CAPÍTULO TRIGÉSIMO SEXTO

Pasaron algunos días de la marcha de Carrasco, y Quiteria no mejoraba. A la negrilla Guiomar le tocó cuidar de Mariquilla, como siempre, y Quiteria siguió durmiendo en su tajuelo, alimentándose sólo de borrajas y quesadillas.

A los seis meses, ni un día más ni uno menos, cobró el juicio Quiteria, de golpe. Se la encontró doña Toda esa mañana preparando algarrobina, el zumo que tanto les gustaba a ella y a don Suero, y regando con miel frutas de sartén recién hechas por ella. Se tuvo a gran milagro en la casa aquella curación. Pero así como recobró su juicio, no le tornó el habla, y nadie volvió a oírle decir esta boca es mía.

Se fueron así dos años, sin que Carrasco apareciera ni diera noticia de sí, pero al poco empezaron a llegar nuevas de él. Había quien decía haberlo visto en La Plata, incluso quien aseguraba haber asistido a su entierro en Veracruz y visto su cadáver.

Apenas la niña tuvo juicio, doña Toda y don Suero dieron orden a los criados, cholas y esclavos de decirle que su padre había desaparecido en el terremoto que mató a su madre y a Sancho Panza, sin más explicaciones.

A los doce años la niña pasó para todos, excepto para doña Toda, de Mariquilla a doña María, y jamás quiso saber ni preguntar otra cosa de sus padres que las que le contaron.

Don Suero murió por entonces, poco después de que el primero de los pretendientes le pidiera la mano de su nieta, que postergó por parecerle que no era tiempo de ello.

Para aliviar la pena de la muerte de don Suero, doña Toda, que gustaba tanto de las novelas, consideró que Mariquilla podía leer la historia de su familia, y le permitió que leyese en el libro que había sido de su padre, anotado por don Quijote, la primera parte de la historia, y la segunda, en el que había sido de Sancho Panza, pero no así aquel otro que contaba lo sucedido al morir don Quijote, impreso en Cadalso de los Vidrios, y que también había llegado a Los Reyes y Arequipa hacía años. Éste lo había guardado doña Toda bajo llave, antes incluso de que Mariquilla aprendiese a leer, por contarse en él cosas que una doncella no debería conocer, y menos si se referían a su madre.

A los catorce ya la habían pedido en matrimonio no menos de quince mozos de las familias más linajudas de Arequipa, y aun caballeros sesudos que llegaron de Cusco y Los Reyes, atraídos quién por la leyenda de su belleza, quién por el señuelo de su hacienda, y quién por el ilustre linaje de los Quijanos, cuya fama no hacía más que acrecentarse de día en día.

Primero don Suero y luego doña Toda fueron siempre de la opinión de que los hijos habían de casar a su gusto y no al de los padres, y menos aún al de los tíos y abuelos, y gracias a ello María Sancha Carrasco fue dando largas, como Penélope, a cuantos pretendientes la requebraban y solicitaban, desengañando a todos sin ofender a ninguno.

Del libro de don Quijote, que leía de continuo, la figura preferida de Mariquilla era aquella pastora que se llamó Marcela. Se sabía de memoria aquellas palabras que dirigió a quienes la importunaban con su requiebros y solicitudes: «Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos». Así haría ella, y al mismísimo desierto iría a apacentar las pulgas saltarinas, si le iban a importunar mucho los hombres.

Cada noche venían a rondarla, para su desesperación y fastidio, con sonajas y guitarrillos. Una del mes de mayo, cuando las dos señoras y el ama estaban en el estrado a punto de retirarse y ya la casa sosegada, oyeron llamar a la puerta. Los criados ya se habían acostado. Quedó la conversación en suspenso, y las mujeres con el oído atento.

—Me van a oír —dijo María, que salió de la sala con paso vivo, dispuesta a estorbar la serenata a los rondeños.

Se llevó el ama la mano a la boca, pero llegó tarde a taparla, y doña Toda le oyó decir:

—¡Ay!

—¡Habéis recobrado el habla, ama! —exclamó doña Toda.

—Nunca la perdí.

Y Quiteria volvió a sepultarse en su silencio. Doña Toda, atónita, dejó para más tarde esclarecer aquel misterio, y preguntó:

—Y esta niña, ¿cómo no vuelve?

Ni sonajas ni guitarras como otras veces. Sólo silencio.

