CAPÍTULO TRIGÉSIMO PRIMERO

El viaje de Sansón y Sancho, guiados por aquel Melchorejo, a quien los indios respetaban como a uno de sus caciques, fue bueno. Ni vino la justicia tras los indios huidos ni, como tan a menudo sucedía, perdieron hombres ni llamas atufados por las exhalaciones en la boca del volcán.

Y cuando todos bajaban ufanísimos por haberse librado de la muerte y venir sus llamas cargadas con las brasas y los trozos de hielo cortados en los neveros más altos de los Andes, que tan buena soldada les proporcionaban, les salieron unos hombres a caballo, en número de unos cincuenta, que les atacaron. Traían el propósito de robarles la reata y los negros que iban en ella, por venderlos en Potosí, donde eran muy preciados en las minas, y matar a todos los demás.

Cayeron sobre ellos sin ser vistos, pues fue el ataque de noche, cuando hacían su jornada por preservar la nieve de los calores del mediodía.

Los atacantes parecían por el habla y la grita gentes muy envilecidas, y venían armados con pistolas y escopetas, y ya en el primer encuentro dejaron muertos a cuatro de los indios de don Suero, y el frío y negro aire de la noche se llenó de presagios tenebrosos.

Trataron los ofensores primero de dividir la reata, por asegurar una parte de ella si no podían llevarla toda, pero tuvo el buen acuerdo Melchorejo de meter las llamas en un abrigo que había cerca. Puso luego a sus hombres tapando la entrada, en paraje de ofender, y de ser ofendidos. Allí les era difícil llegar a los asaltantes sin riesgo de acabar en lo hondo del precipicio, y a los sitiados atacar, por no llevar más armas que las espadas de Sansón y Sancho y las pistolas de Melchorejo.

Sancho, que siempre tuvo una gran visión de las batallas en las que intervino, fue terminante:

—Señor bachiller, es cosa de rendirse, que la valentía acaba donde empieza la temeridad, y la temeridad, si pone en riesgo la vida, es la más boba de las cosas. Y yo ya pasé por este trance de tratar con bandoleros, y fueron aquéllos, tras rendirnos, de lo más corteses.

Melchorejo, que se hallaba presente, no lo pasó por alto:

—No, señor Panza, aquí no se usan esas cortesanías, y éstos no quieren sólo robarnos, sino matarnos, y que no quede uno que pueda dar cuenta de la fechoría, y los bandidos darán con nosotros en lo hondo del barranco, y en menos de lo que lo cuento, no dejarán los gallinazos ni el ala de su sombrero.

De la misma opinión fueron los indios que iban en la reata. Ni uno solo estaba dispuesto a dejarse vendimiar la vida, ni menos aún a perdonar el salario prometido. Sólo uno, que dijo entender en agüeros, sembraba la duda, asegurando que morirían aquel día si se resistían.

A éste le dijo Sansón Carrasco lo del astrólogo Botello, que propuso lo mismo, y no le aprovechó su astrología, pues le acabaron igual, con su caballo.

Ordenó entonces Sansón que se fabricaran hondas, se acopiasen piedras frías y se dispusiesen las calientes. Mandó luego a un indio de los diestros que trepase la escarpa y se corriese hasta una encomienda cercana llamada Sayo Negro a pedir socorros.

Por la mañana los bandidos mostraron al mensajero, y a la vista de todos lo degollaron. Esto produjo una malísima impresión en los sitiados, y dio bríos al agorero, que pedía la rendición.

Mandó Sansón atar y amordazar a éste, por cenizo, y declaró a todos que aquél no sabía del porvenir sino por conjeturas.

No fueron atacados en todo aquel día. Los sitiantes, sentados, esperaban. Los indios, ganosos, si no de pelear, sí de vender caras sus vidas, le daban a sus cantorrios preparándose para el acabose. Al llegar la segunda noche, los bandoleros hicieron sus fuegos, sacaron las ollas y cocinaron sus guisotes sin prisa, porque la gente de don Suero era para ellos también empresa a fuego lento.

