Se volvieron a su posada, dejaron allí los obsequios del librero Cuesta y después de comer en un figón cercano, pasearon la Corte aquella tarde y el célebre Mentidero, admiraron sus edificios, palacios e iglesias, se asombraron de ver a tantos hombres principales en sus coches y a tantas mujeres embozadas en su belleza, hallaron incontables el número de los pajes y criados y el de las mujeres públicas, mesones y casas de juego solapadas, y hasta vieron en su jaula, en el Retiro, los dos leones que el gobernador de Orán mandó al Rey, y a los que don Quijote retó a combate desigual, venciéndolos por hastío del contrincante.
—Vámonos pronto a nuestro pueblo, señor bachiller, que no está hecha para mí la ciudad ni este andar de un lado para otro sin saber por dónde. La visita esta mañana a las Cervantas me ha entristecido lo indecible y el saber que hay por ahí corriendo un final de Sancho Panza me tiene el ánimo encogido, y ya empiezo a sentirme mal por todo el cuerpo, que me duele aquí, y aquí y aquí...
Y se iba señalando Sancho todos aquellos puntos en los que le punzaban sus males imaginarios y por donde barruntaba se le iba a meter la muerte con su aguda segur.
—¿Y advertiste, Sancho, la tristeza de aquellas tres mujeres? Hubiera asegurado que se necesitan tanto como se detestan, y que se quieren tanto como se aborrecen. ¡Y aquellos aposentos, sin una alcatifa, sin un repostero, sin otro adorno que las estridencias de la calle y aquel olor hediondo del guisote!
La pesadumbre de no haber hallado con vida a Cervantes se quitó con la alegría de dejar atrás Madrid, y las apreturas y estrechos callejones de la ciudad hicieron mucho más limpios y manifiestos los anchísimos caminos de su regreso, aunque ninguno de los dos sabía qué les esperaba.
—Mira, Sancho, que no sé qué pasará a mi vuelta. Casado estoy con Antonia, pero mi padre no lo sabe, y temo que cuando lo sepa, cometerá cualquier desaguisado. Ni toleró a don Quijote ni mira con buenos ojos a la sobrina ni va a aceptar que yo me haya casado con tal prisa.
Llegaron al pueblo por la mañana y allí se despidieron, con promesa de juntarse aquella tarde y de que contara Sansón a Sancho en qué había parado el negocio con su padre, y Sancho a Sansón lo de su tesoro.
Y si lo del tesoro de Sancho lo llevó en secreto, lo mismo que su hallazgo, para alborozo propio y de Teresa, lo de Sansón y Antonia fue tan público y notorio que en apenas dos horas había hecho ya el recorrido de casa en casa, con las palabras terribles del señor Tomé Carrasco, quien colérico echaba a su hijo de la casa, lo desheredaba y se comprometía personalmente para escribirle al conde, con el fin de que éste expulsara de su servicio a quien no sabiendo guardar la honra de su padre raramente podría guardar la del conde.
Volvió Sansón a casa de Antonia, dispuesto a contarle lo ocurrido con su padre, y lo que encontró fue cosa bien diferente.
Gritaba como un desaforado el señor De Mal.
—Ay, ramerísima, ¡cómo me has tenido engañado estos meses! ¡Y yo, cómo me creí todas tus vagas promesas! Ahora lo veo bien claro, no querías sino jugar con este viejo. Pero te lo advertí; de no ser mi esposa, lo perderás todo, no te dejaré ni una miserable vedija en el colchón. Vete, júntate con ese mozo del bachiller Churrasco, mira a ver de dónde va a sacar él los torreznos con que regalarte, y luego ven a contármelo.
El bachiller, que se oyó nombrar de tal modo por el escribano, quien no se había percatado de su entrada, dijo:
—Señor escribano, vaya con pie más atentado en eso de motejar a la gente, y sálgase de esta casa, y pleitee cuanto quiera, que acaso le suceda como al viejo del cuento, a quien su mucha lascivia tanto como su poco juicio llevaron en volandas a la sepultura, y si pensasteis que una doncella como Antonia, lozana como una rosa, iba a acabar en los brazos de un viejo desdentado, consumido y pestífero como vos, es que conocéis poco del mundo.
Y como a «sal de mi casa y qué queréis de mi mujer, no hay que responder», el escribano bufó como un gato tiñoso, y dejó aquel aposento con el puño levantado y poniendo al cielo por testigo de toda la cólera con que pensaba azufrar a la estirpe de los Quijano.
Ya solos, y apaciguada la casa, el bachiller dijo a Antonia:
—Nada tengo que hacer en este pueblo. Marchémonos de aquí y busquemos fortuna en otra parte. Ancha es Castilla, y más las Indias.