—Ama, vaya vuesa merced a ver qué sucede —y rubricó doña Toda aquella disposición con el aleo picado de su abanico.

No hizo falta. Apareció en la puerta María, seguida de un caballero envuelto en sombras. La luz de la palmatoria que llevaba María no le alcanzaba.

Entraron en la sala, y el caballero quedó al lado de uno de aquellos pajes que llevaban en la mano una granada, a modo de copa, donde se ponían en otro tiempo las piedras vivas. Las piedras vivas hacía ya años habían muerto todas. Hizo el visitante las cortesías con su montera, y doña Toda, siempre necesitada de nepentes y cordiales, cayó desvanecida sobre las almohadas del estrado.

—Ánimo, señora mía. Yo lo sabía —dijo Quiteria, acudiendo a socorrer a su señora.

—¡Hablas, ama! —exclamó María—. ¡No eres muda!

Recobró el sentido doña Toda, que no apartaba los ojos del caballero, e intentaba Quiteria que bebiera de un vaso, cuando oyeron que María proclamaba triunfal:

—Supe quién era en cuanto lo vi.

El caballero, que había permanecido todo ese tiempo junto al garzón de palo sin despegar los labios, se mostraba reposado y discreto. Parecía un hombre vencido. Vestía ropas de camino que indicaban la calidad de su persona, botas altas, calzas largas, herreruelo con pasamanería de oro y cuello a la valona, capa corta de buen paño, y una montera sin adorno que se había quitado al entrar en la sala. Sus cabellos eran canos, pero no su barba, perfilada con cuidado y negra. Toda su persona desprendía un halo de tristeza y misterio, que acrecentaban las dos pistolas que llevaba encima, además de la espada de lazo y una daga con puño de hilos de oro y plata, colgada la una de un rico talabarte y metida la otra en la pretina. Se diría que tal como salió de la casa hacía casi veinte años, volvía a ella.

Cuando comprendió que esperaban de él algunas palabras, dijo sin mayor énfasis:

—Señoras, ya estoy aquí, como prometí. Era ya hora de volver a mi destino.

Quiso ponerse en pie doña Toda. No lo habría logrado sin la ayuda de Quiteria, que tampoco estaba ella ya para ayudar a muchos. Se acercó entonces a Sansón Carrasco, lo abrazó y rompió en un sentido lloro. Se acercó a continuación Sansón a Quiteria. Ella hincó la rodilla y le tomó la mano que besaba y regaba con sus lágrimas. Y aun el propio Carrasco no dejó de verter las suyas, tanto, que le hizo decir a María, que asistía a todo más curiosa que asombrada, con gran desenvoltura:

—Ea, señor, señoras, menos llantos, que la ocasión es de júbilo, y no de duelo.

Lanzó Sansón Carrasco una mirada a Quiteria, y ésta lo confirmó:

—Ya la ve vuesa merced: el vivo retrato de su madre, y más viva que un fuego.

Y ésos fueron todos los saludos aquella noche. Para entonces ya habían acudido dos criados. Mandó doña Toda a uno llevar a las caballerizas el caballo del señor de la casa, porque como a tal lo recibió, y al otro que le trajera un aguamanil. Con Sansón Carrasco venía el suyo, que se puso a ayudar a los de la casa.

Se lavó Sansón, excusó el cenar y pidió le dejaran en un aposento, porque venía cansado. Así lo concedieron doña Toda y doña María. Quedaron de nuevo las tres mujeres solas.

Se recordó esa noche el día que salió Sansón de la casa y se habló de la promesa que hizo Quiteria a Nuestra Señora de Hontoria, patrona de su pueblo, de no hablar palabra hasta que no volviera su señor Sansón Carrasco. Y dijo también ella que esa noche, cuando oyó llamar a la puerta, supo que era él, como lo supo todas y cada una de las tres veces que volvió su amo don Quijote a casa, después de sus salidas.

Contó luego María que así como acudió ella a la puerta y la abrió, y vio a aquel caballero de pie delante de ella y a un criado suyo, supo que el caballero era su padre, porque fue como mirarse en un espejo, tan parecida a sus facciones se encontraba.

Doña Toda y Quiteria se miraron y no dijeron nada.

Y aquello que decía María, y que tan fuera de las leyes de la naturaleza parecía estar, era verdad. Doña Toda y Quiteria pudieron constatar, en efecto, el grandísimo parecido que guardaba María con Sansón, aquella frente limpia, recta y despejada, el óvalo de la cara, y aquellos labios gruesos color grana, y los ojos vivos y negros...