—Y lo dicho otras veces: aquí querría ver yo a mi señor don Quijote —dijo Sancho—. ¿Cómo logró salir él con vida, teniéndola en tan poco y arriesgándola como lo hizo? Gran misterio; y para mí tengo que así como los encantadores le perseguían, los autores de su historia, sabiendo que tarde o temprano la pondrían por escrito, le valieron. Pero no es ésta una de sus guerras galanas. Muchas veces me tuvo por apocado y cobarde, pero yo le desmentiré y haré ver que aquellas suyas, al lado de esta aventura, fueron cosa de niños. ¡Y vosotros, historiadores que ahora mismo estáis despuntando la pluma, no perdáis ripio y notad mi gallardía! Yo solo me llevaré por delante una docena de ellos antes de dejarme tocar los pelos de la barba, y a barba, ni tapia ni zarza, quiero decir que nos hacen valientes los sucesos, no los deseos, y que no hay pesar, que ninguno muere dos veces.

Entre tanto, esperó Sansón a que salieran las estrellas y dejó que se apagaran las fogatas. Entonces ordenó a sus indios salir del abrigo y subir la escarpa llevando en unas ollas algunas de las piedras del volcán, y los demás, dejando a buen recaudo y trabadas de manos las llamas, avanzaron sigilosos. Dio luego la orden, y los indios de arriba arrojaron las orzas con las piedras vivas al corralillo donde estaban los bandidos y sus caballos. Se rompieron las orzas, se quemaron los toldos y salieron los caballos en estampida; la batahola de pólvora, gritos y caballos fue de las temibles.

Duró tan porfiada refriega lo menos media hora, en la que no se dejó un minuto de oír decir al bachiller «a ellos, que son menos», «ya son nuestros», «hijos, apretad, que ya aflojan», «de casta de muertos venimos» y muchas otras soflamas para enardecer a sus indios y sembrar temor y braveza en lo más empeñado del combate. Al cabo volvió la paz y el silencio a aquel solitario lugar, pero hasta pasadas tres horas no supo nadie si tenían tregua o repliegue, victoria o derrota. Mientras, se fueron juntando los indios de don Suero que habían subido a la escarpa y los que habían salido a pelear a bragas enjutas.

Al cuarto del alba hicieron el recuento. En la estacada quedaron lo menos cuarenta indios de don Suero muertos, y doce bandidos y tres heridos. Desvalijaron a todos, y a los enemigos muertos querían los indios arrancarles la cabeza, por hacerles afrenta, pero a esto último se opuso el bachiller. Vino luego Melchorejo a decirle que era mejor dejar correr las cosas como venían. Tras el despojo vino, pues, descuartizar a los bandidos. Echaron a rodar las tajadas por la quebrada entre vítores al capitán Carrasco que tan buen capitán era, y lo mismo hicieron con los heridos, a los que dieron recias muertes cortándoles en vivo la cabeza, y les holgó mucho verlas rodar sin tropiezo señalado hasta perderse donde no se veía el fondo de tan lejano ni la vista humana podía seguirlas, pero sí la de los zopilotes, muy atentos, que hacían la rueda de su festín sin gran acucia.

En todo aquel tiempo buscó Sansón a Sancho Panza, pero por más que lo buscaba, no aparecía.

Uno de los indios aseguró haberlo visto en la refriega repartiendo cuchilladas con denuedo, mientras repetía con cada mandoble: «¡Antes muerto que entregar la vida!», muy lejos otra vez de aquel parapoco y cortado de muerte por el que se le tenía.

Mandó callar a todos el bachiller por haber creído oír algo, y lo llamó a voces, y al cabo oyeron un suspirillo lastimoso que salía de allí junto, y vieron luego que venía de lo profundo de la barranca.

Halaron cuerdas y con gran tiento lo sacaron.

Venía herido en una zanca y entelerido por el frío, y contó cómo uno de los bandidos le había disparado bala a ropa franca, y que se dolía de no haber podido vengar aquella afrenta, queriendo Dios que cayera él por suerte en el barranco, porque de no haber sido así, aquel bellacote ya se le echaba encima con la espada por delante, y que la herida le dolía harto.

Mandó el bachiller que se la entrapajaran con fomentos y cataplasmas y dio orden de salir con presteza de aquellos abrasados congostos por temor de que los bandidos vinieran a cobrar venganza. Enterraron con piedras a los muertos, por hurtárselos a las alimañas, y vieron que muchas de las granadas del volcán se habían perdido, y roto no pocos de los cuévanos donde venía la nieve, hecha agua.

