Más de una semana se quedaron aún los duques en el lugar, y en este tiempo hubo algunas cosas dignas de mención. Entre ellas, que el duque se pasó casi todos aquellos días con el conde, cazando en sus tierras, y no siempre alimañas, mientras la duquesa, ausente el duque, se aburría en casa con la señora condesa, una mujer a todas luces mucho más hermosa, cortesana y joven que ella, sin sombra de fuentes en sus piernas, y que no acababa de entender cómo su marido el conde los tenía todavía como huéspedes.
Hay que reseñar, asimismo, que al día siguiente, como anunciaron los duques, llegaron Tosilos y las dueñas desde El Toboso, sin haber conseguido que les acompañara la famosa Dulcinea, y que don Quijote se le apareció en sueños, o eso creyó, a la duquesa, en la víspera de su marcha. En realidad fue esa ideación la que la precipitó, pese a que en opinión del naire el elefante aún seguía desganado y remiso a emprender camino.
Doce días necesitó Sancho para leer el libro. Teresa, que le veía a todas horas que no se le caía de las manos ni mientras comía, lloraba por los rincones, creyendo que Sancho se había vuelto ya rematadamente loco como don Quijote, porque si para ella que hubiese leído uno era una cosa extraordinaria, verle leer el segundo lo encontraba dentro de los fenómenos satánicos, y de su opinión eran sus hijos, a cuyos ruegos hizo oídos sordos el padre.
Y desde luego más le hubiera valido haberle hecho caso en aquella ocasión a su buen amigo el bachiller, que jamás le había mentido. Nunca debió haber leído aquel libro. Qué amargura sintió cuando lo acabó. Todo iba bien, y aun mucho más jocundamente que en la primera parte, hasta que llegó, en efecto, a los episodios en los que se relataba la estancia en el castillo del duque. Y vio, con cuánta crudeza, la crueldad de las gentes para quienes de una manera pura quieren deshacer tuertos, como su amo, o, como él, ganarse limpiamente un jornal y mejorar su vida y la de los suyos. ¿Qué daños les habían hecho don Quijote o él a los duques, para que así los escarnecieran, para que se hubiesen burlado de ese modo de ellos? ¡Todo había sido engaño, todo un escarnio insufrible, todo trazas y añagazas indignas! ¡Y qué formidable fábrica la de aquella casa para destruir y partir como piedras los hermosos ideales!
Leyó todas aquellas páginas Sancho con un peso en el corazón que le impedía respirar, y a menudo debía dejar el libro y salir al corral a meter aire puro en el alma, para poder continuar. ¡Y qué diferencia entre los burladores y el burlado don Quijote, cuando le nombraron gobernador! Con los ojos bañados en lágrimas leyó de nuevo, y parecía tenerlo delante, con aquella voz suya, tan grave y melancólica, los consejos que le diera don Quijote, cuando partió a gobernar la ínsula, creyéndola real, y no ficticia, veras y no burlas de unos señores demasiado ligeros en varear el corazón del prójimo.
Al llegar a este punto, corrió a buscar a su amigo el bachiller, quien al verle con los ojos enrojecidos y en la mano el libro, adivinó la causa, y por no apurarle y comprometerle, excusó de preguntársela.
—Antes de seguir adelante y devolver el libro, querría yo copiar este trozo, para leerlo cuando me viniese en gana y lo necesitase, pero mi letra es todavía torpe. ¿Podría con la suya trasladarlo a un papel?