—Para certificarlo —siguió diciendo María—, antes de decirle nada le acerqué la vela al cuello a ver si tenía el lunar detrás de la oreja que tengo yo, pues he oído yo que estos lunares sacan mejor los linajes que las ejecutorias. ¿No me dijeron siempre, señoras, que yo tengo los tres de mi madre, este del labio, el de la mejilla y en la sien? Pues sepan vuesas mercedes que ahí está el otro que yo ya tengo por un sol, de parejo tamaño y en igual cuadrante que mi padre.

Se apartó su largos cabellos negros y lo señaló a bulto con el dedo, mostrándoselo a su abuela y al ama, que nada sabían de aquel sol, como acababa de llamarlo.

A la mañana siguiente y desde primera hora del día estaban las tres mujeres en el estrado, aguardando al bachiller Sansón Carrasco, tantos años después del terremoto. Las tres, sin haberse puesto de acuerdo, se habían vestido sus mejores galas, y María, además, perfumado con agua de rosas, y puesto en el pelo una de aquellas flores campanudas que gustaban a doña Toda, y que llevaba el día que llegaron su padre, su madre, Sancho, Quiteria, la negrilla, y en los brazos de ésta, ella, de dos meses. ¿Quién le inspiró a Mariquilla lo de la flor?

Apareció al fin Sansón Carrasco. Ya no llevaba sus ropas de camino, que había trocado por un jubón verde, greguescos de tafetán, medias de seda y una camisa de cambray más blanca que la nieve del volcán. No traía espada ceñida, sino sólo la preciosa daga, y ni rastro de las pistolas. Por la riqueza y prestancia de su vestido, conocieron el buen estado de su hacienda, y por su continente y gravedad, el de quien mucho ha vivido y sufrido.

Le tenían reservada las mujeres la silla de brazos de don Suero para que todas pudieran mirarlo y oírlo a su sabor.

—Esperan vuesas mercedes el relato de mi vida —empezó diciendo, sentándose en ella—, tanto como las razones que me alejaron de mi casa, de mi hija, de la tumba de mi esposa y de nuestro leal criado, del ama, de la negrilla y, acaso lo más grave de todo, de quienes nos habían abierto su casa y dado todo lo que tenían, fruto del trabajo de su vida, mi buen tío don Suero y su esposa doña Toda. De lo primero no hay mucho que decir, sino que me empleé este tiempo en mil oficios, industrias y negocios que me trajeron a tener veinte mil pesos ensayados, que don Juan Lizaña, banquero de La Plata, tiene orden de traer a ésta, y conmigo vienen otros treinta mil ducados en barras de oro y plata y berilos de Nueva Granada. Ocasión habrá de contar por lo menudo dónde se ganaron estos dineros, que fue siempre de modo honrado. Y de las razones que me desgarraron de esta casa, ya sabéis las circunstancias. Recibí con la muerte de mi esposa y del buen Sancho tremenda cuchillada del destino, y sólo se me puso delante huir de aquellas muertes, en la ilusión de que cuanto más huyera de ellas, menos me acabarían. Ahora sé que fue mi gran locura. Si don Quijote luchó contra molinos de viento, yo los llevaba dentro, y allá donde iba venían conmigo: desesperación, temor, soberbia, escrúpulos, estrecheza de espíritu, curiosidad, quimeras, que nadie sabe cómo el hombre llega a encontrarse bizarrísimo y gallardo a los ojos de su locura. En fin, pasaron los años y sueños, y se fue templando el deseo de conocer nuevas tierras, y disipando el temor de volver donde recibí tal herida mortal que me ha tenido estos años más muerto que vivo. No sé si vencí o me vencieron mis demonios, pero al cabo puedo decir que ahora sí sé quién soy, y lo que soy, lo soy por haber vuelto. No hay mayor honra que cumplir la vida, y cumplida, no hay vida que sea menos que otra, ni quien cumpliéndola no sea rey de sí mismo. Y por saberlo, al fin he vuelto a pedir humildemente perdón a todas y cada una de vuesas mercedes.

Y al decir esto, dejó la silla y fue a prosternarse ante doña Toda, humillando la cabeza con gravedad y esperando su gracia.