La herida de Sancho resultó de las feas, y pronto le acometieron calenturas que lo traían confuso, doliente, desvanecido.

Sabedor Sansón de que los indios eran grandes herbolarios, preguntó si venía alguno con ellos. Melchorejo habló del que echaba pronósticos, y por no tener a mano a otro mejor, pidió Sansón que lo trajeran. Acudió de mala gana, maliciando un castigo a su mal agüero. Sansón le dijo que lo sanase mejor que adivinaba. Pidió entonces el indio le trajeran un pollo, y allí mismo le cortó la cabeza y lo dejó en el suelo. Anduvo el pollo un gran trecho sin su cabeza, pero a lo galán, mientras el indio ponía en los labios de Sancho zarzaparrilla.

El sabor amargo hizo que Sancho volviera en sí. Vio al pollo descabezado dar vueltas, siempre muy altanero y sin desmayar el paso, y no creyó sino que el muerto era él, y no el pollo.

—Ay, señor Carrasco —dijo entre vagidos—, ¡y que un tan buen cristiano se vaya al infierno de mano de estas hechicerías!... Ahí es nada la del ojo. ¿Y qué es este emético que me han dado a probar? ¡Vade retro! No creí nunca en el bálsamo de Fierabrás, y era el verdadero, no voy a dar en creer a estas alturas en uno falso.

Chicchó luego el indio unas hojas de coca y dedalera juntas y le bizmó con aquel bagazo la herida. Después Sansón ordenó que le aviaran con dos lanzones unas parihuelas, y así llevaron a Sancho hasta Sayo Negro. Fue todo el camino en un ay, acalambrado de los dolores, y a cada poco pedía que lo dejaran morir en cualquier parte, por no sufrir más aquel calvario. En vista de ello, el bachiller mandó detenerse en Sayo Negro unos días por ver si su criado mejoraba.

Fueron pasando, y ni Sancho mejoraba, ni el herbolario atinaba con el remedio, ni la poca carga de piedras y de nieve que quedaba podía conservarse. El encomendero por su parte andaba todo el día con un azote en la mano, pues empezaban a menudear los hurtos de gallinas, maíz, cuys y otras fruslerías.

Mandó Sansón entonces que partiera la reata guiada por Melchorejo, y quedó él con dos indios asistiendo a Sancho Panza.

Pasó otra semana Sancho más en el otro mundo que en éste, sacudido por extremas calenturas, y Sansón preguntó al dueño de la encomienda si había por allí cerca un cirujano de quien tirar.

No había cirujano cerca, ni aun sangrador ni barbero, pero sí un albéitar del que todos decían arreglaba los huesos de bestias y hombres como nadie, y lo llamaron. Vio éste la pierna corrompida, y dijo que o se tajaba a cercén, o aquel hombre moriría.

Dio orden Sansón de que cortaran. Ahitaron de coca al herido hasta las cejas, y apenas sintió Sancho la obra del serrucho, cayó en profundísimo desmayo.

Entregó el albéitar la pierna cortada a Sansón, que fue con ella, cuan larga era, bajo el brazo, a enterrarla junto a la tapia del cementerio, pues el fraile de la encomienda le estorbó hacerlo en sagrado, por creer que la parte del alma que había en la pierna había quedado con Sancho.

Volvió al punto y no se separó el bachiller del lecho de su criado en todo el tiempo, esperando a ver por dónde rompía el mal. Y quiso que rompiera por el lado de la vida, y a los seis días pudo decirse que Sancho resucitó, y con un solo pensamiento:

—Ay, bachiller, cómo duele esta pierna mía.

Y fue allí donde el bachiller cursó una respuesta que llegaría a hacerse célebre:

—Ésa ya no, amigo Sancho, ésa ya no...

Si con la pérdida de don Quijote Sancho enflaqueció, con la de su pierna, quedó en los huesos.

Sansón Carrasco le sorprendía algunas veces hablando solo, y otras Sancho le preguntaba en qué podría ganar su jornal, porque era ya tarde para aprender el arte sartorio o el sutorio, oficios de cojos, y que era cosa bien triste para un hombre que había tenido tan buena salud acabar sentado a la puerta de las iglesias esperando la caridad.