Se prestó con gusto el bachiller a servirle de amanuense, y leyendo uno y escribiendo el otro, quedó escrito en una cuartilla lo que sigue: «Haz gala, Sancho, de la humildad de tu linaje, y no te desprecies de decir que vienes de labradores; porque, viendo que no te avergüenzas, ninguno se pondrá a correrte; y préciate más de ser humilde virtuoso que pecador soberbio. Innumerables son aquellos que, nacidos de baja estirpe, han subido a la suma dignidad pontificia e imperatoria; y de esta verdad te pudiera traer tantos ejemplos, que te cansarían. Mira, Sancho: si crees que en medio está la virtud, y te precias de hacer hechos virtuosos, no hay por qué tener envidia a los que los tienen de príncipes y señores, porque la sangre se hereda y la virtud se conquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale. Nunca te guíes por la ley del encaje y del ordeno y mando, que suele tener mucha cabida con los ignorantes que presumen de agudos. Hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre, pero no más justicia, que las alegaciones del rico. Procura descubrir la verdad por entre las promesas y dádivas del rico, como por entre los sollozos e importunidades del pobre. Cuando pueda y deba tener lugar la equidad, no cargues todo el rigor de la ley al delincuente, que no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo. Si acaso doblas la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia. Si alguna vez llegas a juzgar un pleito de algún enemigo tuyo, aparta la mente de tu injuria y ponla en la verdad del caso. No te ciegue la pasión propia en la causa ajena, que los yerros que cometieses en ella, la mayoría de las veces, ya no tendrán remedio; y si le tienen, será a costa de tu crédito, y aun de tu hacienda. Si alguna mujer hermosa viene a pedirte justicia, quita los ojos de sus lágrimas y tus oídos de sus gemidos, y considera con sosiego la sustancia de lo que pide, si no quieres que se anegue tu razón en su llanto y tu bondad en sus suspiros. Al que has de castigar con obras no lo trates mal con palabras, pues le basta al desdichado la pena del suplicio, sin la añadidura de las malas razones. Al culpado que caiga bajo tu jurisdicción considérale hombre digno de compasión, sujeto a las condiciones de nuestra depravada naturaleza, y en todo cuanto esté de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, muéstratele piadoso y clemente, porque, aunque los atributos de Dios son todos iguales, resplandece y campea a nuestro modo de ver más el de la misericordia que el de la justicia. Si sigues estos preceptos y estas reglas, Sancho, serán largos tus días, tu fama será eterna, tus premios colmados, tu felicidad indecible, casarás tus hijos como quieras, títulos tendrán ellos y tus nietos, vivirás en paz y beneplácito de las gentes, y en los últimos pasos de la vida te alcanzará el de la muerte, en vejez suave y madura, y cerrarán tus ojos las tiernas y delicadas manos de tus tataranietos. Esto que hasta aquí te he dicho son documentos que han de adornar tu alma».
Cuando quedó trasladado aquello, secó el bachiller la tinta meneando el papel en el aire, como pañuelo, lo dobló en cuatro muy exactas partes Sancho y lo guardó debajo de la camisa, anunciando al bachiller que cuando acabara el libro vendría a verlo, sin querer hablar más por el momento, porque estaba con el alma en carne viva, y se fue a rematar aquel trabajo que tantas congojas le producía, ajeno al gran revuelo que había en el pueblo desde que la ilustre comitiva del duque había llegado a él.
Se había corrido por los contornos la llegada de aquel fiero animal y fueron muchos los que venían a verlo.
Quiso mostrárselo también Sansón a Antonia, pero la encontró abatida y sin ánimo, porque habían empezado a sobrevenirle las náuseas propias de su estado, y sin atreverse apenas a importunar al que ya era, aunque en secreto, su esposo, le decía:
—Mira, Sansón, que si tardamos más en decirlo, tendremos bautizo y entierro el mismo día, porque del sofoco que he de pasar, me llevarán a enterrarme junto a mi tío.
Le prometió Sansón hablar a su padre en cuanto el conde se marchara de nuevo a la Corte, pero no se decidía el conde a despachar a sus ilustres huéspedes mientras el elefante siguiera enfermo, y aquello se alargaba lo indecible. Por eso empezó Sansón Carrasco a pensar en una traza para abreviar aquella estadía de los duques, que encontraba, a medida que los iba conociendo un poco más, dos seres más dignos de lástima que de otra cosa, en su genuina estupidez.
