CAPÍTULO UNDÉCIMO

En cuanto Cebadón vio dónde posaban sus vecinos, corrió, como se ha dicho, a la taberna del Cojo.

Lo encontró en una chirinola de lo más alegre y chocarrera, pues había allí no menos de veinte bravos y sus coimas, con otras mujeres de estofa insigne y respetos en duda. Bebían y comían sin tasa, convidados a todo por uno de quien decían venía rico de Italia. Apenas vio el Cojo a Cebadón, ordenó se le hiciera un sitio en la mesa.

—Os presento a Juan Cebadón, que, a lo que yo me doy a entender, es un mozo llamado a las más elevadas empresas. Recibidlo como a hermano y mostrad con él la largueza que debemos al valor, a la discreción y a la gallardía.

Tenía Cebadón a su lado un joven rubianco que llevaba el jubón desabrochado y una cadena de oro que podía valer ella sola cien ducados, si no era de alquimia. Le dijo Cebadón que no había tenido hasta ese día sino amos que lo mataban de hambre, o locos, y que en cuanto resolviera un negocio que le importaba, allí se quedaría con propósito de servir al Cojo en lo que éste ordenara, y de paso preguntó al rubianco a qué era debido aquel banquete y quién corría con el sufragio.

Le respondió el rubianco, que respondía al nombre del Pejele, que era en honor de aquel que el Cojo tenía a su diestra, un hombre hecho y derecho al que daba miedo mirar, pues tenía una muy bellaca cuchillada que le bajaba por el rostro todo a lo largo, del ojo a la nuez.

—Se llama Rufino y lo llamamos el Mudo —siguió diciendo el rubianco—, por no haber cantado nunca en las ansias del tormento, con haber pasado por él en más de veinte ocasiones. Viene de cumplir tres años de galeras en Italia, donde estaba. Le acusaron dos genoveses. Según ellos, les había robado en casa de unas malas mujeres más de tres mil ducados que llevaban a emplear a Flandes. Aunque no se le pudo probar en primera instancia, nada puede la palabra de un hombre honrado contra la de un rico, y menos si llevas ese chirlo. Hoy ha vuelto, a lo que dicen, con tres mil ducados, y es para todos un ejemplo, prueba de que nada hay peor que flojear en el potro: ahí le tienes. No habló en las ansias, y hoy se ve libre y rico. Hubiese hablado, y todo lo habría perdido, hasta la vida.

Dijo Cebadón que nada le daría más gusto que presentar sus respetos a persona tan valiente, y le respondió el Pejele que ninguna cosa había tan sencilla, que en cuanto acabara aquel agasajo pensaban continuar la fiesta en casa de la mujer que lo tenía con él, causa de su pendencia con los genoveses, a quienes ella y otra amiga habían emborrachado para que el Mudo les robara.

Siguió el banquete hasta más allá de las seis, y cuando fue yéndose cada pájaro a su espiga, llamó el Cojo a Cebadón, y éste le puso al corriente de todo, y aun le dio la añadidura:

—Y, por lo que barrunto, éstos emplearán mucho en matalotaje, o sea que traerán buenos dineros.

Y añadió que no sabía si sería cosa fácil o difícil de asaltar, a lo que el Cojo le dijo que no tuviera cuidado de ello, que por algo él era el Cojo. Además de los diez primeros ducados, tasaron el asalto y la ganancia, y fue poner ésta a tercios en lo que tocaba a los dineros, uno para el Pejele y Rufino el Mudo, otro para el Cojo y otro para Cebadón. No hubo más que decir, sino llamar al Pejele y al Mudo:

—Dejad mañana lo que habíais pensado, porque ha de hacerse algo que nos conviene a todos, y mucho. Y vuesa merced —dijo mirando a Cebadón— lleve esa noche cuanto tenga encima, así de ropa como de dineros, pues no es la nuestra vida que consienta la imprevisión, y tras el asalto acaso necesitéis esconderos un tiempo.

Así lo prometió Cebadón, y dando las gracias al Cojo por el buen gobierno con que llevaba su negocio, se fue a rescatar sus dineros de quien los guardaba y a aprestarlo todo para la noche, no sin que Rufino el Mudo y el Pejele vieran cómo el Cojo les guiñaba un ojo, seña de que no todo quedaba dicho.