—Hablemos con don Pedro —le dijo la muchacha—. Él comprenderá, y aunque el testamento de mi tío fue muy claro, sabrá como hombre justo dejarnos lo poco que nos queda, y defender la hacienda del señor De Mal y todos los otros buitres. De aquí somos y aquí nos quedaremos.
—Eso no va a poder ser, aunque don Pedro quisiera. El testamento de tu tío era bien claro, y si don Pedro como albacea estuviera dispuesto a pasar por alto aquella manda, yo, que también soy albacea del mismo testamento, no lo consiento. Pero si has de quedarte más tranquila, manda a llamar a nuestro amigo el cura.
No fue necesario ir a buscar a don Pedro, porque hasta don Pedro llegaron aquellas alarmantes noticias de lo que había sucedido en casa de los Carrascos.
Encontró a los jóvenes apesarados e indecisos.
—Antonia, al casarte con Sansón, lo has perdido todo. Así lo dejó advertido tu tío. Ni siquiera es necesario hacer averiguación si tu marido entiende o no de novelerías, porque es bien notorio que no sólo sabe lo que sean esas novelerías, sino que las protagoniza. Las últimas voluntades de don Quijote son sagradas, y al casarte con Sansón te has visto honrada, pero pobre; y si no lo hubieras hecho, acaso conservaras tu hacienda, pero habrías perdido la honra. En el primer caso es posible que la pobreza te hubiera encaminado a la deshonra, y en el segundo no es difícil, tal y como están las cosas, que hubieras acabado perdiendo la hacienda después de haber perdido la honra. Yo, como amigo de tu tío, ya no sé qué aconsejarte. Por mí, mientras puedas, quédate en esta casa, que algo se nos ocurrirá, pero quiero que sepas que el señor De Mal dice tener los escritos que le harán entrar en posesión de las que considera ya propiedades suyas. Piensa incluso, después de haber oído el otro día a ese Ginés de Pasamonte, según ha dicho, abrir en la casa una posada, a la que llamará de Don Quijote, y prosperar a costa del nombre de quien fue su amigo, traicionando el acuerdo según el cual ninguno de nosotros revelaría jamás a extraños el nombre del pueblo que fue cuna de aquel hombre ilustre.
—De menos nos hizo Dios, don Pedro —dijo Sansón—. La hacienda de Antonia se ha quedado entre los dedos de los abogados y del escribano. Que les aproveche. Somos jóvenes aún y por delante se alarga siempre un camino que no alcanzan a acabar los ojos. Mi padre me ha negado mi hacienda, pero mi madre me ha dado sus joyas, en las que mi padre no tiene jurisdicción, y al otro lado del Océano hay un mundo que nos espera, y un pariente que nos llama por carta. Aquí ya se ha visto hasta dónde podíamos llegar, que esta república española o vuelve locos a sus mejores hombres o les hace pobres, y siendo pobres, acaban enloqueciendo, porque todos los avasallan y no hallan más valedores que entre los locos. No tenga cuidado, y denos sus bendiciones. Espero un hijo y él va a darnos las fuerzas que nos faltan. Es demasiado viejo este mundo para remediarlo. Allá nos aguarda uno bien nuevo donde acaso, como quería nuestro amigo, no exista ni tuyo ni mío.
Llegó en ese momento, enterado, Sancho, y el señor barbero, a quienes en pocas palabras se puso al corriente de la decisión tomada.
—No entiendo nada de lo que está sucediendo en este pueblo, que se diría que lo han tomado al asalto todos los demonios y lo están sacudiendo como un olivo. ¿Y no diréis que al venir me he encontrado a Cebadón borracho que me ha asaltado diciendo que se iba a llevar por delante a todos los de esta casa, incluido vos, señor bachiller, y que no cejará hasta levantar de esta casa lo que es suyo? No ha olvidado todavía que lo echasteis por holgazán y chicharrero, a todas horas cantando; ni siquiera dejó de cantar el mismo día que murió don Quijote.
Antonia, que oyó como todos aquellas intranquilizadoras noticias, empalideció y miró al ama, buscando en ella a un tiempo un tácito consejo y algo de ánimo.
—No te apures, Antonia —le tranquilizó el bachiller—. Las cosas parecen a veces que vienen a juntarse y hacer más ruido, como de pronto se junta en el campo una tolvanera que amenaza con llevárselo todo por delante. Pero al rato se ha disuelto y siguen las cosas como antes. Y tú, Sancho, ya sabes que nos partimos Antonia y yo al nuevo mundo. Quédate tú aquí velando por el buen nombre del que fuera tu señor. Ánimo, amigos, no son estos momentos para andarse tristes. Ya soy un hombre y una mujer es Antonia. Enamorado estoy de Antonia y Antonia enamorada está de Sansón. No hace falta más para vivir en este mundo, y aún tenemos más de lo que tiene la mayoría de la gente.