Entre las cosas y noticias dignas de mención que ocurrieron aquellos días, hubo también una relacionada con Dulcinea.
Sucedió cierto día en que los duques quisieron agasajar a todos los amigos de don Quijote, y tuvo que ver con la nueva que Tosilos había traído del Toboso, donde le confirmaron a la comitiva ducal que no hacía ni un mes que la tal Aldonza Lorenzo se había casado con un caballero que había llegado al pueblo trayendo cartas del muy famoso Caballero de los Leones, también conocido antes como el Caballero de la Triste Figura, y más universalmente como don Quijote de la Mancha.
Cuando se enteró de esto Sansón Carrasco, supuso que ese caballero casadizo no podía ser otro que aquel don Santiago de Mansilla a quien conoció y con quien había terciado en aquella venta donde encontró a Quiteria. Nada dijo, y nada hubiera dicho el bachiller, de no so ser porque estando ese día a la mesa, con su señor y los duques y todos los demás, ocurrió lo que ocurrió.
Habían sido llamados aquel día también el cura y el barbero, por la curiosidad que tenía la duquesa en todo lo que se relacionaba con don Quijote, a quien ya solía llamar, «mi don Quijote», o simplemente «don Quijo», curiosidad, ha de decirse al paso, que los duques se negaron a extender a la triste tumba del caballero, cuando don Pedro les invitó a visitarla y a rezar sobre ella unos cristianos responsos, con tenerla a cincuenta pasos; dejó el duque resuelto ese capítulo con cincuenta ducados que entregó al señor párroco para misas por el alma del hidalgo, pero no quiso mancharse los zapatos con el barro del camposanto.
También de camino hay que recordar que Sancho, tras leer en la Segunda Parte que todo lo de la gobernación de su ínsula había sido una afrentosa infamia, así como lo de extremar la broma enviándole aquellas sartas de corales a Teresa Panza, y ríete tú de las ignominias se excusaba de continuo para no personarse donde le llamaban la duquesa ni el duque, por la tirria que les había tomado. No obstante, y después de mil requerimientos, no pudo evitar acudir a aquel almuerzo. Se sentó en un rincón y selló sus labios, contrariado por haber tenido que dejar de leer su libro, que aún no había concluido.
Estaban todos a la mesa y entró el lacayo Tosilos, anunciando que el marido de la llamada Dulcinea había llegado al pueblo, y enterado de que los duques habían querido ver a su mujer, pedía audiencia.
—Antes de dejarle pasar —dijo el bachiller— he de confiaros algo de suma importancia para la tranquilidad de este pueblo y de sus habitantes ahora y en los siglos venideros.
En pocas palabras les contó cómo había encontrado en una de las ventas donde posó don Quijote a media docena de caballeros que andaban vagando en busca del pueblo de don Quijote, más locos y trastornados que él, con el fin de agasajarlo y quién sabe si convertir su pueblo en un centro de peregrinación, teniendo en cuenta la fama y la celeridad con que las aventuras se iban propagando. Relató también cómo otros iban incluso en pos de Sancho, con la intención de llevárselo como escudero. Y cómo él, Sansón Carrasco, había ocultado el nombre de la patria de don Quijote por tener la fiesta en paz.
—Así que, señores, les pido que si preguntara si la conocemos, neguemos que ésta haya sido la patria de don Quijote, si queremos una vida tranquila. Le hemos enterrado y vive ahora en libro. Su patria es ese libro, y su sepultura. Quien lo celebre y admire, acuda al libro. Ésa es su Meca, su Roma, su Jerusalén, su Compostela.
Se mostraron de acuerdo todos con la prudente maquinación de Sansón Carrasco e hicieron pasar al caballero.
Venía vestido con un tabardo sobre el jubón, y un sombrero de ala ancha que se quitó y con el que hizo tan profunda humillación que pensaron iba a barrer de una sola pasada el suelo de aquella estancia.