Se fueron, pues, los tres hombres a casa de la enamorada del Mudo, que llamaban Casta, y en ella hallaron otra zambra aún más festiva y ruidosa que aquella de la que venían. Cada minuto que pasaba daba gracias a Dios Cebadón de haberle traído a lugar tan bueno donde la vida pasaba tan sin cuidado. Y allí lo dejaron el Mudo y el Pejele en brazos de una que decían había llegado a Sevilla para vender chocolate, cansada de seguir a un regimiento, y a la que se conocía con el poco donoso nombre de la Tiñosa, no siéndolo, pues era más donosa y limpia, bien peinada y mejor vestida que otras, y las suyas eran tenidas por muy finas puterías.

Se corrieron luego el Mudo y el Pejele a la taberna del Cojo. Les estaba esperando:

—Éste será el trabajo más provechoso de cuantos hagáis este mes —les dijo Periquillo—. Id donde ese mozo os lleve, dejadlo cuidando los caballos en el Prado de Santa Justa, y vuestras mercedes entren en la casa donde posan esas gentes, que es la de mi compadre Manuel Carreño. No será menester ni falsar llaves. Le rogaré con tres ducados os deje franca la entrada, pues es mucho a lo que me está obligado. Entrad sin ruido, pedid lo que buscáis y tomadlo por la fuerza si no os lo dan, principalmente esos papeles. Decid quién os manda, que no es otro que Juan Cebadón, criado del señor Alonso de Mal, y cuando los tengáis, volved al Prado donde os espera, montad vuestros caballos, tomad el suyo, capa y bolsa, y dejadlo allí, quiera o no, que sois dos contra uno y él un buen mozo con mejores piernas. Pasad luego a Triana, donde os acogeréis en casa de la Peines y la Angustias, y tapaos del sol unos días, hasta ver en qué queda todo. El mozo habrá de venir por la mañana importunándome con el robo, y yo le diré que nos robaron a los dos, con lo que lo despediré. Y hágase todo ello la noche de mañana, pues no hay que dejar que las cosas maduren tanto que se pudran. De los papeles que dice, traedlos, veremos qué podemos sacar de ellos. En la bolsa del mozo hay, según dice, no menos de cincuenta castellanos del Rey Juan. Lo declaro para que no se quede ninguno en el camino, y su caballo vale lo menos trescientos; aunque, si es como dice, nos costará venderlo, por conocerlo muchos.

Se volvieron el Mudo y el Pejele a casa de la Casta y la Tiñosa, donde siguió la fiesta hasta que empezaron a pintarse las claras y se oyeron los gallos de la ciudad y el runrún de los palomos de un convento cercano.

Y uno de esos gallos oyó Quiteria, que tenía su mismo sueño. Se levantó, se vistió a oscuras y se sentó en un rincón, en un tajuelo de tres patas, pequeñito, con las manos en el regazo, sin saber qué hacer. No se acostumbraba a no hacer nada. A esa hora, allá en su aldea, encendía el fuego, barría, ponía la ropa en la colada, limpiaba, ventilaba la casa abriendo las ventanas y metiendo en ella los buenos olores del campo, ordeñaba las ovejas y preparaba las migas con las que gustaba desayunarse su amo don Quijote, y las quesadillas con miel, que eran la perdición de Antonia. Pero allí, en la posada, ¿qué podía hacer sino mirar cómo dormía?

Al rato entró la luz, un rayo solo de hoja ancha, como la resplandeciente espada de Apolo. Se despertó Antonia y vio al ama allí, quieta, como una estantigua, sentada en el tajuelo. Quiso saber Antonia si el ama se hallaba bien, y Quiteria le dijo:

—¿Qué será de nosotras?

Y fue contando el ama todas las cosas que había oído en su pueblo que sucedían en aquellas tierras de salvajes, los venenos que infectaban las aguas y los aires, el furor de las fieras, la terquedad de los indios y la bellaquería de los castellanos.

