con su fábrica de cestos, canastillas, argadillos y azafates.

Aunque no muchos más pudo hacer durante las dos semanas siguientes Sancho, porque enteras las consagró a leer su libro.

Lo hizo de una manera concienzuda, sin saltarse líneas, a menudo volviendo sobre lo leído una y otra vez, cuando no comprendía lo que en él se decía y otras, suspendiendo la lectura, abrumado por los recuerdos que aquellas palabras despertaban en él o la memoria de otras gestas que el historiador moro no había considerado dignas de figurar allí y que para él habían sido si no más, sí, al menos, tan significativas como esas otras que allí figuraban. Cuando lo acabó, buscó al bachiller, y en casa de éste lo encaminaron a la de Antonia.

Le invitaron los dos jóvenes a pasar y a que se sentara con ellos junto al fuego.

—¿Y querrá la señora sobrina del que fue mi amo tenerme a su lado? ¿Ya no pierde la paciencia cuando me oye hablar? ¿Ha olvidado que me decía que era yo quien le sacaba a su tío de su casa y yo el que le espoleaba la locura?

—Eso era cuando mi tío vivía. Muerto él, ¿a quién puedes tú hacer daño, que eres como un mendrugo de pan y mejor dispuesto que ninguno de los hombres de este pueblo? Siéntate aquí con nosotros, ahora que formas parte ya de los culteranos. Dime, ¿qué traes en la faltriquera que abulta como un queso?

—Mejor me ha sabido, Antonia, y no hubiera querido que se me hubiese acabado nunca. Jamás habría pensado que el terminar algo, no siendo la vida, causara tanta pena, y ha debido de ser que ese libro era como el maná, y cuando se me iba acabando, notaba yo que se me apagaba la vida misma, y estos días lo he leído tan despacio y tantas veces por no llegar al final, que ya no sabía cómo hacer. Y no saben vuesas mercedes cómo espero ahora su continuación, porque con un llamativo como éste no podría ser mala la olla. Y ya veis, señor bachiller, que andabais errado en decir que no han de prestarse los libros, porque éste lo devuelvo como me lo entregasteis, si acaso no viene algo mejorado, que en eso digo yo que los libros serán como las personas, que cuanto más trato tienen con sus lectores, mejores se tornan.

Y diciendo eso, sacó Sancho el libro de su faltriquera y se lo entregó al bachiller, que lo miraba con disimulo para calibrar el estado en que se lo devolvería.

—Debe de ser que como eres neófito todavía en esta cofradía de los letraheridos, tornas los libros. Pero dime, ¿qué te ha parecido, en qué te encontraste igual y en qué distinto o mejor, y en qué peor?