No consintió doña Toda verlo de hinojos y le ordenó ponerse en pie, después de decir que ella le perdonaba, y que nadie tenía que contarle a ella nada en orden a ausencias y demoras, de las que el difunto don Suero tanto gustó en sus años mozos, y no tan mozos.

Habló Quiteria entonces y dijo que tampoco era ella nadie para perdonar a su señor, ni éste debía pedir perdón a una criada.

Ya sólo quedaba María. Se había puesto en pie y andaba el aposento de arriba abajo, a pasos largos, en silencio, con las manos a la espalda y la frente levantada, y un sí es no es nerviosa. Se detuvo en seco al fin, y se quedó mirándola Sansón, admirado, recordando que así solía pasear su tío don Quijote, a quien ella ni siquiera había conocido. Terminó de decir lo suyo Quiteria, y se plantó María frente a su padre. Esperó curiosa y atenta, a lo que éste fuese a hacer o decir, pero viendo que él no decía nada más, frunció la boca en una sonrisa maliciosa:

—A mí, padre, no ha de decirme vuesa merced ni pablo ni hablo, que con venir, ya está todo dicho. Y, ea, quede aquí para siempre cerrado este capítulo.

Luego de aquel coloquio y de satisfacer las dos mujeres la curiosidad del lunar, que buscaron en el cuello de un atónito bachiller que no sabía a qué venía ese escrutinio, y admirarse ellas aún más que Mariquilla y por razones que ésta ni sospechaba, le preguntó doña Toda a su sobrino cuál de los aposentos de la casa quería para sí, y pidió Sansón volver al que había tenido con Antonia, si nadie lo ocupaba.

Le llevaron a él, y lo halló Sansón poco más o menos como estaba cuando lo dejó, el lecho y traspontín donde durmió María siendo retoño, el bufete de palosanto donde componía sus romances, el contador en un rincón, uno de los velones de Lucena a los que era tan aficionada doña Toda, los libros...

Todos cuantos se hallaron presentes sintieron la emoción que embargaba a Sansón Carrasco. Allí estaba su vida. Se acercó a los pocos y escogidos libros que habían puesto en una leja. Se adelantó María diciéndole que no buscase la historia de don Quijote, que la tenía consigo.

Salió María, y volvió con ambos libros, y se los dio a su padre. Hojeó el primero. Cuántos recuerdos le trajo la letra de don Quijote. Los dejó sobre el bufete y buscó aquel otro que le había regalado el pirata inglés. Estaba tal cual, con aquel extraño título y las páginas en blanco que no pudo llenar en Cerro Rico. Le parecieron irreales aquellos tiempos; sus congojas de entonces, sólo una fantasía, conociendo ya tantas que el destino le tenía preparadas.

Ordenó Sansón a su criado trajera al aposento la arqueta donde venían sus pertenencias, y de ella sacó tres sartales, uno de perlas, que entregó a doña Toda, otro de corales que dio a Quiteria, y dejó última a su hija, a quien dio el más precioso de todos, de esmeraldas.

—Contad, señoras —dijo Sansón—, que vienen en cada uno de ellos ensartados mis arrepentimientos, y los deseos de repararos, en el hilo de mi amor, que siempre fue firme.

En fin, así quedó instalado el bachiller Sansón Carrasco como señor de aquella casa.

Y aunque prometiera ir contando de su vida pasada, guardó el incógnito y no pasó de vagas noticias, por las que fueron sabiendo las tres mujeres que Sansón había andado todas las Indias, de la Tierra de Fuego a la Nueva California, sin dejar sitio descubierto de ellas, si acaso no había descubierto él, solo o en corporación, muchas de aquellas partes.

La noticia de la vuelta del padre de doña María corrió como la pólvora no sólo por Arequipa, sino que llegó a Cusco y Los Reyes, y a oídos de todos los caballeros que confiaban que el padre les diera lo que no quiso darles don Suero y venía negándoles con tanta firmeza la hija.

A todos hizo saber Sansón Carrasco que el comer y el casar había de ser a gusto propio, y un año después de la vuelta del bachiller se supo que María llevaba ya cuatro hablándose con cierto estudiante de leyes de su tiempo, biznieto de una princesa inca, lengua o intérprete que iba en la expedición de los Pizarro, como la famosa Malinche lo fue en la del capitán Cortés.