—Señores... —principió el caballero mirando detenidamente a los allí presentes, y sólo por el modo en que dijo esa palabra se vio que iba a decir las cosas, más que en canto llano, en contrapunto.
No reconoció don Santiago al bachiller, a quien miró como a un extraño, pero sí le conocieron a él, por razones distintas, el bachiller, y Sancho. A ninguno de los dos podía pasarles inadvertido aquel ojo inconfundible que tenía, metido un poco en el otro, y aquel jabeque tan feo sobre la ceja. El bachiller conoció en él al caballero de la venta que respondía al nombre de don Santiago de Mansilla, y Sancho a aquel Ginés de Pasamonte que mostró su mala catadura después de ser liberado por don Quijote junto a otros galeotes y penados, robándole el rucio, como acababa de enterarse leyendo la segunda parte, y como también se enteró leyendo en ella que aquel titiritero que obedecía al nombre de maese Pedro y que se presentó en la venta con un ojo tapado a lo corsario y un mono adivino, no era otro que Ginés, sólo que en aquella ocasión de los títeres llevaba disfraces tan consumados, que ninguno de los que le conocían, hubiera podido sospechar de quién se trataba.
—Señoras —prosiguió—, me llamo don Santiago de Mansilla.
Y dio a esta frase categoría de revelación.
—Yo me quiero salir de aquí —dijo en un susurro Sancho al bachiller, sospechando nueva burla y no estrenada afrenta—. ¿Qué es todo esto? Asco me dan ya todas las pantomimas...
—No sé qué te ocurre, Sancho —le respondió por lo bajo el bachiller—, pero deja hablar al caballero.
Así lo hizo Sancho, que se caló la caperuza hasta los ojos y hundió éstos en las simas de los manteles, por no ser descubierto de quien quería pasar por caballero. Aunque el recaudo de Sancho para taparse quizá resultase excesivo, porque lo probable es que tampoco lo hubiese reconocido; tanto había adelgazado el escudero.
—Había ido a Zaragoza a comprar dos yeguas, tataranietas de unas que trajo a España el visir moro de Granada —siguió diciendo aquel Ginés de Mansilla, aquel don Santiago de Pasamonte.
No recordaba tampoco Sansón Carrasco que ese de las yeguas hubiera sido el negocio de aquel don Santiago, sino otro muy diferente de vendegatos, lo cual hizo que no perdiera una palabra de las que decía, ni de vista a Sancho Panza, que a cada instante que pasaba, más y más se mostraba desasosegado e impaciente.
—Muy cerca de Zaragoza, en La Almunia de doña Godina —prosiguió el llamado para Sansón don Santiago y para Sancho Ginés de Pasamonte— conocí a don Quijote de la Mancha, el caballero más loco y admirable de cuantos hoy fatigan los caminos, y a su escudero, el más gracioso de los edecanes.
La sorpresa allí fue general y todos, pendientes de Sancho, le observaban por si éste decía algo, pero viendo que el escudero no decía nada, dejaron proseguir en sus razones al visitante, creyéndolo más que un embustero, como lo creía Sancho, un pobre loco, uno más de los que habían empezado a verse por La Mancha.