—La primera cosa que he sacado yo de su lectura es que es malo nacer siendo Sancho, pero que no es mejor nacer siendo don Quijote. Y que quizá el propio nacer es lo que es malo, porque no son sino trabajos e ilusionismos los que nos esperan. La segunda es que no hay nadie que no sea al mismo tiempo lo suyo y lo contrario, loco y cuerdo, pobre y rico. En lo que creo que anduvo equivocado el señor Benengeli fue en decir que no sabía si darme el título de hombre de bien, porque ninguno pobre suele serlo. Y eso lo dijo por pertenecer a la herejía mahometana, ya que no debió oír en la catequesis las bienaventuranzas, porque allí bien claro se dice que de los pobres será el reino de los cielos, y que es más difícil que pase un camello por el ojo de una aguja que ver enhebrar la puerta del cielo a un rico, y no creo que el cielo quisieran llenarlo de malhechores. Por lo demás, lo que cuenta el señor Benengeli está tan atenido a la verdad y a los hechos reales que habría pensado que fue cosa de brujería cómo llegó a conocerlos, de no saber que el señor Cervantes es muy cristiano y no querría mezclarse con nada que oliera a nigromancia. Cierto que, por lo que a mí se refiere, y en esto de los libros y las historias ha de decirse que cada palo aguanta su vela, cierto, digo, que muchas veces se me tilda de necio, simple, interesado, egoísta, gumia, descuidado, poltrón, un si es o no poco pulido y limpio con mi persona, y muchos disparates más, como el de presentarme como un hombre de escaso y ralo juicio, cosas todas ellas que no me han molestado, porque no se hallará luego nada, ni en mis palabras ni en mis actos, que no esté sustentado por el recto juicio y los sanos propósitos, y así he de decir que salgo favorecido demasiadamente bien en ese retrato, y en aquellos en que quedé mermado o perdidoso, lo achaco a que el señor Benengeli lo dijo por no conocerme. Pondré un ejemplo. Vuesa merced me conoce bien. Sabe que me gusta hablando acarrear dichos, gracias, donaires, burlas y toda clase de cohetería incumbente, y enfilar refranes como quien ensarta corales. Son para mí los refranes la filosofía del pobre, y a ellos me atengo. Y sin embargo hasta el capítulo XIX, según el libro, no se me cae ninguno de la boca, lo cual es poco probable que haya ocurrido, porque me despierto con uno en los labios, y me acuesto con otro, y sigo en sueños sacándolos de molde. ¿Qué quiere decir ello? Que aunque yo los dijera, el señor Benengeli no los oía, y si los oía no los encajaba. Y esto mismo vale para lo contrario, haciéndome decir cosas que no pudo oír, porque no las dije. Que en esto de las historias he visto que hay que tender a la verdad general del asunto, y poner de acuerdo a las partes en los detalles es cosa menos que imposible.

—¿Y no sientes sofoco de ver que hayan salido a la luz pública hechos y palabras que fueron sucedidos o dichos entre vosotros, para vosotros solos? —preguntó el bachiller.

—¿Se refiere vuesa merced a todas las veces que estando mi amo y yo a solas, me reprende él, me golpea y castiga, perdida su paciencia conmigo, o hace que me avergüence por mi mucha ignorancia, mis comentarios inoportunos o mis desaires? Al contrario. En el libro se me verá que siempre le he sido leal y que nunca hipocreteé con él, ni fue doblada mi conducta para granjearme su favor o su paga. Lo que pensaba lo pensé rectamente, y tanto derecho tenía yo en llamarle loco como tuvo él en decirme sandio o necio, y son ésas cosas que dos hombres pueden llamárselas, no faltándose al respeto.

Siguieron hablando de todo ello mucho rato, y se sorprendió el bachiller de la buena disposición que había mostrado Sancho para encajar las cosas que de él se dicen en ese libro, así como de aquellos sucesos cuyo recuerdo le habían hecho reír.

—Y más y con mejor gana hubiese reído yo de no saber que mi amo don Quijote estaba muerto. Y comprendo que el libro también le gustase a él, por el gran amor con el que se trata su manía.

Y estaban en estas pacíficas pláticas invernales cuando oyeron un gran griterío por las calles del pueblo, como de turbas que lo hubiesen asaltado por sus cuatro costados.

—Los condes —exclamó el bachiller—, que vienen.

Se oía piafar de caballos, briosos ruidos de cascos, metálicos choques de armas y el chirriante canto de pesadísimos carros y, lo más alarmante de todo, un agudo gañido nunca oído que causaba espanto y que nadie podía imaginar de dónde provenía. Salieron a la puerta de su casa Sansón, Antonia, Quiteria y el nuevo mozo Matías por ver qué sucedía, y vieron que todos los vecinos, agitadísimos y fuera de sí, habían ya hecho otro tanto, y aguardaban medrosos en los portales de sus casas a ver en qué paraban todos aquellos desconciertos inauditos.

No llevaban esperando ni un minuto, cuando vieron asomar por la calle Ancha, abocando a la plaza, dos pajes vestidos a la moda morisca y en medio un elefante tan descomunal que la gente al verlo corría espantada a ponerse a salvo, temiendo que aquella fiera, enfurecida y nerviosa, se desmandase y atacase a quien se le pusiera delante.

