Y mañana mismo mandaré que lleven a la iglesia cien libras de cera...
Fue lo primero que dijo la duquesa en cuanto se vio a solas con el duque, tras la cena. No cabía en sí de contento y no se decidía ni a caminar el aposento ni a reposarse en su silla.
—Ay, ay, ay, esposo, y cómo han sido oídas mis oraciones... Y ahora verá ese bachillercillo que a secreto agravio secreta venganza, y que quien la hace la paga.
Que los duques conocían los libros de don Quijote es cosa sobradamente conocida. Y también aquel que salió en Cadalso de los Vidrios, que una mano anónima hizo llegar a Bartolomé Carrasco, padre del bachiller, poniéndolo a la muerte. Tuvieron ése los duques por el señor De Mal, que se apresuró a enviarlo en cuanto supo de su existencia. Se contaban en él las burlas que infligieron a los duques el bachiller y su escudero Tosilos precisamente cuando pasaron por su aldea con el propósito de seguir escarneciendo a don Quijote. Pero en aquella ocasión los burladores quedaron burlados, y los usureros como el señor De Mal, corridos. Y como lo supieron los propios duques, lo supo España toda. El jolgorio que hubo en todas partes con el escarmiento fue famoso, y no hubo lugar o ciudad al que fueran los duques donde no oyeran risas a sus espaldas y cantar a los niños A los tontos de Carabaña. Hasta el rey don Felipe nuestro señor leyó esa tercera parte donde se cuenta lo sucedido al morir don Quijote, y rió tanto que le salió una hernia. Quedaron furiosos los duques, y la duquesa juró venganza. Echó de sus estados a su maestresala, por desvelarle a Sancho que todo lo de la ínsula había sido una gran burla, y acusó a Tosilos de un robo que éste nunca cometió, y lo echó a galeras por diez años. Luego mandaron a la aldea de don Quijote a quien iba a vengarlos, y no los halló ni nadie que les dijera a dónde habían ido. Y cuando daban por perdido el caso, recibieron desde Sevilla carta del escribano señor De Mal. Supieron que pasaban al Perú, pero llegaron tarde para estorbarlo. Al quedar vaco por aquellos días el virreinato, pidió la duquesa al rey su primo aquella prebenda para su esposo, y el rey la concedió, siquiera por no tener que oír a todas horas sus lamentos a cuenta de don Quijote, Sancho Panza y Sansón Carrasco y la mala hora en que los habían conocido. Y allí estaba la duquesa para dar término a su obra. Y como a persona principal y a bolsa llena no se le esconden nuevas, supo en Sevilla lo de la negra del capitán De la Gómara, y en Cartagena cómo nunca se la dieron, y al cabo dio con ellos en Arequipa. Vengada ella y llenas las arcas de su esposo, podrían volver en paz a España a decir quién reía el último.
Todo estaba pensado y mil veces repensado. Robar un esclavo se castigaba con diez años de galeras. ¿Y no era esclava la negrilla? Que se lo preguntaran a don Cristóbal De la Gómara, que obedeciendo órdenes del duque había ya enviado pliegos al Consejo denunciando el robo.
—En diez años vais a tener tiempo para pensar, Medinilla del demonio, Carrascal despechado de las Altas Torres —exclamaba exultante la duquesa—. ¡Qué ligero estuvisteis en burlarme! Y vos, mastuerzo gobernador de ínsulas, habréis de acompañarlo.
Hasta al duque le inquietaba el frenesí de la duquesa, y le decía:
—Pero, mujer, ¿en qué os agravió el bobo de Sancho? ¿Y cómo queréis mandarlo a galeras, si le falta una pierna? ¿Quién habrá de sentenciar tal cosa?
—Aun ciego iría, pues allá van leyes donde quieren reyes. ¿Y no es vuesa señoría el virrey, so bragazas?