Sansón, por animarlo, le decía:

—Ánimo, Sancho, que todo es nada. Y mira que así como tuvo el autor de nuestro libro honra en la herida que le estropeó la mano y lo dejó manco en la más gloriosa ocasión que vieron ni verán los siglos, tú has hallado en esta batalla que te ha dejado cojo memoria de valiente. Con ella lograrás hacienda y fama. Hacienda, porque raro será que el liberal don Suero, sabiendo que has perdido tu pierna por salvar su hacienda, no quiera ponértela de oro, y de fama, ¿qué decirte? Ya hubiese querido don Quijote la mitad de tu falta.

Sancho le oía taciturno, y tras meditar un rato lo que quería decir, lo soltó:

—Pues a fuer de sincero, señor, estoy cansado de ser famoso. Prefiero ser Sancho Nadie con pierna que Duque de la Quebrada sin ella. Que ya tanta famita viene empachando. Teníamos poco con el manco de Lepanto, y mira por dónde va a tener el mundo al cojo de Arequipa.

Permanecieron en aquel lugar de Sayo Negro casi cuatro semanas más, y aunque no se le iban del todo las calenturas, decidieron proseguir su camino. Fue la vuelta a Arequipa penosa, por no sujetarse bien Sancho en la montura y por andar su ánimo muy desmazalado.

La alegría de ver sano y salvo a Sansón no fue completa para ninguno, viendo cómo venía de calamitoso Sancho Panza.

Ya don Suero había advertido al mejor médico de la ciudad, que esperaba al enfermo para sangrarle y quitarle aquellas calenturas que lo traían postradísimo.

—Hermano —le dijo al médico, tras dar a don Suero las gracias por la merced recibida de aquel cuidado—, no os molestéis, y dejadme como estoy, que ya es burla esta de perder la pierna y ahora la poca sangre que me dejó el bandido. Y tráigame vuesa merced un jarro de vino.

Concedió don Suero lo que Sancho pedía, trajo el vino y retiró al médico, no sin protestas de éste, que vaticinó al enfermo una muerte pronta y sin excusa.

Es opinión extendidísima que aquel vino sanó a Sancho por ser de los caros de Esquivias, que guardaba don Suero para las ocasiones. Y fue catarlo, y al punto lo reconoció Sancho de su tierra, y confirmó con lágrimas en los ojos no sólo de dónde venía, que era, como se ha dicho, de Esquivias, sino quién lo había hecho, Bernabé Arroyo, buen vinatero, mostrando a todos sus decantadísimos saberes en esto de los vinos.

De allí a unos días se fue la fiebre, y al poco volvió a crecer su apetito, y si don Suero gastó en revivir a Sancho las tres arrobas de aquel vino que tenía reservado, no faltaron de allí en adelante otros no menos virtuosos.

Tampoco fue completa la alegría que recibió Sansón con la nueva de aquel hijo que estaba en camino. Pensaba pedir a don Suero ir al Realejo, la mina que éste tenía en Cerro Rico.

—A mí, señor Carrasco —le dijo Sancho—, no me engañáis. Vuesa merced huye, vuesa merced no va a volver en mucho tiempo, vuesa merced se apoca con nada. Conozco vuestro estado de verlo muchas veces en mi amo don Quijote, ausente, meditabundo, melancólico. Pero mirad que aquí va vuesa merced a dejar a una esposa que os quiere bien y espera un hijo vuestro, a un tío a quien estáis obligado por cien mercedes que os hace cada día, a una doña Toda que morirá con la noticia, al ama Quiteria, que se dejaría matar por vos como sólo se hubiera dejado matar por don Quijote, y a mí, que vuestra partida sería como arrancarme la otra pierna. Hasta la negrilla morirá de pena viéndoos partir. Y yo sé que en mucho tiempo no habréis de volver. Lléveme vuesa merced, que yo haré que vuelva. Podré ser el primer escudero cojo de la historia...

Conmovió mucho a Sansón la lealtad de Sancho, pero le eximió de que lo siguiera.

—Adonde voy y para lo que pienso hacer, Sancho, uno solo se basta.

Recibió con lágrimas la noticia Antonia y la consoló como pudo doña Toda, inconsolable ella misma.