El naire que lo conducía, sentado a la jineta, era un malabar de corta estatura vestido a la manera turquesa. Llevaba un alto turbante adornado con una espigada pluma de faisán, y su largo abrigo de terciopelo azul con drapeados dorados se derramaba por los lomos del animal a modo de gualdrapa.

La figura de aquel hombrecillo, estática y solemne, producía un gran efecto, mientras se inclinaba a uno y otro lado en un saludo cordial que era al mismo tiempo advertencia para que los curiosos o los insensatos despejaran el camino, no tanto porque el animal, viejo y medio ciego, fuese peligroso, sino porque el naire era un doncel conquistador que allá por donde iba tenía la fantasía, pasado el primer efecto, de cautivar a las doncellas, por un lado, y a los caballeros por otro; a las unas, tomándolas su mano y llevándola a la piel del animal, para que lo acariciaran, y a los caballeros principales de los lugares por los que iban pasando, vendiéndoles las duras y largas cerdas del elefante, asegurándoles que poseían las milagrosas virtudes de un poderoso afrodisíaco.

Completaban la comitiva dos grandes carros tirados por bueyes cornalones, hasta docena y media de magníficas mulas, montadas por criados, dueñas y criadas, tres hombres más, armados y con largas capas aguaderas, y, cerrándola, un coche en el que viajaban quienes por aquel aparatoso boato no podían ser sino señores muy principales.

Estaba a punto de hacerse de noche y los dos pajes corrieron a uno de los carros de donde sacaron dos lampiones que encendieron con iracundos pedernales. Llevaron las luces al coche, y de él vieron descender una dama y un caballero vestidos con suntuosos trajes de camino, él, con su ropilla, sus follados y una capa gascona de piel de oso, y ella con capotillo y sombrero, y una toca de rebozo rojo con la que se tapaba la boca. Y así como todos procuraban mantenerse alejados del elefante, se acercaron a estos dos raros y ricos personajes todos los lugareños; en primer lugar lo hicieron el regidor y sus alguaciles, y no faltaron a aquel encuentro ninguno de los hombres principales del pueblo.

Preguntó el alcalde quiénes eran y cómo viajaban con carga tan desusada. Tomó la palabra el que por el aspecto no parecía menos que un príncipe, y dijo:

—Venimos de Cádiz, de recoger este elefante, regalo del general genovés don Felipe Alberoni a su cuñada la duquesa, aquí presente y esposa mía, y lo llevamos a nuestra tierra donde pensamos tenerlo este invierno y emplearlo en las fiestas que en nuestro castillo solemos preparar. Hace unos meses tuvimos invitados allí a dos vecinos de este pueblo, y cobramos por ellos singular estima, un caballero que se llama don Quijote de la Mancha, y su escudero Sancho Panza, a quien di el gobierno de una ínsula, donde dejó muestras patentes y memorables de su buen juicio. Poco después pasó, dándoles caza, otro caballero, vestido de blanco, que iba preguntando el paradero de don Quijote, y a él también lo tuvimos como huésped, y él nos contó muchas cosas de ese hombre tan único, y así le prometimos que si algún día pasábamos cerca, no dejaríamos de visitarlo. Pudiendo hacer noche hoy en Argamasilla, a la duquesa y a mí nos entraron ganas de llegarnos a este lugar por ver a don Quijote, a Sancho y a nuestro amigo el bachiller Sansón Carrasco. Supimos por el propio Sansón, que a la vuelta nos trajo la noticia, que don Quijote había sido vencido en Barcelona por él, y que le impuso la penitencia de no salir en un año, y conociendo el alto valor que daba a su palabra, nos lo imaginamos cumpliéndola en este encierro. Así que pensamos que ya que don Quijote no podía ir en pos de las aventuras, le traeríamos una bien extraña a las puertas de su casa. ¿Dónde está don Quijote, dónde está Sancho Panza?