Y mientras Quiteria la ayudaba a vestirse, Antonia le dijo que no fuese tan pusilánime ni tuviese pensamientos tan negros, que ella había oído cosas muy contrarias a aquéllas, porque se diría que unas veces era Antonia la que se quería volver a la aldea y el ama quien le daba ánimos, y otras, tenía que ser Antonia la que disipase los temores del ama; y así le dijo que también ella había oído otras cosas, como que el aire en aquellas tierras era tan bueno que no hacía falta llevar ni chamelotes ni buratos ni rajas, como no fueran vestidos ligeros, y que las aguas eran tan finas y delgadas que parecía fuesen de rosas y azucenas, y que fieras las de todas las partes lo eran, como la bellaquería de unos o la terquedad de otros se gastan por doquier, y cerreros en toda parte hay, y que no deberían pensar en otra cosa que en buscar lo que habrían de llevarse, y no olvidar nada, porque una vez allá, no tendría remedio.

Se refería con esto último a todo lo que era necesario llevar a las Indias, de lo que venían hablando ya desde que salieron del pueblo, y que ya se había encargado el bachiller Sansón Carrasco de ir trasladando en un papel, con su precio estimado al lado.

No, no tenían dinero para tanto.

Renunció Antonia a emplear el dinero que tenían en su persona, y menos en galas, por saber que lo precisarían para otras cosas de mayor necesidad, contra el parecer de Sansón, que quería llevarla regalada.

—Piensa, Antonia —le dijo el bachiller—, que el vestido dice de quien no se conoce antes que sus palabras.

—O lo que siempre se ha dicho: que el hábito hace el monje —añadió Sancho—, pero todos han de sujetarse a lo que son, y no aparentar más de lo que son, porque no pudiendo luego sostener con la calidad de la persona y su hacienda aquello que aparentan, vendrán a deshonrarse donde creían honrarse más. Y con todo, bien estará que mi señora Antonia se engalane, que viéndonos en su compañía estimarán en más a sus criados, y deje a otras aquello de la mona y la seda.

Pensó Quiteria que lo decía por ella, y lo llamó mentecato.

—Por mi Teresa lo digo, y no por nadie —se defendió el escudero—, que de tenerla aquí y traer ella dineros, ya habría acabado con todo lo que se vende en Sevilla, y fue lo primero que compró al lencero cuando le entregué los escudos de Cardenio una saya colorada, a son, dijo, con la sarta de corales que le dio la duquesa.

Y con el propósito de aprovisionarse o apalabrar con quien debieran, se dirigieron los cuatro a la plaza de San Francisco. Allí estaba buena parte de las alcaicerías que proveían de seda y telas, y visitaron luego otras tiendas de las calles Sierpes, Génova y Lino, donde se aprovisionaban las flotas de la Armada y las naos de la carrera de Indias de harina, sal, vino, aceite, bizcocho y cuanto es necesario para ir cumplido.

Y de todo compraban algo, muy tasado.

Al volver una esquina, oyeron el chillido de una gaviota, y Antonia, que no había visto nunca esa ave, preguntó.

Fue esta vez Sancho quien le dijo:

—El mar no anda lejos, señora. El aire hoy nos lo acerca a Sevilla.

El deseo de ver el mar, tantas veces aplazado, se había hecho en Antonia más y más acuciante, y no pasaba día que no preguntase al bachiller Sansón Carrasco:

—¿Cuándo veré el mar?

Tenían muchas cosas que ver, dilucidar, comparar, comprar. Y sus pasos les llevaron de nuevo a la plaza de San Francisco. Estaba muy concurrida. Sin poder hacer nada en contrario, se vieron metidos en la bulla. Apenas podía darse un paso. Oyeron que iba a tener lugar ese día un auto de fe donde quedaran reconciliados unos que habían traído de Carmona, y quemada una tan relajada bruja que no le habían servido de nada los sermones de los buenos padres de su lugar. La habían sorprendido untada, después de haberse juntado con el demonio, y la traían a quemar a Sevilla.

Pidió Antonia al bachiller salir de aquella muchedumbre. Se defendía el vientre con las manos. No, no era posible. La propia muchedumbre impedía dar un paso en ninguna dirección.