Con la promesa de la venganza, pudo dormir la duquesa aquella noche a pierna suelta, porque no había dormido desde el día en que cayó en sus manos el libelo de Cadalso, que ella no dudó en atribuir demasiado alegremente al bachiller Carrasco. Y lo primero que hizo la mañana que siguió a la cena con el corregidor fue enviar a unos criados de su esposo a Cerro Rico con orden de prender a Sansón y traerlo a Arequipa.
Y para allí salió también carta de Antonia, siguiendo el pálpito que le decía que lo mismo que habían llegado a Arequipa los duques, pudieran buscarlo en Cerro Rico, y que anduviera con ojo.
De Antonia Melgar a su esposo Sansón Carrasco.
Mi muy deseado esposo:
Gran desgracia ha venido a ésta con la visita de quienes, conociéndolos, raro sería no temer la perdición. Quédese allá y no venga, y aun suplico busque otra mejor donde quedar guardado, y no quiera saber más ni mande pliego, que aquí ya sabe que se abren muchos. Si escampa, ya lo sabrá. Ni halla mi corazón sosiego ni reparo mi sueño, que vive en perpetua espera quien más os quiere, vuestra esposa y mejor amiga.
Y con ocho reales le dio la carta a Sancho para que la llevara al ordinario, confesándole éste que ya él había enviado una la víspera, pero que dos mejor que una, por que viera Sansón Carrasco el peligro cierto que tenían con los duques en Arequipa.
Y en Cerro Rico llevaba Sansón Carrasco ya más de una semana. Tras repasar los libros que le presentaron el capataz y el ensayador de don Suero, y hallarlo todo en su punto, se encontró que no tenía nada que hacer.
¿En qué entretendría sus ocios?
Alquiló en Potosí tres aposentos a una viuda rica, y llevó allí su baulejo. Venían en él algunas ropas blancas, mudas de vestido, un par de zapatos, un tintero y unos libros. Entre éstos el suyo de mano, en el que tantas cosas había escrito desde que salieron de la Mancha, y aquel que le regaló el inglés, en blanco.
¿Qué quiso decir su autor con aquel título que le había dado? ¿Por qué no escribió en él sino esas pocas palabras?
Quitó el corcho al tintero, cortó las plumas y puso la mirada en el techo. ¿Qué escribir? Pues lo que se escribe cuando no se tiene nada que escribir: contaría su vida y la de aquellos que había conocido. Eso era sencillo.
No pudo el bachiller ni encetar la primera frase. En diez días que pasó sobre el libro, no escribió ni una sola palabra. A lo más que llegó, en un papel suelto, fue al torpe esquicio de las figuras de don Quijote y Sancho, torpes dibujos, vagos fantasmas sin vida. La paz no venía a su espíritu. Aún estaba más impaciente que a su salida de Arequipa.
Salió a pasear las calles de Potosí, buscando en ellas ya que no distracción, fatiga.
Le pareció, con sus cielos empavonados, una ciudad melancólica, al contrario que Arequipa, perpetuamente azul, alegre, la eterna primavera. Se respiraba en Cerro Rico el dolor, la muerte y la locura. Por vez primera sus ojos vieron en toda su crudeza el trato crudelísimo de indios y de esclavos sometidos a la brutalidad de patrones insaciables a quienes toda plata parecía poca, y a todos matándose en las calles por causas muy livianas.
Durmió mal ese día y el siguiente. Volvió a la mina de don Suero, y la brutalidad que vio en otras la halló también en ella. Pediría a don Suero que la vendiera. ¿Y aquellos indios, ninguno de los cuales vivía más de cinco años trabajando con los azogues? ¿Adónde irían, de qué iban a vivir? Pensó escribir su memorial al rey, a semejanza de aquel que escribió el obispo de Chiapas, y del que tanto se había hablado.
Antes de partir de aquel lugar maldito a otro más sosegado, escribió tres cartas.