Por no decirle que don Quijote había muerto, de lo que seguramente iban a llevarse un gran disgusto, y porque quieren algunas noticias un dilatado prólogo, mandaron a llamar a Sancho Panza, que llegó al poco, asfixiado, seguido de Sansón Carrasco y de Antonia. Recobró el aliento delante de los duques, y echando la rodilla a tierra y tomando a un tiempo la mano de la duquesa y la mano del duque, y sin saber a cuál de las dos había de atender con más solicitud, las llenó de besos, y dijo:

—Nunca habría creído que Vuestras Excelencias se dejasen ver por estos perdidos caminos ni que el cielo me iba a conceder de nuevo la gracia de verlas. Ahora mismo mandaré llamar a mi mujer, para que ella dé personalmente las gracias a la señora duquesa con hartas bellotas por aquella sarta de corales que le mandó, y a mi Sanchica, a la que por fin se le hizo un vestido con el traje verde de montero que me regalasteis, lo mismo que a mi Sancho, que acaso lo queráis llevar con vos de criado cuando veáis que es un diamante de doce caras. Pero aquí os esperaba una noticia que habrá de entristeceros como nos ha entristecido a todos, si acaso no os la han dado ya: hace algo más de tres meses que don Quijote ha muerto. Enterrado está y mañana podréis ver su tumba y sembrar sobre ella unos responsos. ¿No recibisteis la carta que os envió nuestro cura don Pedro?

—Si llegó —respondió el duque, que se tomaba mucho tiempo al hablar, gustándose en la retórica de su voz de bajo profundo—, si llegó, allá estará esperándonos, que hace ya tres meses que nos partimos hacia Cádiz.

No pudo reprimir la duquesa una mueca de fastidio y contrariedad, pues se había prometido pasar en aquel pueblo una velada amenizada por los disparates del caballero. Traían preparadas incluso, como confirmaron después, algunas burlas notables, pues en su comitiva iba el lacayo Tosilos, la dueña doña Rodríguez, la doncella que se hizo pasar por la Trifaldi y la que respondió al nombre de Altisidora y otros más de los que habían participado en las consumadas burlas que se le hicieron a don Quijote y a Sancho y que resultaron un punto más levantadas de lo que hubiese sido preciso. Pero como la duquesa era una señora muy distinguida y cortesana, supo desviar el mohín de su fastidio a las buenas maneras, y allí sobre la marcha se destocó en una tan breve como dramática interpretación que hubiese hecho creer a todo el mundo no tanto que don Quijote se había muerto, sino que quien se moría en ese momento con la noticia era ella misma. No obstante, terminada aquella endecha, preguntó impaciente a Sancho:

—Dinos, Sancho, dónde podremos recogernos esta noche y si hay una posada que pueda darnos alojamiento al duque, a mí y a todos los que vienen con nosotros, así como un lugar donde dejemos acomodado al elefante.

Iba Sancho a responder, cuando vieron salir de su casa al conde, que hacía dos horas había llegado con su familia a recoger sus rentas y asentar en su secretaría al joven Carrasco, y a nadie había dicho nada aún de su llegada.

—Señoría —se presentó—, soy el conde de los Alcores y ésa de la plaza es mi casa. Acabo de llegar con mi familia de la Corte, donde vivimos, y aunque los aposentos no están dispuestos como convendría a la importancia de tales huéspedes, os ruego que lo seáis de mí y de mi familia mientras estéis en este lugar. En cuanto al elefante, podréis acomodarlo en uno de mis alhorines, donde se le preparará lo que haya menester.