Y resultó aquello cosa nunca vista ni murmurada, pues siendo ordinarios los casamientos de criollo con india, mestiza o incluso negra, nadie recordaba en Arequipa uno de criolla tan principal con indio, aun de linaje de príncipes, pobre como una rata. Trataron al principio doña Toda y su padre de estorbárselo, desdiciéndose de la loa que hacían ellos del mestizaje y la libertad, pero María atajó razones diciendo que si era por el qué dirán, de Dios dijeron. Así que se licenció aquel mozo, de nombre Esteban, y se casaron en Santa Catalina, a pocos pasos de donde estaban enterrados la madre de la novia y Sancho Panza, y vivieron los desposados en la casa grande con todos.

Murió doña Toda habiendo conocido al primero de los hijos de María, a quien su madre dio el nombre de Suero, y finó un domingo, con un gran cigarro en la mano y echando humo, como solía las fiestas de guardar.

Por respeto a su tía y a la memoria de don Suero, dejó Sansón Carrasco pasar un tiempo, y luego deshizo la encomienda y emancipó a sus negros de Cerro Rico, algunos de los cuales se vendieron luego a sí mismos por quedarse en las minas.

El ama Quiteria vivió para asistir al sexto y último parto de Mariquilla, a quien jamás dejó de llamar así, como tampoco doña Toda, ni la llamó de otra manera la negrilla. Fue este parto de María Sancha doble, de varón y hembra. Al varón lo llamaron Sancho y a la hembra Quiteria, pero pidió el ama a su señora la merced de cambiárselo a la niña, y le buscó ella el de Galatea, aunque por ser nombre pagano hubo de ser María Galatea, y la propia Quiteria la sacó de pila. Murió de su muerte el ama y fue la suya no menos ejemplar que la de doña Toda, pues se quedó dormida en el estrado.

Pasó el bachiller Sansón Carrasco los años que siguieron en paz con todos y consigo, cuidando su hacienda y dedicado a sus libros, a trazar pantomimas para sus nietos y a volar halcones. No volvió él a casarse ni se supo nunca que lo hubiera estado, si lo estuvo, en todos los años que corrió mundo, y viudas ricas hubo, y doncellas de los mejores linajes de Arequipa que gastaron cien libras de cera pidiendo a Santa Margarita las llevara hasta su tálamo.

Al morir Quiteria, pasó a cuidarle Guiomar, la negrilla que vino de Cabo Verde llamándose Quintina del Soto, y que con Antonia nunca fue esclava. Y Guiomar fue también quien vertió un poco de aceite hirviendo en la oreja del ama, tal y como ésta le hizo prometer que haría, y una gota de la cera de una vela en cada uno de sus párpados, para cerciorarse de que iría muerta y bien muerta a la sepultura, tal y como ella había hecho con don Quijote. Durante todos aquellos años había tenido consigo Quiteria el fazoleto con las dos lágrimas de cera que se habían posado en los párpados cerrados del caballero. Lo encontró Guiomar en una arqueta de madera, cuando levantaron el aposento del ama. Junto al fazoleto halló una pluma de ganso. Aun sospechando que Quiteria guardaba aquella pluma por algo, no se le alcanzó la razón, porque nadie se la había dicho. Era aquella con la que su señor Alonso Quijano había rubricado sus últimas voluntades ante el escribano Alonso de Mal. Ése fue todo el acervo que dejó la enamorada ama Quiteria. Tiró Guiomar la pluma a la lumbre y mandó lavar el fazoleto, y las dos lágrimas de cera se perdieron. El cuerno de pólvora había quedado por un descuido del ama en el barco pirata, de lo que hubo Quiteria grandísima desazón y enojo entonces, pero a nadie lo dijo nunca.

Cuanto había hecho en aquella casa Quiteria lo hizo Guiomar. Al poco de llegar de sus aventuras Sansón Carrasco, la dotó de mil ducados. Casó entonces Guiomar con Marcelo, uno de los nietos de Melchorejo, compañero de leyes de Esteban y cuidador un tiempo con su abuelo de las piedras vivas. Para cuando volvió Sansón, éstas ya habían muerto de forma subitánea un año, de epidemia. Y cuando nadie pensaba que la negrilla estuviera en condición de concebir, dio a luz Guiomar los dos más hermosos lobeznos que cabe suponer, como parió la loba Luperca a Rómulo y Remo, y llamó a uno Alonso y a otro Sancho. Nunca dejó Guiomar la casa de su señor Sansón Carrasco, a pesar de que su esposo se lo pidió mil veces, y tenía ella hacienda de sobra para no vivir sirviendo. Y los hijos de la negrilla crecieron a la par de los mestizos de la criolla María Sancha.