—Hablamos de libros de caballerías, de batallas, de gestas armadas, de glorias venideras, de los trabajos esforzados, de sinsabores... Y al enterarse don Quijote que pasaría yo muy cerca del Toboso, me rogó si acaso podía llevarle una carta a quien, en aquel pueblo, era la dama de sus pensamientos, la más gentil de las doncellas, el dechado de toda hermosura, aquella por la que él había llegado a estar treinta noches seguidas sin pegar ojo, en un perpetuo ay, en un perenne suspiro. Así se lo prometí, y al día siguiente me puse en camino hacia El Toboso. No me fue difícil hallar a tal doncella, porque todo el mundo la conocía en aquel pueblo, por ser hija, nieta, biznieta y tataranieta de cristianos viejos y tobosanos, y por haber llegado ya a aquel pueblo noticia de que había un caballero que iba sembrando el nombre de la doncella por el mundo, para gran disgusto de la muchacha que había visto rota su boda con un labrador de aquel lugar a cuenta de las habladurías y galanteos del hidalgo. Y aunque trataron de convencer a este mozo de que aquéllas eran las fantasías de un loco, y que Aldonza Lorenzo, que es como en realidad se llama la doncella, no le había dado pie ni había visto a ese caballero en todos los días de su vida, no pudieron convencerlo, pues se ve que el novio era desconfiado de suyo y dijo: «A otro perro con ese hueso». Yo la busqué, como digo, y la encontré en el memorable instante en que almohazaba un macho. Al oír el nombre de don Quijote quiso tirarme la bruza a la cabeza, por saberlo el causante del estropicio de su boda, y no lo hizo por ver que mis ropas eran de un caballero principal, con aquel herreruelo de terciopelo colorado de tres pelos que llevaba un sombrero volado y esta misma espada que traigo, que salió de casa de Guido Vivar, el espadero de Toledo que le hace las suyas al Rey. Me pareció la doncella tan hermosa y aún más de lo que se ha escrito y dicho de ella, y aunque es de familia pobre y ni siquiera pudo leer aquellas octavas reales que le traía, por no saber leer, y pensando que era la musa de don Quijote, allí mismo se despertó en mí el vivo deseo de hacerla mi esposa. Convencí a su padre para que me la diera, y ella me recibió en sus brazos muy contenta, y hoy somos marido y mujer, yo muy contento por haber cobrado pieza tan esquiva y tanto o más estimada por serlo de don Quijote, y ella feliz viéndose tan mejorada en el casamiento. La boda se celebró en mi pueblo y allí nos llegaron noticias de que unos señores muy principales que posaban en éste que rían ver a Dulcinea, y como por este nombre sólo podía estar relacionado el negocio con don Quijote, aquí estamos de paso, volviendo a El Toboso, donde haremos las tornabodas. Mi mujer espera fuera, y yo me dispongo a oír lo que quieran decirme Vuestras Excelencias. ¿Querrían verla?
Para entonces ya Sansón y Sancho, que ni siquiera habían tenido ocasión para carearse, tenían todo aquello, cada cual por su lado, por un montón de embustes, y los demás no comprendían que nadie fuese tan simple que deseara casarse con una mujer únicamente porque otro la deseaba, ni que la viera hermosa sólo porque el otro así la veía.
Acogió el duque las palabras de aquel hombre con una profunda reverencia, mientras Sancho le cuchicheaba al bachiller, que tenía al lado, y le sacaba de engaños y le decía que aquél no era sino el famoso Ginés de Pasamonte o de Parapilla, el más consumado felón y el peor hablado de los rufianes, de quien tenía ya noticia el bachiller por haber leído la primera parte de su historia, y la segunda.
—También nosotros somos muy adalides del partido de don Quijote —empezó diciendo el duque, después de su reverencia—, y viniendo de paso hacia nuestra tierra, nos entró deseo de ver a quien un caballero como él ponía en los cuernos de la luna por su hermosura, su cortesanía y sus donaires. Nos la encontramos casada, y no nos queda sino gozarnos de ello y daros todos los parabienes. Ahora bien, caballero, querría saber, y los aquí presentes conmigo, si no teméis que don Quijote, enterado de esa felonía de Dulcinea, venga y os rete, o se quite la vida, o entre en un monasterio, privándonos a todos de sus aventuras.