—Niña, acostúmbrate a los hombres. No hay uno que se sujete, siendo mozo, y si no quieres perderlo, déjalo que se pierda. Que vaya él tras sus quimeras; ellas se encargarán de traértelo de vuelta. Quieren andar y ver, maquinar tratos, trazar negocios, hacer correr la rueda de la fortuna y dar cuenta de todo ello a sus camaradas, hinchándolo, donde puedan hacerlo. No te aflijas, y mientras, cuida su hacienda y vive tu vida, sin perder el decoro ni deshonrarte. Si ellos se van y no pueden ni quieren llevarnos consigo, más se pierden. Vive libre en tu casa, que cuanto menos lo busques, en más te tendrá, si sabe verlo, y si no, aire, aire. Que al fin serás tú más libre aquí, que él encadenado a su locura. ¿Piensas que mi esposo estuvo siempre en mi brazo, como alcotán? Voló lo suyo, y yo le dejé ir, y si sufría yo, él nunca lo notó. Y enterré conmigo mis penas, y hace ya mucho tiempo que le perdoné de lo que hubiera que perdonarle, que tampoco quise saberlo. Y hoy es el día en que no quiere separarse de mí ni un paso, no digo ya una legua, que ya me echa en falta en cuanto pasa el Chili. Y ahora de vieja, cuando tantas lloran, yo no tengo que dar sino gracias al cielo.

—Ay, señora tía —le respondió Antonia—, ¿y no podría hablar vuestra merced con mi señor don Suero, por ver de sujetar a mi esposo?

Así lo hizo doña Toda, y don Suero tranquilizó a su esposa, llevó al ánimo de Antonia un poco de sosiego, habló con Sancho, quien le había pedido también estorbase aquella salida, y esperó a Sansón. Éste le confirmó su propósito de quedarse en Cerro Rico un tiempo, tras resolver los negocios de don Suero en aquellas partes. ¿Haciendo qué? Sus respuestas fueron vagas: pensar, leer, ruar las calles, tal vez ejercitar la pluma...

Don Suero, que había conocido en tiempos la comezón de lo lejano, no le apretó, y más por doña Toda y Antonia que por él, le dijo que si le fatigaba lo de las piedras y la nieve, le buscaba alguno de los oficios vacos de factor o contador o tesorero, o cualquier otro rentado que hubiera en la ciudad.

No valieron ruegos, de nada sirvieron persuasiones: Sansón Carrasco necesitaba alejarse de todos y de todo como el respirar. Sansón Carrasco huía de sí mismo.

Volvió a tranquilizar don Suero a doña Toda, a consolar a Antonia y a Sancho, a Quiteria y a la negrilla; pero esa noche dijo a su esposa, estando los dos a solas, amargamente:

—Señora mía, lo hemos perdido. No sé qué le falta aquí, no sé qué lleva en la cabeza. Me ha hablado de los indios, de los esclavos, de escribir un memorial al rey para el mejoramiento de estos reinos con su emancipación... Una pena.

Y así se llegó al día en que Sansón Carrasco partió a Cerro Rico. Quiso darle don Suero dos indios que le llevaran sirviendo, un buen caballo y hasta cuatrocientos escudos. Tomó Sansón los dineros, por serle necesarios, agradeció la caballería y dejó los indios.

Tuvieron sus adioses Sansón Carrasco y Antonia. Se hallaba presente Mariquilla. Los de Héctor y Andrómaca no fueron más tiernos, y aun Mariquilla, asustada de las plumas del sombrero de su padre, se echó a llorar. Abrazó luego Sansón a su anciano tío y besó la mano de su tía, pidió a Quiteria que cuidara de su señora, y a la negrilla Guiomar que mirara por su hijo, cuando llegara, tanto como miraba por Mariquilla, y a Sancho poco más podía decirle, y tomándole de un brazo se lo llevó al patio, y allí a solas, le dijo:

—Sancho, si vieras que tardo en volver, encarécele a Antonia cómo la llevo en mi pensamiento y en mi corazón.

Volvieron donde todos esperaban la partida, y Sancho, que no había vertido una sola lágrima cuando perdió su pierna, empezó a verter un llanto copioso y a sorberse los mocos, creyendo que perdía a Sansón, y su llanto contagió a todos, incluido don Suero, de cuyo brazo se colgaba doña Toda, mientras trataba de contener las lágrimas con un pañizuelo. Sólo acertaba a decir:

—Ay, Dios, ay, Dios, cuándo será el día en que el Señor nos lleve.