A ésta tocó también cerrar los ojos de su padre el año veintidós de su vuelta.

Murió Sansón Carrasco rodeado de los suyos, y con la esperanza de reunirse en la otra vida con su esposa y los tan buenos amigos que tuvo en ésta. Se le enterró, como pidió, en el convento de Santa Catalina, en la sepultura donde reposaban los restos de Antonia y Sancho, con hábito de San Francisco.

De vuelta del entierro, ordenó su hija María no se tocara el aposento de su padre, como tampoco se había tocado el de su madre.

Pasado un tiempo, entró doña María con Guiomar y otras criadas a limpiarlo y adecentarlo, y poniendo orden en él encontró entre sus libros y papeles una Historia del Reino de Nueva Granada, compuesta por el bachiller Sansón Carrasco, lo que le hizo suponer que por allí anduvo los años que faltó de Arequipa, y unas Vidas de don Quijote y Sancho, trabajos de los que jamás había dado cuenta a nadie, sin que se supiera cómo, cuándo ni dónde fueron escritos.

De allí a unos meses, y con el alma asentada, leyó María Quijano estas Vidas.

Se contaba en ese libro la vida de don Quijote ya desde antes de dar en caballero andante, y acababa con la muerte y enterramiento de Sancho, sin que faltaran en el libro las vidas de Antonia, Quiteria, don Suero y doña Toda, y muchas otras incumbentes, trenzadas todas sin que pudiesen desliarse unos hilos de otros. Para la primera parte, o mocedades de don Quijote, se había servido el bachiller de informaciones habidas de Sancho Panza, Quiteria y otros que le conocieron en su aldea, así como de los coloquios que tuvo el mismo bachiller con el hidalgo, y para lo concerniente a Sancho Panza, de lo que éste le contó en el tiempo que lo tuvo de criado. Abrochaba el libro el relato del famoso terremoto, y se exhortaba a quien buscara la semilla de don Quijote y Sancho en las Indias, no mirara en los abolengos de los Quijanos, Panzas y Carrascos, sino en todos y cada uno de los criollos, mestizos, mulatos, moriscos, lobos, albarazados, barcinos, saltapatrás y notentiendos que pudiendo ponerse al lado del poderoso y del fuerte, lo hicieran del débil y necesitado, llevando por delante aquellas enseñas de «Quien puede, quiera; quien quiere, pueda» y «Nadie es más que otro, si no hace más que otro». Con sólo esas dos enseñanzas, cualquiera puede honrar y honrarse, y hacer más por este mundo y por sí que reyes, papas y generales.

Hondísima impresión causó su lectura en Marisancha. Cuando ella nació, única y legítima heredera de la estirpe de los Quijanos, ya había muerto su tío abuelo don Quijote, de quien tanto oyó hablar, no a su padre, que raramente hablaba del pasado, sino al ama Quiteria y a la abuela Toda. A una, porque conoció a don Quijote, y de él, aunque no lo confesara, anduvo prendada toda la vida; a la otra, porque lo conoció en el espíritu de la letra. A Quiteria no le hizo falta el libro donde se contó la historia de su locura, y sin el libro no lo hubiese conocido doña Toda. Desde que tuvo uso de razón y le hablaron por vez primera de don Quijote, sintió María Sancha también que parte de don Quijote corría por sus venas. Y aun de Sancho, quien la salvó de caer cautiva en manos de un mico artero. Y sintió siempre María que podía compartir a su ilustre pariente con todo el mundo. Supo, leyendo aquellas Vidas, que muerto don Quijote, Sancho fue para su padre el bachiller Carrasco un don Quijote por otros medios, y conoció también María el tierno corazón de su padre, quien no dejó de amar un solo día a su madre, y el corazón de su madre, que entró en el amor por la puerta del bachiller, y de la leal Quiteria, y de su tío Suero, del que apenas guardaba borrosas impresiones; incluso supo María de ella misma, de aquella Marisancha salvada de las garras de aquel mico rabioso que la hubiera robado de no haber sido por la bien templada espada del bachiller blandida por la mano previsora de Sancho Panza, guiado en aquel paso por el genio y el valor de don Quijote.

En un cajoncito del contador halló también María la cruz de azabache con herretes de oro de su madre, única reliquia que Sansón se llevó de ella, cuando salió de Arequipa el día en que la enterró; y esta carta, escrita al poco de volver:

De Sansón Carrasco a su padre Tomé Carrasco.