—No debería hacer nada de todo ello —respondió el impostor—, sino mostrarse como buen perdedor y reconocer que su prenda me la llevé yo, y que a mí se me conocerá ya eternamente como el Lanzarote de esta Ginebra de secano. Así pasaré a las galerías eternas de la fama. Y si la fama no se bastara para vocearlo, yo pienso contarlo, pues habéis de saber que he escrito ya con estos pulgares un libro con mi vida, que mal año para Lazarillo de Tormes y para todos cuantos se han escrito o se escriban de aquel género, y en él se contará cómo vencí a don Quijote donde más daño podía hacerle, que era conquistando a la dama de sus desvelos y de su desesperación, razón de su vida y razón de sus aventuras y conquistas.
Salió don Santiago a buscar a su esposa, saltó de su asiento Sancho con los puños en alto, y juró que allí mismo desenmascararía a aquel embustero y ladrón y que luego llamaría al oficial de la Santa Hermandad para que lo sepultara de grillos y prisiones y lo volviera a mandar a galeras, como correspondía a un penado tan alborotado como él, y sin peligro ya de que ningún loco don Quijote fuera a libertarlo de nuevo.
Pidieron los presentes a Sancho aclaraciones, y las dio, en pocas palabras, contando lo que ya sabían todos acerca de quien únicamente podía obrar como lo hacía por especial enemistad con don Quijote, si bien nadie comprendió las razones por las cuales aquel hombre que había conocido al verdadero don Quijote, a quien debía su libertad, se había pasado al partido del falso don Quijote, vengándose del primero al casarse con Dulcinea.
Volvió al poco rato el ya desenmascarado Ginés de Pasamonte. Le acompañaba una moza garrida y atezada, a cuyo rostro asomaban todas las jornadas que había consagrado ella a las labores al aire libre. Parecía de hasta treinta y cinco años y mayor, por tanto, que su recién estrenado esposo. Venía pintada de una manera grotesca, con tanto albayalde en el rostro y tanto arrebol en los labios y las mejillas que parecía una cortesana. Vestía con ropas suntuosas, y éstas ni se acomodaban a su persona ni favorecían sus ademanes, que se envaraban en aquella saboyana. Tampoco disimulaban que era moza de las de chapa, hecha y derecha y de pelo en pecho, capaz de tirar una barra como el zagal más forzudo; y con una voz que podía oírsele a media legua, cuando a requerimiento de los duques declaró quien era, no podía acallar de dónde había salido.
—Yo soy la verdadera Dulcinea del Toboso, como puede verse, y no ninguna de las falsas y relamidas, que según tengo entendido, y me ha declarado mi señor marido, empiezan ahora a propalar por esas tierras. Pues Toboso no hay más que uno y Dulcinea no hay más que yo. Y para dar crédito de ello, ha pensado mi señor esposo abrir en El Toboso un mesón donde todos los caballeros que allá llegan mandados por don Quijote con sus misivas, puedan hospedarse.
No le intimidaba a Aldonza Lorenzo la importancia de los señores así reunidos, sino que parecía haber aprendido del desparpajo de Ginés de Pasamonte, y rubricó sus palabras con tal reverencia que asombró a todos los presentes.
—¿No es hermosa, señores? ¿No habla como los ruiseñores? ¿No resplandece? —proclamó, preguntándolo, don Santiago.
Asintieron los duques, mostraron su conformidad el conde y los demás, y se esperaba Sancho a ver en qué paraba todo, y ya iban a salirse de la estancia Ginés de Pasamonte y su esposa cuando éste reparó en Sansón Carrasco. Se le quedó mirando fijamente, como quien estudia un rostro familiar, aunque no se sabía si le estaba mirando con el ojo bueno o con aquel otro atravesado que se le metía en el de al lado.
—¿No nos vimos vuesa merced y yo hace unos meses la víspera de que le llevara aquellos pliegos a mi dulce Dulcinea?