Lloraba Quiteria y lloraba don Pedro, demasiado viejo para no quedar impresionado por aquellos giros, caprichos de la Fortuna.
—Nada de llantos, fuera murrias, aire, aire, que nada que suba mucho ha de empezarse por poco. Saca, Quiteria, el mejor vino y brindemos por el hijo que espero.
Se oyeron en ese momento los golpes desaforados de la aldaba y las voces de quien parecía estar desangrándose, a tenor de los rugidos.
—Corre a abrir —ordenó el ama a Matías—, que no ganamos para sustos.
Apareció en la puerta Cebadón. Venía borracho, con la camisa sucia y rota. Se fue hacia él el ama como una loba, al tiempo que buscó Antonia el flanco de Sansón.
—Vete de esta casa, Cebadón —le ordenó Quiteria—. Como te acerques a Antonia aquí, delante de don Pedro y de todos, te mato.
Y acabar de decir esto y echar mano de una hoz que estaba colgada en la pared, fue todo uno.
Puso el grito en el cielo, exigiendo paz, el cura, se puso Sancho junto al ama, por si había que defenderla, se alarmó Antonia y preguntó Sansón:
—¿Qué es todo esto? ¿Quién te da derecho a venir a esta casa dando voces?
—¿Quién? —respondió Cebadón, al que costaba mantener la mirada en un punto fijo—. Ésta era mi casa, y ya me acerqué una vez a Antonia, y no pareció que le importara.
Y en un rápido movimiento, sacó de debajo de la camisa uno de esos cuchillos de degollar marranos.
—Antonia —y esta vez trató Cebadón de que sus ojos no se movieran de los de la muchacha—, antes muerta que de otro.
Y se lanzó con el cuchillo por delante, con el avieso propósito de hundirlo en el pecho de la joven.
Quisieron la suerte y el vino que había bebido, que Cebadón tropezara con unos arreos, y cayera al suelo, momento en que el bachiller y Sancho aprovecharon para desarmarlo y echarlo a la calle, con la amenaza de llamar a los de la Santa Hermandad.
Quedó la reunión después de esa entrada rota como una tinaja, y con difícil lañadura.
Espantó Antonia de su frente la sombra funesta del mozo, y miraba de hito en hito a su esposo. Estaba pálida. Su estado le había sembrado por el semblante, hermoseándole, algunas pecas graciosas. Se le secaron los labios y se le humedecieron los ojos, como aquel día en que trajo Sansón Carrasco de vuelta a casa al ama Quiteria.
Como nadie parecía allí querer hablar de lo que acababa de suceder, salió el ama diciendo que iba a buscar aquel vino.
—Yo te acompaño —saltó Antonia, como quien se abraza a un clavo ardiendo.
Cuando se encontraron a solas, rompió Antonia en tan alarmantes sollozos que tuvo Quiteria que sosegarla sacudiéndola los hombros.
—Calla, niña. ¿Es que quieres que te oiga llorar el bachiller?
—Ay, Quiteria, ¿y cómo voy a tener engañado a un hombre tan bueno? ¿No te parece un crimen embarcarnos sin decirle nada?
—Mejor que mejor. Allí nadie se preguntará quién era o quién no Cebadón, ni sabrán nada del loco de tu tío, ni nada de las miserias de este pueblo. Vais allí no a nuevo mundo, sino a nueva vida, que es lo que todos soñamos con poder hacer algún día.
—No quiero ir, Quiteria, que presiento que nos habremos de ahogar en la travesía. Si al menos tú quisieras venir con nosotros...
—¿Yo? ¿Y a mí qué se me ha perdido allá? Ánimo chiquilla, que esos temores de vuesa merced son como los del parto, todas los tienen, todas los pasan y, pasados, todas los olvidan. Allá llegaréis sanos y salvos, y si alguna vez quieres decirle a tu esposo la verdad del hijo que esperas, allá tú, pero mira que sea más tarde que pronto y piensa antes a quién vas a hacer mejor revelando ese secreto.
—A mi conciencia, que reposaría tranquila. Yo le diré, él entenderá, él sabrá perdonarme.
—Hazlo, y acaso lo único que quedase tranquilo en tu vida a partir de entonces, fuese tu conciencia. Y ahora, vámonos, que estarán esperando el vino. Seca esas lágrimas y pon buena cara. Y no olvides que ese hijo antes que de nadie, es tuyo, y para ser feliz al niño tanto le dará ser de uno o de otro padre.
Pusieron las mujeres los jarros en la mesa, bebieron y festejaron los amigos de Antonia y de su tío, y no consintió Sansón que se vertiera una lágrima más ni que nadie hablara del pasado. Ni del presente. Ni se habló tampoco del futuro, porque después de saber que Sansón y Antonia no esperarían ni un solo día en aquel pueblo, ninguno se atrevía a preguntar ni a pedir que reconsiderasen tal decisión.