Mi muy señor padre:

Después de pasar a estas partes, hubiera debido escribir a v.m. de mis trabajos, que en aquel tiempo creo no eran pocos, pero, como entendería v.m. cuando de esa casa de v.m. me partí, el gran juramento que hice que no sabrían de mí, si era muerto ni vivo, y así, viéndome tan desfavorecido de v.m., como sabe, y no queriendo quedarme donde me conocieran y diesen señas de mí, acordé pasar a las Indias con mi esposa Antonia Quijano, pareciéndome que emplearía mi juventud mejor allá que en parte alguna, y por apartarme de la presencia de v.m. Aquí nos acogieron don Suero, mi tío, y su esposa doña Toda como a hijos, lo que no puedo encarecer. Y ahora, conociendo mi yerro y estando obligado a hacer, como los hijos somos obligados a los padres, me atrevo a suplicar a v.m. me sean perdonadas mis faltas.

Con hartísimos trabajos como no los puedo referir sin dolerme y enfermedades y tormentas que padecimos, llegamos a ésta el año diecisiete sanos y salvos, sino que venía ya una hija, habida por mi esposa en los mayores peligros. Pero llegados y cuando más gracias dábamos al cielo de la ventura, Dios fue servido de enviar a esta ciudad terrible terremoto que acabó en aquella tristísima jornada a mi esposa, a Sancho Panza y a más de dos mil, donde se hallaron el virrey del Perú y su señora esposa, y el que fue criado de v.m. Sancho Panza, para que lo diga a su esposa Teresa y a sus hijos, pero no Quiteria, que sigue buena, ni mi hija, ni mis señores tíos, todos vivos, sino mi tío que finó pasado un tiempo de aquel temblor.

Después de dar tierra a los muertos y temiendo dar en el pecado de la desesperación, me salí de ésta. Con más muestras de muerto que de vivo y sujeto de una enfermedad que reputé más del alma que del cuerpo y un cansancio largo, llegué a Panamá, donde estuvimos en mejores tiempos cuando aún mi esposa estaba con nosotros. Allí conocí a un rico mercader que me hizo más merced de la que yo le podré pagar, en cuyo servicio estuve ocho años, sirviéndome de mi pluma. Al cabo, el hombre me dio con qué tratar, y con el trato, el aprovechamiento de la pluma y el continuo trabajo, que sin él poco se alcanza, pasé la mayor parte de estas provincias, de las cuales habrá pocas de que yo no dé buena relación, y alcancé una hacienda de veinte mil pesos ensayados y otros treinta mil ducados en barras de oro y plata, que han de sumarse a los más de cien mil en que se tasa la de mi señor don Suero, que en la gloria de Dios esté, y mi señora doña Toda, que nunca ha dejado de bendecir a mi hija doña María Sancha, y a mí ahora como madre a un hijo pródigo que anduvo en los mayores denuedos y reveses y en muchas empresas peregrinas en que aventuré la vida.

Quiera el cielo que ésta llegue a tiempo de encontraros bueno, y no pasa día que no pida al cielo por su salud. Besa a v.m. humildemente las manos, y a mi querida madre, a quien se la deseo buena, su hijo y servidor Sansón Carrasco.

Supo María de su padre más por las Vidas y aquella carta, que por lo que le oyó contar a él y a otros, y aun así, hubo de conceder que no sabe nadie el alma de nadie.

Leído el libro, lo dejó junto a los otros dos, el anotado por mano de don Quijote, y aquel que regaló el librero Robles a Sancho, cuando éste y el bachiller fueron a la Corte a entregar unos socorros al señor Cervantes; y se propuso en su alma mandar aquella carta por el ordinario de las Indias, y conocer la suerte de sus parientes, aunque sabía por Quiteria, quien lo supo por Antonia, cuando las transportaciones y sin que nunca Quiteria revelara cómo llegó a saberlo, que su abuelo paterno había muerto en tiempos del terremoto. Buscó también María aquel otro libro con el extraño rubro de El final de Sancho Panza, que regaló a su padre el corsario inglés y que tantas veces había visto ella en la leja con sus hojas en blanco, por saber si las Vidas eran un traslado suyo u otro distinto. Pero por más que lo buscó y mandó buscarlo a Guiomar, y ésta a las criadas, no se halló.