—Así fue —admitió el bachiller—. Yo era, aunque no lo declarara entonces, uno más de la secta de los quijotistas. Me alargué, como me dijisteis, hasta La Almunia, pero cuando llegué me encontré con que el pájaro había dejado el nido y en él, las más insólitas noticias: para unos había pasado a Francia, por ir a encontrarse con Roldán, otros decían que se había embarcado hasta Inglaterra, donde se había dado cita con Arturo, los caballeros de la Mesa Redonda y el preste Juan de las Indias, otros, que se había embarcado en Santander con destino al Perú, y otros, en fin, que se había vuelto a su pueblo. Pregunté cuál era éste, y nadie a ciencia cierta supo decirme su nombre, ni por dónde quedaba. Y aunque son muchos los que a estas alturas aseguran que lo han visto nacer, por lucirse un poco con el renombre, y gozar de la parte de esa fama que les corresponde, en ninguno he hallado los datos ciertos, como si todos, alcaldes, curas, hidalgos, escribanos, y señores principales se hubieran puesto de acuerdo para que ya nadie lo supiera.
—Eso lo confirmo yo también, y ha llegado ya a mis oídos que las dos Argamasilla, de Alba y de Calatrava, Herencia, Peralbillo, Caracuel, Tirteafuera, Miguel Turra, Quintanar de la Orden y El Viso, andan en pleitos por fijar cuál de todos estos pueblos es la cuna de don Quijote, y de todos ellos han salido gentes a buscarle para que declare ante la justicia la verdad, y diciendo uno, descarte los otros, y como no podrá declararse de todos, se dice que la mayoría llevan recaudos para convencerlo de ser de uno y no de otro. Pero de momento don Quijote ha debido correrse a otras tierras, y no aparece.
—¿Y sabéis, don Santiago, si en esa colla de pueblos se ha mencionado éste como cuna de don Quijote?
Conoció la duquesa la naturaleza socarrona del bachiller, y alegre ante la madeja de las burlas, palmoteó exultante y de tal modo, que el bisojo Ginés y Aldonza la miraron, creyendo que se trataba de una de esas menguadas criaturas que se ríen por todo.
—No —respondió Ginés al bachiller, sin dejar de observar a aquella mujer, hasta que logró borrar de su semblante toda manifestación de felicidad—. De todos esos lugares, villas y pueblos que he declarado lo he oído, y de otros más que no recuerdo. Pero nunca de este pueblo, aunque entendería que aquí disputaran ese honor, como otros lo hacen, pues aquel a quien le quepa esa gloria, prosperará como Roma, como Loreto, como Guadalupe, como Monserrate y otros santuarios. Y así he pensado yo en El Toboso abrir, como acaba de declararos mi esposa, mesón y posada para albergar a todos los peregrinos que por el pueblo se están llegando, ávidos de conocer los escenarios gloriosos de ese libro. ¿Y qué mejor ocasión si ven de paso a la única, verdadera, genuina, bellísima Dulcinea de la Mancha? Y yo creo que El Toboso no le irá a la zaga al mismo pueblo natal de don Quijote, y entre nosotros —y bajó la voz Ginés de Pasamonte hasta hacerla inaudible, como si temiera que la divulgación de esa confidencia pudiera perjudicarle— cuanto más tarde en averiguarse el pueblo de don Quijote, mejor le irá al nuestro. Y al lado de la posada pienso también abrir tienda en la que los peregrinos, caminantes, curiosos, avisados, romeros y toda la patulea puedan comprar el famoso y auténtico bálsamo de Fierabrás, elixir contra todos los males, y muchos otros peteretes y gollerías a los que ya hemos bautizado como «Amarguillos don Quijote», o «Polvorones Dulcinea», éstos fabricados expresamente por mi esposa, que no puede hacerlos mejor nadie, o las que ya está tejiendo por encargo mío un tejedor de El Viso, a quien acabamos de ver, «Mantas Sancho Panza».
No pudo resistir Sancho Panza ni uno más de aquellos monumentales embustes, y echando su caperuza atrás, se levantó y fue a taparle la salida, y con la más melosa y afectada cortesía le preguntó:
—¿Y no venderéis en vuestra tienda, por casualidad, los «naipes fuleros del cunero Ginés de Pasamonte», o el Rucio de Sancho Panza que le robasteis hace un año, o «Títeres del mayor hi de puta de la gran puta», o alguna de las cadenas que os llevasteis colgando como bardaje que lleva el diablo, trainel muerto de hambre, cornudo, puto, mandil, hereje, traidor, gafo, judío?