Los balcones de las casas estaban también colmados de curiosos. Algunos, se decía que extranjeros amigos de novedades, habían pagado desorbitadas sumas de dinero por ver con comodidad la hoguera de la Inquisición, que llevaba lo menos doce años encandelándose en el Prado de San Sebastián, lejos de la ciudad.

Vieron aparecer, al fin, a aquellos pobres desgraciados. Los subieron a un cadalso. Traían sus corozas y sus hopalandas amarillas. Al llegar a lo más alto del tinglado un fraile gordo los mandó arrodillar y, al tiempo que los regaba con un hisopo, preguntaba a voces si renunciaban a las pompas y tentaciones del maligno y acataban las leyes de la Santa Madre Iglesia, a lo que iban respondiendo ellos con mucha piedad, jurando que lo harían. La gente seguía la ceremonia con un gran silencio y respeto, aunque un poco aburridos, pues esperaban le llegara el turno a la bruja. Por fin uno de los oficiales del Santo Oficio, que no había intervenido hasta entonces, y al parecer el de mayor autoridad, mandó que se llevaran a los reconciliados y le trajeran a la bruja. El recogimiento que había reinado hasta entonces se trocó en gritería horrísona. Era una vieja corva y consumida, y venía breada y con plumas. Oyó Quiteria que una mujer decía a su lado que aquella vieja bebía la sangre de los niños antes de ser bautizados, para robárselos a Jesucristo. Quiteria se lo dijo a Sancho y éste a Antonia. Sansón, que se quedaba sin oír, le preguntó. Antonia no quiso responder. Deseaba salir de allí cuanto antes. La multitud cubrió a la vieja de improperios, algunos le tiraban inmundicias que habían traído de sus casas con tal propósito y muchos le preguntaban dónde estaba ahora su cabrón para sacarla del tueste.

Antonia empezó a sentirse mal. Le acometieron agudas bascas, y con las apreturas contó con que moría. Le faltaba el aire.

Amenazaba lluvia y muchos miraban las nubes con temor. Se diría que nadie en Sevilla quería perdérselo. Hasta las madres habían venido con sus críos, a los que daban allí el pecho.

Pidió el fraile a la mujer que se arrepintiera, si quería ir al cielo. Pero así como los reconciliados sólo dijeron amén, preguntó ella si a ese lugar iban los cristianos. Le dijo el fraile que sí, pero sólo los buenos. Preguntó luego si aquellos que la quemaban eran de los buenos, y así se lo confirmó el fraile. Dijo entonces la vieja que siendo de ese modo prefería irse al infierno, y aceptó serenamente su suerte, lo que irritó mucho a la concurrencia, que la llenó de denuedos e insultos.

Las primeras llamas se elevaron pronto. Algunos de los concurrentes aconsejaron no encandelarla tanto, para que el tormento durase y se diese a la bruja tiempo de arrepentirse.

Desde donde estaba Antonia y sus amigos se oía el crepitar del fuego, los alaridos de la anciana y los rezos desgañitados de los frailes, que se confundían con los gritos de la gente.

Empezó a oler a chamusquina y cuerno quemado. Las náuseas iban en Antonia a la par que sus deseos de salir de allí a todo trance, pero algunos que estaban a su lado le solicitaban cristianamente paciencia:

—No se apure vuestra merced, que verá que estas endemoniadas no duran mucho.

Se lo dijo un zapatero que no había tenido tiempo de quitarse el mandil ni de dejar la lezna, que traía en la mano.

En el momento en que las llamas eran más altas, cayó sobre Sevilla tal tromba de agua, que apagó la hoguera y suspendió la sentencia, antes que la bruja hubiese podido rendir su ánima.

Lo tuvieron unos por milagro grande y patente, y decían que la bruja debía salvarse, aunque las llamas la había dejado tan averiada que nadie dudaba que de allí a poco acabaría. Por suerte estaban cerca los teólogos para dilucidar el caso. Ordenaron desatarla y tenderla en las tablas. La hallaron en un estado tal, que el prior se apiadó de ella y ordenó a un oficial la rematase con la espada. Lo hizo así el hombre, con plena satisfacción de los presentes, y pudieron por fin volver los cuatro a la casa de la plaza del Carbón.