Y aunque el duque no quería ocasionar trastorno alguno, tanto insistió el conde, que los duques y sus criados y dueñas se quedaron en la casa del de los Alcores, enviando a la posada al naire, al aprovisionador y el resto de los criados que se ocupaban del animal, tras de lo cual se fueron todos a sus casas, esperando impacientes el día siguiente para poder admirar a su gusto aquel fastuoso viajero de las selvas africanas.

Enterado sobre la marcha el conde de que su nuevo secretario había sido amigo y vencedor de don Quijote, del cual ni había oído hablar hasta ese momento ni por supuesto había leído su libro, quiso agradar a sus huéspedes y pidió al bachiller que cenara con ellos esa noche.

Fue una gran cena aquella, pese a la improvisación.

—Y así fue, después de vencerlo en Barcelona —concluyó el bachiller, tras haberles hecho pormenorizada crónica de esa derrota—, como mi amigo don Quijote se volvió a este pueblo. Traía la promesa de no salir en un año, que pensaba acortar él no de tiempo, pero sí de tedio, viviendo vida pastoril y de égloga como el pastor Quijotiz, acompañado de su amigo el pastor Pancino y de mí mismo, que los acompañaría con el nombre de Sansonino o Carrascón. Y a los pocos días de llegar a su casa, y sin que nada ni nadie lo presagiara, ni hubiera tenido tiempo como quien dice de quitarse el polvo del camino, cayó enfermo, y en menos de dos semanas se lo llevó por delante la melancolía y la tristeza de verse reducido en ese estado, comprobando acaso que ninguno de los trabajos que había hecho en sus salidas por el mundo le había reportado otra cosa que penas y desdenes, motes viles y burlas por todas partes. Pero habéis de saber que don Quijote murió cuerdo, pidiendo perdón por todas sus locuras y encomendando su alma a Dios y deseándonos a todos vernos presto en el paraíso.

Oyeron con atención los duques y el conde todas estas noticias, y una vez que acabó de hablar el bachiller, el duque, con patente contrariedad porque aquella muerte les había privado de una garantizada diversión, dijo:

—Es lástima, porque pensábamos llevárnoslos con nosotros a nuestro castillo, a él y a Sancho, y tenerlos allí todo el invierno como a servidores nuestros, y para ello habíamos incluso concertado un gran encuentro con Dulcinea. A tal propósito he enviado a Tosilos y dos de las dueñas hasta el Toboso, con el recado de traerse a Dulcinea con ellos, para lo cual el lacayo lleva dineros nuestros, joyas y otros presentes que sirvan para ablandar su ánimo si acaso éste se muestra remiso, y así los esperamos mañana aquí. Que habría sido cosa de ver ese torneo entre Dulcinea y don Quijote, y ya habíamos cruzado apuestas de que resultaría aún más interesante que cuando en un peleadero se muestran dos gallos que no se han visto nunca hasta entonces.

Los oía hablar el conde y no entendía cómo personajes tan importantes de España y de tan rancia raigambre se dejaban enredar con pasatiempos de muchachos, pero enseñado a la vida de la Corte y reconocido al honor que era tenerlos de huéspedes, los agasajó toda la noche con inequívocos des velos.

Quisieron también los duques saber de Sancho Panza y de la vida que hacía en el pueblo, y si trabajaba y en qué, y volvió la duquesa a manifestar su deseo de llevárselo consigo, si quería él entrar a su servicio, porque confesó que le había cobrado una grandísima afición a sus simplezas y repentes, lo mismo que a sus refranes, que tanto le habían distraído durante el último verano.

—Aunque he notado en él un gran cambio, que casi me le hizo irreconocible. Y no lo digo tanto porque haya perdido más de tres arrobas de su peso, como que me ha parecido un hombre de porte triste, lo cual en los Sanchos de este mundo resulta una enfadosa impertinencia. Para triste ya está una. No obstante, bien estaría hablar con él y hacerle decir alguna de sus simplezas.

Viendo el conde que deseaban hablar y tener allí a ese tal Sancho Panza, a quien ni conocía ni del que sabía otra cosa que lo que allí se estaba contando, envió recado a uno de sus criados a la casa del escudero para que lo trajera.