La primera de todas la dirigió a Sancho, y fue del tenor siguiente:
Sansón Carrasco a Sancho Panza:
Como ya dije a v.m. en fechas pasadas, había pensado quedarme en ésta por asuntos que eran de mucha importancia para mi ánima, sujeta a desasosiegos que pedían reposo. Sigo sin hallarlo, pues en ésta no lo hay, con tanta bellaquería como se señorea por doquier. Mire, en tanto llego, cuide de mi esposa y señora suya, y obedezca a mi tío don Suero en todo como a mi misma persona, y no desfallezca por sus tribulaciones, que yo a mi vuelta sabré estimarle y reconocerle. Vuestro señor y amigo el bachiller Carrasco, que vuestro bien desea.
La segunda decía así:
El bachiller Sansón Carrasco en Cerro Rico a su tío don Suero Pérez Maldonado, encomendero de Arequipa.
Mi muy deseado señor tío:
Quedaron resueltos a satisfacción los negocios que me trajeron a esta de Potosí hace cuatro semanas, si puede decirse que nada de lo que he visto en Potosí halle remedio, tan envilecida la tienen los castellanos con sus abusos y a tanto llega la peste de la plata. Fueron las razones de quedarme en Cerro Rico tanto tiempo tribulaciones de las que pondré al corriente a v.m. algún día, no por ahora. Espero de v.m. la comprensión hacia el hijo que nunca en todo este tiempo hizo cosa alguna que no fuese sino en pro de la honra de v.m., y no tiene otro desvelo que el agrandar la hacienda y honra que le debe por estarle sujeto con tantas mercedes como de v.m. ha recibido. Las llevo en mi alma, así como las liberales disposiciones de mi señora tía doña Toda, a quien beso la mano en mi pensamiento. Su obediente sobrino espera volver antes pronto que tarde, cuando Dios sea servido de darle un poco de sosiego. Y no le aflija de qué viviré cuando se acaben los dineros que traje de allá, que Dios me hizo con dos manos y buen entendimiento. Besa las de v.m. su sobrino.
Y fue la tercera para Antonia:
Sansón Carrasco a su esposa Antonia Quijano Melgar en Arequipa.
Mi muy deseada esposa:
De noche y de día no es otro mi pío ni mi contento sino pensar en v.m. A mi vuelta de este Cerro Rico le contaré cosas que habrán de excusar mi tardanza y el obstinado silencio que siguió, y harán olvidar la inquietud y desasosiego que hubieren levantado en su espíritu. Rezo para que llegue pronto y pido a v.m. que esta tardanza no mengüe su fe para este que bebe por vos los aires y que lleva a fuego vuestro nombre en su memoria. Aquí queda algún tiempo, recobrando el ánimo, y besa sus manos una y mil veces, vuestro esposo Sansón Carrasco.
¿Y cuáles eran los males de Sansón Carrasco? Ni el propio Sansón hubiera podido decirlo. Sí, partiría lejos para buscar la paz; y su destino.
Estando en tales ensoñaciones, oyó llamar en su aposento.
Abrió la puerta a dos hombres que venían con ropa de camino. Habló uno de ellos:
—Soy Marcos Dávila, criado de vuestro tío. Me envía a deciros que vuestra esposa, mi señora Antonia, está a la muerte. Ha perdido el hijo que esperaba, y las pocas veces que logra recobrar el juicio, postrada como está, no es sino para preguntar por vos. Los médicos la dan por muerta y son de la opinión que sólo un milagro o vuestra presencia podrían hacerla cobrar la salud, como otras veces se ha visto.
No conocía Sansón a aquellos dos criados, pero su tío tenía tantos...
Lo que sintió el bachiller Sansón Carrasco al oír aquellas malas nuevas no puede referirse aquí.
Media hora después salía de Potosí, acompañado de aquellos dos hombres camino de Arequipa. «Adiós sueños», se dijo el bachiller. «Destino, ¡adiós! Alma», se dijo también, «habréis de esperar a mejor ocasión para vuestro sosiego...»
En la misma puerta de Potosí se cruzaron con el correo que llevaba la carta de Sancho, y a doce leguas de allí, con el de la de Antonia. Las dos pasaron de largo.