Antonia caminaba sostenida por el brazo de su esposo y el de Sancho. Iban los cuatro consternados por lo que acababan de ver.

—Ay, ama, pierdo el niño —dijo de pronto Antonia.

El espectáculo la había revuelto por dentro.

—No será fácil —dijo Sancho— que ninguno de nosotros olvide la expresión de aquellos desdichados ni las voces de la pobre vieja, y hoy más que nunca habría sido necesario haber tenido con nosotros a nuestro amigo don Quijote.

—Gracias a Dios que no, Sancho, que nos habría puesto en un brete. Doctores tiene la Santa Madre Iglesia —zanjó Quiteria.

—A mi modo de ver, que lo aprendí de él —replicó Sancho—, nadie sino Dios es para quitarle la libertad a un hombre, cuánto menos la vida. Y al cielo daba gracias siempre de no haber matado en todos los días que corrimos el mundo a nadie, con ser aquella empresa suya tan expuesta y la profesión que tomó tan inclinada a desenvainar la espada. Quiero decir que ninguno salió con más daño que molimiento de cuerpo, manteo, pedrea o puñada, nada que no pudiera reparar el reposo, las bizmas y el tiempo. Y quien diga que mi amo se hubiera curado de su locura habiendo matado a un hombre, es un majadero y un inicuo. No persiguió don Quijote nunca quitarle la vida a nadie, sino dársela mejor a muchos. Y aunque todos le oímos el marmóreo discurso de las armas y las letras, y está impreso, donde dejó sentado lo muy superiores que eran las armas a las letras, creyéndose él más de aquéllas que de éstas, fueron las letras las que él cultivó toda su vida, y lo que le volteó el juicio no fueron las letras, sino el deseo de tomar las armas, y cuando practicó éstas lo hizo a lo recreativo. Y más bellaco aún quien diga que yo le hubiera pedido que matara a alguien, si de ello fuese a venirme un reino o una merced, que no la querría yo si me llegara tinta en sangre. Yo sé que morir, y más quitar la vida, es fácil; lo difícil es vivir, y por un millón que vendimian la vida de su vecino de garrotazo, horca o cuchillada, sólo uno hay que resucita a los muertos. Quitad muertos, y vengan vivos, que al menos con éstos sabremos cómo tenérnoslas. Y, con todo, qué tristes cosas hemos visto hoy.

—Ay, y cuánto mejor estaríamos en el pueblo —dijo Antonia—, donde ninguna de estas cosas suceden, por estar todos a la paz y ser buenos vecinos. Ya hasta los deseos de ver el mar se me han quitado. Que si esto hemos visto hoy en una ciudad tan principal como Sevilla, qué no habremos de ver en esos lugares tan apartados donde no reina sino la falta de rey y ley.

—Antes al contrario —intervino el bachiller, que caminaba taciturno—. Os he de confesar que si tanto deseo pasar a las Indias es por dejar atrás estas tierras donde se trata con tanta saña a quienes a veces no tienen otra culpa que la sospecha de un malquisto o la denuncia de un vengativo. Al menos allá, según se dice, viven todos atentos a su labor y libres de conciencia. Y tú, Sancho, cuida de no rodar esas razones por la calle, no vayan a llegar a oídos de algún pariente de la Inquisición, y acabes tú con la coroza.

Pasaron juntos en el aposento lo que quedaba de la tarde, Quiteria con su labor de aguja y su huso, que había traído consigo por no poder vivir separada de él, como el rey de su cetro; Antonia leyendo en el Quijote, que había empezado más por no estar ociosa que por gusto; Sancho haciendo en un papel sus cuentas del matalotaje, pues después de leer y escribir, dio en aprender a sumar y restar; y el bachiller componiendo en un libro de mano no se sabía qué, pues pasaba más tiempo con la mirada perdida en el techo y la pluma en alto, que haciéndola de vez en cuando susurrar en el papel.

Y así llegó la noche, marcada como la del asalto por Periquillo el Cojo, señor de la calle de la Caza, el Compás de la Mancebía, el Arenal y el Matadero, y virrey de las Gradas.