Mientras llegaba, contó Sansón Carrasco cómo Sancho Panza no había podido hacer ni hacía nada desde que don Quijote había muerto, con gran preocupación de su familia, a la que tampoco tranquilizó el hecho de que hubiese querido aprender a leer y de que hubiera leído ya la primera parte de su historia.

Oír eso y romper a reír los duques, y, por imitación, el conde, fue todo uno, pues encontraban muy gracioso y el colmo de la extravagancia que un gañán mostrase curiosidad por leer, y desearon entonces, más que nunca, tenerlo delante y ver cómo se despeñaba con aquellos tan recientes y poco digeridos estudios suyos.

Llegó Sancho a casa del conde y viendo allí sentada a la dueña doña Rodríguez, no pudo reprimir una elegía:

—¡Quién iba decirnos, doña Rodríguez, que volveríamos a vernos, y en estas circunstancias! ¡Cuánto rabiamos juntos y cómo daría yo ahora por volver a las andadas, y a aquella perpetua zaragata! Ahora entiendo cabalmente las palabras de mi amo cuando decía que cualquier tiempo pasado fue mejor, y suspiraba él por aquella edad de oro donde no había ni tuyo ni mío. ¡Qué pronto se va el placer, cuán presto llega el dolor! Y si ahora estuviese aquí nuestro don Quijote les admiraría tanto, que si mucho lo tasaron por loco, llegaría a los cielos lo que le tasaran por cuerdo. Y decidme, mi respetada dueña, ¿cómo le fue a aquella hija vuestra que casó con Tosilos? ¿Viven bien avenidos, no se arrepienten de aquel casamiento que les llegó de modo tan extraño y desviado? ¿Goza vuesa merced de buena salud? ¿Espera ya nietos vuestra persona?

Se admiró mucho la dueña doña Rodríguez de oír hablar de aquella manera tan comedida y rodeada al escudero, y antes de responderle pedía ella a sus señores, con rápidas miradas, si se le concedía la venia de satisfacerle la curiosidad y el interés. Se la otorgaron ellos y le dio ella cuenta exacta de lo que quería saber.

No se resignaba la duquesa a perder su momento de diversión, y por verle equivocarse y emplear unas palabras por otras, quiso saber cómo era que le había dado por aprender a leer, y refirió Sancho lo ya sabido, o sea que cuando había sido gobernador tuvo mucho pesar en no poder él ni leer las cartas que los duques le enviaron ni la que le envió su amo, teniendo que darlas a quienes sabían de ese negocio.

—Ah, y qué gran noticia es ésta, Sancho —dijo la duquesa, que ya empezaba a ver por dónde podía principiar la burla— que te traemos muy buenas nuevas de tu ínsula. Cuando te fuiste quedaron tan faltos de tu consejo y tan mal acostumbrados por tu buen gobierno, que aquella república anda ahora muy feamente, y nada nos placería más al duque y a mí que te volvieras allá, donde serías al punto aclamado y vivirías tan regaladamente como no pudiste por la brevedad de tu mandato.

Confirmó el duque con una gran cabezada las palabras de su esposa, y todos esperaron las de Sancho, quien, al contrario de lo que en él era uso, se tomó unos instantes para responder.

—Ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño, y aunque se me traspasaran plenos poderes y estuviera en mi mano enviar al destierro al doctor Tentetieso por haber querido matarme de hambre, y aunque pudiera con el gobierno hacerme rico y vestir a mi Teresa como a una reina, y casar con condes y condesas a mis hijos, no volvería yo a levantar la vara ni vestir la toga. Pude ser caballero con mi amo, y no lo quise, y ahora digo lo que entonces le dije, cuando me encontró en aquel barranco en el que fui a caer. Después de tantear las cargas que trae consigo el gobernar, y las obligaciones, hallé por mi cuenta que no las podrían llevar mis hombros, ni son peso de mis costillas, ni flechas de mi aljaba; y así, antes que diese conmigo al través el gobierno, quise yo dar con el gobierno al través, y dejé la ínsula tan bonitamente como la encontré: con las mismas calles, casas y tejados que tenía cuando entré en ella. Mientras duró mi gobierno no pedí prestado a nadie, ni me metí en granjerías; y, aunque pensaba hacer algunas ordenanzas provechosas, no hice ninguna, porque supuse que hacerlas o no, iba a dar lo mismo, pues nadie habría de cumplirlas. Salí, pues, de la ínsula sin otro acompañamiento que el de mi rucio. Eso le dije a don Quijote esa mañana en la que me sacó de la sima, que de no haber sido por él, allí estarían mis huesos y los de mi buen rucio a estas horas. Y lo que os dije entonces, Señorías, lo repito: que mejor estaba comiendo mi pan y hartándome con don Quijote que gobernando no ya una ínsula, sino el mundo entero. Y bastará que esperen vuesas mercedes a que se publique la segunda parte de la verdadera historia de don Quijote, como nos tiene asegurado el bachiller que ha de publicarse, para que lean vuestras Excelencias que lo mismo que hablo aquí lo dije en su día a don Quijote, y que estas palabras no me las ha dictado ni la humildad ni la simpleza, sino el más recto veredicto del corazón. Así lo siento y conforme al sentir, digo y hago, que he aprendido ya a decir sólo lo que siento, sabiendo que si sé sentir sabré decir.

Ni la duquesa ni el duque reconocieron en este hablar a Sancho, porque no le encontraron ninguna sandez, y puesto que le oyeron hablar de esa segunda parte del Quijote, saltó la duquesa de su escaño, orgullosa de poder anunciar en aquella pequeña corte de lugareños la extraordinaria nueva:

—¡Y cómo lo has adivinado! Ese libro ya ha salido a la luz, y conmigo traigo uno que compré en Sevilla a un comerciante que los llevaba a América, donde lo esperan con no menos ansias que acá.

No pudo contener tampoco la emoción Sansón Carrasco de saber que allí, en aquella casa, estaba la deseada y esperada segunda parte de don Quijote, y quiso saber si ya lo habían leído el duque y la duquesa y si cumplía todo lo que en la primera prometía, y si era igual de gracioso e ingenioso.

—A mi marido, el duque, no le entretienen otros ejercicios que los de la caza, y no lee, porque o le da sueño, o se lo quita, y a mí leer me levanta dolor de ojos, y en este viaje no ha venido con nosotros ninguna de las doncellas que allí suelen leerme cada tarde por acortar los días, así que estoy deseando llegar a casa y hacer que me lo lean, por ver si en esta segunda parte se habla de nosotros y de todo lo que en nuestro castillo sucedió.

Dudó el bachiller si podía o no pedir a la duquesa la merced de que se lo dejase ver al menos, y mandó ésta a la dueña doña Rodríguez que lo sacase del arca en que venía. Lo trajo al rato y pasó a manos del bachiller, que lo abrió como si fuese una avecilla herida al que el menor roce pudiera quebrar del todo o ahogar su corazón. Tan entusiasmado le vio la duquesa con él, que le dio licencia para que se lo llevara esa noche y leyese en él lo que dieran de sí las horas de la vigilia, con la promesa de que al día siguiente, antes de partir, se lo devolviera.

Recibió tanto contento de ello el bachiller que no acertaba a encontrar las palabras con qué agradecerle aquel grandísimo ensanche, muy superior a cualquier otro que por él hubiere podido hacer, y sin despedirse de nadie, corrió a su casa por no perder ni un minuto, y tras él se marchó cada cual a la suya, se recogieron los condes, se aposentaron los duques y sus criados, y esperaron al día siguiente a que llegaran Tosilos, las dueñas y Dulcinea.