Esa noche, la primera que pasaban a solas Sansón y Antonia, ésta le dijo.
—Sansón, tienes que saber algo.
—No, Antonia. Lo que tuviera que saber, dime, ¿te hará más feliz a ti? ¿Me hará más feliz a mí? ¿No podremos los dos vivir sin saberlo?
Negaba Antonia con la cabeza, sin atreverse a despegar los labios.
—¿No? Pues déjalo. Y duerme, que mañana será otra vida.
Al día siguiente no había amanecido y se iban a salir al camino Sansón y Antonia, cuando el ama Quiteria salió a decirles:
—Antonia, donde tú vayas, voy yo. No he dormido en toda la noche. Aquí ya no me queda nada. Lo único que me queda de mi señor Quijano eres tú, y ni tú ni nadie me lo va a quitar. Me da miedo el mar, y me acongojo pensando que he de cruzarlo, pero más temo a la soledad y lo que se me avecinaría si quedo aquí.
Sólo pregunto si adonde iban quedaría cerca de La Asunción, donde tenía ella un hermano, si no había muerto.
Se arrojó la muchacha en los brazos del ama y si no fuera porque Sansón les escardó los lloros, aún estarían en el zaguán abrazadas las dos, consolándose de su suerte.
Llevaba el bachiller una mula, única propiedad que su padre consintió que sacase el mozo, la mejor de su cuadra, y sólo por que el mozo se alejara con ella todo lo más veloz que pudiera de aquel pueblo, y ensillaron a Rocinante para Antonia, y una de las borricas para el ama, pero no aquella Altea, muy castigada.
Llevaban, como se dice, lo puesto y una maleta con mudas y ropa de estar y recibir. Y Quiteria ni eso: lo suyo y aquel pañizuelo con las lágrimas de cera, una pluma de ganso y un cuerno de pólvora que fue de su señor.
Iban las mujeres con el ánimo encogido en esa hora triste de su destierro, y trataba de animarlas con discretos cuentos Sansón Carrasco, cuando vieron a lo lejos que picando su borrico les salía al paso, de entre unas casejas que había allí en el alfoz del pueblo, lo que sólo era sombra. Llegó a donde estaban y más por la voz que por lo que se veía en la que era todavía noche cerrada, supieron que se trataba de Sancho.
—No se apuren, señoras. Sabe bien mi señor Sansón Carrasco que aquí se queda mi mujer y mis hijos bien provistos con dineros nuevos y ricoteros, y si el caudal se seca y quieren encontrarme, ya sabrán cómo hacerlo y yo les mandaré recado. Y ahora me salgo al mundo, como hace un año me salí con don Quijote. No iba entonces tan contento como voy ahora, porque por lo menos sé que no me zurrarán ni cocearán ni me brumarán más las costillas. Cuando serví a don Quijote me di cuenta de que no hacen falta muchas cosas para salir adelante, y que lo mucho, cuando se va ligero y libre, estorba, y lo poco, satisface y contenta. Traigo algunos dineros conmigo y el libro que el señor Cuesta me dio hace dos días. Un poco de empanada para el camino y algo de vino. Y mi rucio, que puede hacerme ganar al día veintiséis maravedíes, y con ello la mitad de mi despensa. Con eso tengo de sobra. Y sólo pido que allá donde vamos baste nuestro nombre, ya famoso, para que aquellos que quieran avasallar doncellas, robar a pobres, azotar a niños, importunar a viejos, someter a viudas y hacer cualquier tuerto, sepan que sin estar en la jurisdicción de la locura, defenderemos la fuerza de la razón, y cuando ésta no baste, emplearemos la razón de la fuerza, que en causas tan palmarias, no hay peligro de errar ni por qué dar más explicaciones. ¿Puedo entonces, señor bachiller, llamaros amo?
Se hubiera dicho incluso que Sancho Panza, con aquella decisión, había repuesto de golpe, de la noche al día, las tres arrobas que se habían llevado por delante las angosturas que le sitiaron el corazón al morir don Quijote, que con las libras de carne ganada parecía que había cobrado las ganas de hablar.
Y la cháchara de Sancho fue quitando la murria a las mujeres y soltando la lengua de Sansón Carrasco, que cada legua dejada atrás era otra menos que les quedaba para llegar a Nueva España, donde él había oído decir que ataban a los perros, o poco menos, con longaniza. Y así, con el ánimo abierto de par en par, y por acortar tan largo camino, empezó a cantar una copla muy antigua, que él hizo alegre, aunque era bien triste, sin dejar de mirar a Antonia ni sonreír:
Heridas tenéis, amiga,
y duelen os.
Tuviéralas yo,
y no vos.