Oyéndose nombrar de tales nombres, Ginés de Pasamonte quedó parado en medio como estatua de piedra mármol. Por más que miraba a Sancho, no acababa de conocerle; tanto había cambiado en los últimos tiempos. Ginés, curtido en lances todavía más audaces e inauditos, se puso en guardia. Todas las miradas se posaban en él, y Dulcinea le miraba sin saber qué significaba todo aquello, sin advertir aún que aquel pícaro se había casado con ella para hacer gran negocio. Los demás esperaban sin duda que se defendiera o respondiera algo, y lo habría hecho, porque recursos oratorios le sobraban. Pero era Ginés de Pasamonte también un hombre práctico, y viendo que la puerta la defendía el escudero, a quien flanqueaba el bachiller Sansón Carrasco, ganó de dos pasos la ventana, la abrió, se montó de un salto en el alféizar y lanzando desde allí un galante beso a su dama, se lanzó a la calle. Se precipitaron todos por ver qué había sucedido, si allá abajo había quedado con la pierna o la cabeza quebradas, pero no vieron sino a Ginés montado en su caballo y saliendo del lugar en tan tendido galope que lo encubría una espesa nube de polvo.
—Ése no para —pronosticó el bachiller— hasta salir de estos reinos, y no le verán estos campos y encinas hasta el mismo día del Juicio.
Volvieron todos donde quedaba llorosa Dulcinea, a quien explicaron las cosas que sabían del que era ya su esposo, y se quedó consternada.
—¿Qué he hecho yo para que cayera sobre mí la maldición de don Quijote? ¿Por qué razón he de padecer las locuras de un hombre al que ni quise ni podría querer? Me decís que don Quijote ha muerto. Pero ¿cómo creeros? ¿Quién dice la verdad en todo esto? Me casaría con él ahora mismo si viviera, ficticio o verdadero, y si por su culpa no he encontrado maridos, por su culpa, cuando lo encontré, perdí el que tenía. Cuánto mejor hubiera sido que ese vuestro don Quijote se hubiera dejado de requilorios y otras lindezas, que tal vez se estilan en la Corte, y le hubiera pedido mi mano a mi padre, y él se la habría dado contento de ver que se la llevaba un hidalgo de los de escudo en ristre. Pero ya veis cuál es mi sino, que me he quedado peor que antes, porque no puedo decir que sea ni viuda ni casada ni mozuela con un marido al que ya no volveré a ver en todos los días de mi vida.
Consolaron como pudieron a la recién abandonada, le entregó el duque una bolsa con treinta escudos, por que pasara mejor aquellos tragos, y ordenó a Tosilos y a una de las dueñas, llamada doña Tecla, que la acompañaran de vuelta a El Toboso y se la devolvieran al padre, avalando la inocencia de la hija en todos aquellos tejemanejes.
Los demás se fueron cada cual a su casa, y con más prisas que ninguno, Sancho Panza, que quería terminar su libro y entregárselo a Sansón Carrasco, para que éste lo devolviera a la duquesa, a quien pensaba no mirar nunca más ni hablar mientras viviera, y aun esto era poco, porque Teresa Panza, a quien Sancho había relatado cómo todo lo de la ínsula y lo de la sarta de corales y lo de las bellotas habían sido burlas sangrantes, quería presentarse en el palacio del conde y allí decir a la señora duquesa de los veneros perniles cuatro verdades como acaso nunca le hubiera dicho nadie. Y tuvo Sancho que hacer lo impensable para que su mujer no se presentara en casa de los condes y llamara a la duquesa tía asquerosa, y a su marido bardaje del demonio.